27 feb 2019

Historia de una maestra


Por Ángel E. Lejarriaga



A través de esta novela he entrado en contacto con una escritora conocida de nombre y a la vez desconocida en cuanto a su obra se refiere: Josefa Rodríguez Álvarez (1926-2011), que firmaba literariamente como Josefina R. Aldecoa. Empezó a utilizar este nombre en 1969, tras la muerte de su compañero sentimental el también escritor Ignacio Aldecoa.

A pesar de mi ignorancia, y la de muchas personas buenas lectoras de nuestro tiempo, la obra de Josefina R. Aldecoa no es precisamente pequeña, ha cultivado, fundamentalmente, la novela y el cuento. Indagando un poco en su trayectoria editorial, he descubierto que el libro sigue a la venta en las librerías a pesar de los años transcurridos y ninguna difusión. He leído en algún sitio que es lectura, de alguna manera obligada, entre el alumnado de Magisterio.

Los orígenes de Josefina tienen mucho que ver con esta novela, tanto su abuela como su madre fueron maestras que apoyaban incondicionalmente la Institución Libre de Enseñanza, cuya idea fundamental era la de muchos intelectuales de la época: renovación y regeneración, en este caso referidas a la enseñanza pública. Nacida en un pueblo de León, Las Roblas, enseguida, en la capital de la provincia, pasó a integrarse en un grupo literario que dio como fruto una publicación poética, la revista Espadaña. Esta revista se editó entre 1944 y 1951. Fue fundada por Victoriano Crémer, Antonio González de Lama y Eugenio García de Nora. Su contenido estuvo centrado en el trabajo de poetas disidentes del régimen del dictador Franco. Esta modesta revista nació en oposición a otra revista de poesía del momento, Garcilaso. Juventud creadora, que tuvo una vida más corta que la anterior. A esta última se la consideraba como afecta al régimen. Por las páginas de Espadaña pasaron ilustres plumas como Miguel Hernández, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Pablo Neruda o César Vallejo, por citar a algunas.

En 1944 Josefina llega a Madrid a estudiar Filosofía y Letras, doctorándose en Pedagogía. Es en esa época de estudiante donde entra en contacto con lo más granado de un pujante grupo de personas que más tarde formaría la denominada Generación del 50, entre las que se encontraban el que sería su compañero sentimental, Ignacio Aldecoa, y también, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Jesús Fernández Santos o Alfonso Sastre. A esta generación se la conoce también como los niños de la guerra. Sus componentes habían nacido alrededor de 1920 y comenzaron a publicar en 1950. También se los considera como hijos de la Guerra Civil. A este respecto, Juan García Hortelano denominó al colectivo como Grupo poético de los años 50, lo justifica con el argumento de que más que hijos de la guerra eran hijos de la dictadura. El origen social de esta generación era burgués, con formación académica universitaria; en el fondo, como dijo en su día Jaime Gil de Biedma, “señoritos de nacimiento por mala conciencia escritores de poesía social”. No solo contestaban a la represión fascista sino que modificaban el contenido y la forma de sus creaciones, así renegaban del garcilasismo (su métrica estaba sujeta a cánones tradicionales y nada tenía que ver con la construcción libre vanguardista). Y no solo eso, su temática estaba imbricada en la injusticia social.

Pues con estos desheredados culturales de los cincuenta se relacionó Josefina. En 1952 contrajo matrimonio con Ignacio Aldecoa. Siete años después inició lo que para ella sería su “gran obra”, la inauguración en Madrid del Colegio Estilo, en la zona de El Viso, no era precisamente un distrito para las clases humildes, pero en él intentó desarrollar lo que había mamado con su madre y su abuela, llevar a la práctica las ideas de la Institución Libre de Enseñanza. Entrar en aquel colegio, según contaba la autora, era hacer que la dictadura del general Franco desapareciera.
"Quería algo muy humanista, dando mucha importancia a la literatura, las letras, el arte; un colegio que fuera muy refinado culturalmente, muy libre y que no se hablara de religión, cosas que entonces eran impensables en la mayor parte de los centros del país".
Aunque se la conoce como escritora en realidad su pasión fue la enseñanza, desde su juventud tuvo claro lo que quería hacer. Lo de la escritura vino después, a ratos libres; eso, sí, con bastante constancia, fundamentalmente en los años ochenta. Josefina estuvo al frente del Colegio Estilo casi hasta su muerte, durante cincuenta y dos años.

En 1960 se editó El arte del niño, su tesis doctoral, “sobre la relación entre la infancia y el mundo artístico”. En 1961 llegaría a las librerías A ninguna parte, una colección de cuentos. Cuando muere su marido en 1969, Josefina abandona la escritura y se dedica en exclusiva a la enseñanza. Este retiro voluntario duraría diez años. En 1981 retomó el pulso a la literatura e hizo una edición crítica de una colección de narraciones cortas de Ignacio Aldecoa; tenía cincuenta y cuatro años. A la que seguirían novelas como Los niños de la guerra (1983), La enredadera (1984), Porque éramos jóvenes (1986), El vergel (1988), Cuento para Susana (1988), Historia de una maestra (1990), Mujeres de negro (1994), Ignacio Aldecoa en su paraíso (1996), La fuerza del destino (1997), Confesiones de una abuela (1998), Fiebre (2001), La educación de nuestros hijos (2001), El enigma (2002), En la distancia (2004), La casa gris (2005), Hermanas (2008) y Madrid, otoño, sabado (2012).

Historia de una maestra (1990) forma parte de una trilogía compuesta por la novela citada y por Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino (1997). Josefina R. Aldecoa la escribió como un homenaje a su madre, y también a su abuela, las dos, como ya he dicho, eran maestras. Pero lo hizo de una manera rememorativa. Aunque según sus propias manifestaciones se trataba de una obra de ficción, ella matizó que todo lo que contaba en sus páginas era real, recuerdos de ella que provenían de su madre, de su experiencia. Pero la importancia del texto va más allá de la saga familiar, es un claro homenaje a los maestros y maestras que a partir de los años 20 se desperdigaron por los rincones de esta tierra que llamamos España a paliar la ignorancia endémica que la caracterizaba y la caracteriza. La narradora es Gabriela, joven entusiasta que cuenta lo que ha vivido como puede: “La vida se recuerda a saltos, a golpes”. Gabriela no representa a las mujeres de su tiempo, se encuentra posicionada en otro dimensión comprensiva superior, es una adelantada debido a las ideas y educación que le ha transmitido su padre, un hombre ilustrado, amante de la cultura y el amor al conocimiento, a los que identifica con el progreso de la humanidad.
“Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta. Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos, las razones de los hechos históricos.”
Gabriela vive con intensidad su labor antes del advenimiento de la II República; también lo vive con dolor pues lo que encuentra en su camino pedagógico es peor de lo que imaginaba: montañas perdidas, seres perdidos y niños y niñas aún más perdidos, sin esperanza. Ella no pretende salvarlos, eso solo lo pueden hacer las protagonistas, pero puede abrir una ventana que deje pasar la luz de la ilustración para que se vislumbren, aunque sea de manera muy lejana, otros mundos posibles. Enseñarles a leer y a escribir ya es todo un prodigio.

La novela transcurre en el mundo rural pero tiene también su parte exótica en Guinea Ecuatorial, en una época en que era colonia española. En ella no solo describe el paisaje, el clima, sino también el racismo, los prejuicios y un incipiente amor interracial que no llega a tomar forma y que flota por encima de los recuerdos, anunciando lo que pudo ser y no fue.

Su matrimonio con Ezequiel forma parte de un juego de luces y sombras que Gabriela decide asumir, por edad, por convencionalismo y porque prefiere afrontar los retos de su vida con un compañero de viaje. Desde luego, no le es fácil tomar esta decisión; muy pronto se da cuenta que difícilmente es compatible su desarrollo personal con el rol de ser madre.

Lo que viene después es el compromiso, de Ezequiel más que de ella, con las luchas mineras, con la Revolución asturiana de 1934 y con la II República a pesar de los pesares. Ella quiere cambiar el mundo a través de la cultura y la educación, Ezequiel con la agitación, la propaganda y con las armas en la mano cuando llega el momento.
“Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero de todo, condiciones de vida dignas, alimentos, higiene, sanidad.”


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