3 jun 2022

Dos mil ocho


Lo que voy a contar ocurrió hace tiempo, en el año 2008. Han transcurrido catorce años desde entonces. Sin embargo, parece que sucedió ayer, esta mañana, aunque esta afirmación sea el clásico tópico al uso. Mi memoria se ha abierto a su capricho, como suele hacer, y me ha transportado a aquellos días. Qué poco intuíamos lo que nos vendría más tarde, doce años después. Entonces respirábamos un inquietante aire de seguridad que para la mayoría se fundamentaba en la posibilidad de consumir sin cuento, y en unos datos de empleo elevados. Sin embargo, de pronto, un banco en los EEUU estornudó y el castillo de naipes que es España se vino abajo. La bonanza se transformó en desasosiego, en impagos y desahucios.

Algunas personas con diversidad psicológica se preguntaban si aquel presente formaba parte de su percepción distorsionada o es que habían penetrado en un delirio que estaba dentro de otro delirio. Qué acertados estaban. Porque analizar la sociedad en la que vivimos produce confusión, cuando atraviesa una de sus crisis esperadas sentimos zozobra, incertidumbre y angustia. Nada nuevo bajo el sol. Lo cierto es que en aquellas fechas muchas personas nos quedamos paralizadas, y observamos el desastre dominadas por una negación apática que de alguna manera nos permitía resistir el instante. ¿Qué generaba semejante aturdimiento? ¿Las drogas legales como el lorazepan, el risperdal, el litio, el lormetazepan o la paroxetina? O el mismísimo miedo. Sí, un desgarrador miedo a que el suelo desapareciera bajo nuestros pies y cayéramos en un vacío sin fondo.

Después de un breve tiempo la consternación desapareció, ocupando su puesto la ansiedad y el pavor que producía la lucha por subsistir un día más. Había que mantenerse en movimiento, pero, eso sí, sintiendo una profunda desorientación; olfateábamos las posibilidades de empleo, las de despido, el estado de la cuenta corriente, la fecha en que nos pasaban los recibos. Aquello era real, la realidad del sistema, por supuesto. Añorábamos el tiempo perdido, el dejado atrás, y sobre toda el estado de aturdimiento que ya he citado. En alguna ocasión llegué a mirar fotografías de mi infancia, y a desear regresar a ese tiempo, antes del colegio, sin contacto con la vida adulta, ajeno a los males del mundo. No me importaban los atentados masivos de terroristas invisibles, ni los asesinos de masas en escuelas indefensas, esas noticias pertenecían a otros universos; mi dimensión particular me absorbía con una exclusividad central. Ni siquiera me permitía el lujo de una evasión calculada: sexo, drogas, alcohol… Era difícil afrontar el desaliento, la depresión, la tensión constante, la falta de perspectiva en un futuro mejor. Los mismos que habían provocado el desbarajuste económico y social seguían gestionando nuestras vidas. ¡Qué desgracia! Somos personas continuamente maltratadas por nuestro estilo de vida, ¿todavía podemos esperar algo bueno de él?

Una respuesta surgía de algún punto recóndito de mi cerebro, me decía que había que cubrir los gastos; ese era el objetivo prioritario. Tenía una opción que no barajé, dejar de pagarlas y regresar al punto de partida: la nada material. Es sencillo mencionarlo, bastante complicado hacerlo, salvo que no te quede otro remedio.

Mi vida corría paralela a otras vidas que se entrecruzaban, temerosas, indefensas ante el colapso del modelo social. Unas se quejaban sin cuento, como si un castigo divino hubiera caído sobre nuestras cabezas, sin dejar un resquicio para la duda, para la reflexión; cualquier análisis racional era enterrado sin haberle dado la menor oportunidad de desarrollo. Otras nos evadíamos con sesudos cuestionamientos políticos, o nos perdíamos en hondas expresiones literarias que nos permitían escapar al dolor emocional que nos estrangulaba. Ni siquiera nos mirábamos a los ojos, unas personas a otras, para no descubrir un sufrimiento que también era el nuestro. En última instancia, nos quedaba el vagabundeo por la ciudad, poseídas por un extraño magnetismo que no estaba dirigido a meta alguna. Solo se trataba de andar, de agotarse. ¿Qué veía, qué veíamos? Una ciudad en llamas, rostros macilentos, taciturnos, suciedad, edificios sin acabar, negocios cerrados, precariedad, paro, abandono. El monstruo neoliberal dominaba las calles, estaba en el aire, en el sol que nos iluminaba. Un día un vecino me comentó que había tenido un ataque de pánico. Su médica de familia le había recetado trankimazín, pero el pánico persistía, solo se encontraba bien en tanto estaba durmiendo. El mundo, a nuestro alrededor, estaba enfermo de pobreza, el país se hundía más si cabe sometido a una austeridad impuesta por los caciques de la Unión Europea; la lucha de clases la estaban ganando las bolsas, los bancos centrales, el Fondo Monetario Internacional. La mayoría éramos su víctima, consentidora y sumisa.

En aquel tiempo no impresionaban los curriculum vitae, por muy brillantes que estos fueran. La moneda de cambio que antes nos había servido para sostenernos e incluso para avanzar, había perdido todo su valor. Si a diario es imprescindible encontrar un sentido a la existencia, en 2008 ese sentido estaba directamente dirigido hacia la supervivencia. El caos y la arbitrariedad provocaban encuentros y desencuentros entre las instituciones, entre la ciudadanía. Como sonámbulos, explorábamos la ruinas del mundo en busca de restos a los que aferrarnos, sobre los que construir una esperanza. Nuestros ojos se empeñaban en encontrar respuestas a lo que estaba sucediendo en las calles sombrías; al mismo tiempo, querían memorizar las sensaciones que producía el sentirnos juguetes rotos. ¿Algunas personas nos percibíamos fuera de aquel universo cenagoso? Pero, ¿hacia dónde dirigir los pasos?

Parecía que vivíamos en un escenario trascendente. Esa sensación duraba poco. Luego regresábamos a la atmósfera muerta y pútrida, en la que los sucesos del día importaban poco. Nuestra voluntad funcionaba de un modo mecánico, articulado por la costumbre, por la educación. Un amigo me dijo que solo se trataba de seguir respirando un poco más. Supongo que esperaba un milagro, los seres humanos somos dados a ello; nos cuesta asumir que lo que sucede en el mundo es por causa nuestra o de algunos de nuestros semejantes.

Vivíamos en el misterio, dominados por la interrogación de por qué no hacíamos algo por reventar las buenas maneras y asaltar el palacio de invierno. Parecía una obsesión pero había quien tenía fantasías violentas, mal dirigidas, es decir, con objetivos arbitrarios, sin centrarse en los principales causantes de la catástrofe.

Después de aquella crisis, a la que sobreviví, ha habido otras: pandemia, más desbarajuste económico, guerra en Europa; y las que todavía parece nos quedan por sufrir. Aquí seguimos, atragantados por el presente, abrumados por el pasado castrante que todavía no hemos superado, expectantes ante un hipotético nuevo desastre.

De lo escrito se puede deducir que este periodo histórico que vivimos no es muy halagüeño, siendo realistas; podemos pensar que peor está la población ucraniana, o la saharaui, la kurda, la siria, la palestina, la magrebí, la subsahariana o la afroamericana, por citar algunas, así podemos consolarnos; sin embargo, las violencias de todo tipo que hemos vivido, que viven todas estas personas, nos indican que los amos del mundo siguen un patrón descarnado que solo provoca miseria, hambre, guerras y calamidades. Es imposible ser optimista, o estar esperanzado con el futuro a corto y medio plazo, si esa gente sigue controlando los mandos de la demente locomotora en la que viajamos. Visto desde el día de hoy, mayo de 2022, el año 2008 solo ha sido un episodio menor. 

Si pudiera elegir donde refugiarme, elegiría regresar a mis cinco primeros años de vida, que no recuerdo salvo por los datos que me ha proporcionado mi madre. Entonces era un niño y mi mundo estaba hecho de escenarios interesantes, de juegos que me motivaban, de naves espaciales con las que recorrer el universo, de bondad, de solidaridad, de amor. Luego crecí y me contagié de la maldición de los adultos, sin que tuviera la opción de volver atrás, de renunciar a esa estado terrible que se llama hacerse mayor. No retroceder en el tiempo, el pasado no existe, tampoco un refugio seguro al que escapar; solo nos queda el horizonte por construir.