Por Ángel E. Lejarriaga
A los hechos me remito si afirmo que la Navidad nos transmite, en todo su esplendor, el espíritu de la fraternidad, la concordia y el amor universal. Eso sí, en las sociedades opulentas, la nuestra, regado ese espíritu con abundantes vinos, cavas, licores y mesas suculentas. ¡Ay! Qué sería de estas fiestas del solsticio de invierno sin ese estallido de viandas esparcidas en mesas, cada año más grandes, abundantes en grasas, de mariscos, a cual más caro y exótico; de jamón procedente de todos los rincones del estado, y de aún más variopintos quesos. No me olvido de los productos enlatados, del pescado, de los patés, los encurtidos, los frutos secos y demás platos exquisitos de la gastronomía hispánica, y de más allá de nuestras fronteras.
No sé, exactamente, qué no hemos entendido del mensaje que nos ha transmitido la religión cristina, de aquella legendaria pareja de indigentes perseguidos, ella preñada, él más desesperado que un inmigrante en busca de casa; y del pollino y la vaca, o el buey, los cuatro famélicos, según se dice; al menos esa es la lectura que he hecho yo hasta ahora del evento bíblico.
Bien, pues si esta es una posible imagen, más o menos idílica, o catastrófica según se mire, caracterizada por la precariedad, la frugalidad y el ayuno, nosotras, en nuestros días, la hemos transformado, en compensación, en todo lo contrario. Si nos apetece nos comemos con gusto al buey y al pollino, cebamos al niño recién nacido con chocolates varios, hasta convertirlo en un armario de tres cuerpos, para que quede claro que se está criando hermoso; y a los otros afamados protagonistas los invitamos a unirse a la bacanal gástrica.
Las fiestas de finales de diciembre se caracterizan por un atracón continuo, que se lleva hasta sus últimas consecuencias, tragamos sin cuento, hasta la extenuación. A ese edificante acto lo denominamos, eufemísticamente, comer, engullir, embutir, absorber, mangiare, manger, eat, unas veces masticando y otras no, no vaya a ser que alguien nos quite el bocado de turno.
En cuanto llegan las nueve de la noche de estos días señalados, notamos una inquietud creciente antes las bandejas rebosantes de manjares que se dispersan a nuestro alrededor. Las personas presentes los observamos con regocijo, y a la vez con alarma, nos miramos unas a otras, tratamos de adivinar cuál será el preferido de cada una, por si acaso nuestro favorito pueda estar en riesgo de extinción antes de empezar la liza; es decir, la bacanal del colesterol.
Cómo me gustan estas fiestas, tan espirituales y solidarias; lo cierto, es que cuando alcanzamos el estupor propio de la embriaguez, nos situamos en una posición elevada que nos hace percibirnos mejores, la estupidización nos engrandece; la salutación que hemos realizado a nuestra avidez nos hace crecer hasta niveles nunca ante soñados. Hay que reconocer que en ocasiones tenemos que meternos los dedos en la garganta, o el mango de una cuchara si es necesario, para vaciar el estómago y poder volver a llenarlo, en una secuencia ininterrumpida de hartazgos. Qué regocijo sentimos ante el hecho mismo de atiborrarnos como si en ello nos fuera la vida.
Después del éxtasis devorador viene la placidez del trabajo bien hecho, nos abrazamos unas a otras, nos besamos y brindamos por la hermandad entre los hombres y mujeres de buena voluntad; si es noche vieja, lo hacemos por el año nuevo. En ambos casos, nos conjuramos para que trescientos sesenta y cinco días después podamos volver a repetir el exabrupto con la salud suficiente para soportarlo sin reventar. Es lo que tiene cumplir con las fechas señaladas y el fervor religioso.
No sé, exactamente, qué no hemos entendido del mensaje que nos ha transmitido la religión cristina, de aquella legendaria pareja de indigentes perseguidos, ella preñada, él más desesperado que un inmigrante en busca de casa; y del pollino y la vaca, o el buey, los cuatro famélicos, según se dice; al menos esa es la lectura que he hecho yo hasta ahora del evento bíblico.
Bien, pues si esta es una posible imagen, más o menos idílica, o catastrófica según se mire, caracterizada por la precariedad, la frugalidad y el ayuno, nosotras, en nuestros días, la hemos transformado, en compensación, en todo lo contrario. Si nos apetece nos comemos con gusto al buey y al pollino, cebamos al niño recién nacido con chocolates varios, hasta convertirlo en un armario de tres cuerpos, para que quede claro que se está criando hermoso; y a los otros afamados protagonistas los invitamos a unirse a la bacanal gástrica.
Las fiestas de finales de diciembre se caracterizan por un atracón continuo, que se lleva hasta sus últimas consecuencias, tragamos sin cuento, hasta la extenuación. A ese edificante acto lo denominamos, eufemísticamente, comer, engullir, embutir, absorber, mangiare, manger, eat, unas veces masticando y otras no, no vaya a ser que alguien nos quite el bocado de turno.
En cuanto llegan las nueve de la noche de estos días señalados, notamos una inquietud creciente antes las bandejas rebosantes de manjares que se dispersan a nuestro alrededor. Las personas presentes los observamos con regocijo, y a la vez con alarma, nos miramos unas a otras, tratamos de adivinar cuál será el preferido de cada una, por si acaso nuestro favorito pueda estar en riesgo de extinción antes de empezar la liza; es decir, la bacanal del colesterol.
Cómo me gustan estas fiestas, tan espirituales y solidarias; lo cierto, es que cuando alcanzamos el estupor propio de la embriaguez, nos situamos en una posición elevada que nos hace percibirnos mejores, la estupidización nos engrandece; la salutación que hemos realizado a nuestra avidez nos hace crecer hasta niveles nunca ante soñados. Hay que reconocer que en ocasiones tenemos que meternos los dedos en la garganta, o el mango de una cuchara si es necesario, para vaciar el estómago y poder volver a llenarlo, en una secuencia ininterrumpida de hartazgos. Qué regocijo sentimos ante el hecho mismo de atiborrarnos como si en ello nos fuera la vida.
Después del éxtasis devorador viene la placidez del trabajo bien hecho, nos abrazamos unas a otras, nos besamos y brindamos por la hermandad entre los hombres y mujeres de buena voluntad; si es noche vieja, lo hacemos por el año nuevo. En ambos casos, nos conjuramos para que trescientos sesenta y cinco días después podamos volver a repetir el exabrupto con la salud suficiente para soportarlo sin reventar. Es lo que tiene cumplir con las fechas señaladas y el fervor religioso.
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