11 mar 2011

Resistencia

Por Ángel E. Lejarriaga


S
tephane Hessel ha saltado a la fama en nuestro país gracias a un librito, Indígnate, que se ha difundido entre millones de lectores, hambrientos de ideas nuevas. En realidad el manuscrito no aporta argumentos que desconozcamos, yo diría que es políticamente correcto. Critica algunos aspectos e injusticias del modelo social pero no lo cuestiona en sí mismo como fuente de dominación.
Dos hechos destacan del fenómeno divulgativo que ha provocado su aparición. El primero indica que estamos en la recta de salida, preparados para movilizarnos —eso deseo creer—;  el segundo es proporcionarnos una oportunidad para reflexionar sobre lo que está ocurriendo en estos años, que sin lugar a dudas lleva sucediendo desde el momento en que el primer ser humano dijo «¡Esto es mío!»

La idea que subyace en Indígnate me gusta: «La resistencia». Durante el saqueo nazi de Europa fueron muchos los ciudadanos que desde la clandestinidad lucharon contra el invasor, contribuyendo con su esfuerzo y sacrificio a su derrota. Hessel fue uno de ellos. Podemos hacer un cierto paralelismo, salvando las peculiaridades de la ideología nazi, con el momento que vivimos: pérdida de derechos y libertades, estado policial, preponderancia del militarismo —camuflado bajo el eufemismo de humanitario—, persecución de la libertad de expresión si esta no comulga con la ideología del poder y discriminación y persecución de sectores de población (inmigrantes, gitanos, mujeres y pobres, por ejemplo), entre otras cosas.

Estamos llegando lejos en nuestro devenir histórico, atravesando una etapa de barbarie cuya salida no está clara y menos dada la pasividad de la ciudadanía y su escasa capacidad de auto organización.
La depredación y desprecio hacia la mayoría de la población por parte de los estamentos financieros parece no tener límites; los gobiernos se pliegan a sus demandas. Nunca hasta ahora había quedado tan claramente expresado quién está gobernando verdaderamente el mundo. Los presuntos estados democráticos —tan ensalzados por la demagogia de los profesionales de la política— están sometidos a una soberanía económica implacable. Mientras los ciudadanos de a pie pierden calidad de vida los ricos son más ricos.

Todos somos, de alguna manera, responsables de esta situación por haber delegado nuestra voluntad en sujetos que sirven a los intereses de los poderosos. Si en los años cuarenta había que resistir a la ocupación alemana, hoy en día tenemos la obligación de resistir a la ocupación de nuestras mentes por ideologías que pretenden convencernos de lo justo de nuestra condición de «nuevos esclavos». Los gobiernos y los medios de comunicación construyen mentiras sobre mentiras para asentarse en sus privilegiados puestos como defensores del «orden mundial», aunque este signifique el desastre para la «mayoría».

Después de tantos años de cultura occidental todavía no hemos aprendido la gran lección que proporciona la Historia: no debemos someternos a ningún tipo de poder, ni humano ni divino.
En este contexto, es imprescindible no solo indignarse, sino también ejercer «resistencia». Volvemos al principio. Quizá la «resistencia» no debiera cogerse y dejarse como un traje que uno se pone y se quita, a conveniencia, sino que debiera ser una actitud ante la vida: resistencia ante toda injusticia, venga de donde venga. Bakunin decía que él no podría ser nunca plenamente feliz mientras existiera un solo ser humano oprimido en el mundo.

Tenemos que oponernos a la amenaza despótica que dirige nuestro planeta; es necesario que dejemos de mendigar derechos, debemos exigirlos y conquistarlos.

La voluntad es poder, nuestra resistencia es poder; la unión de nuestras voluntades y nuestras resistencias individuales es invencible.


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