16 dic 2015

Germinal

Por Ángel E. Lejarriaga


A lo largo de su vida literaria Émile Zola escribió 38 obras, entre ellas veinte novelas encuadradas dentro de una colección que denominó Les Rougon-Maquart. La publicada en 1885 sería la más famosa, Germinal. Aunque la novela es ficción, está documentada en una huelga que se produjo en los años sesenta del siglo XIX en Francia.

Antes de comentar la novela me gustaría dar algunas pinceladas biográficas sobre el autor, un gran personaje no solo en Francia sino en toda Europa. Se dice que cuando Zola murió en 1902 en su entierro una multitud gritaba una y otra vez: «¡Germinal!» «¡Germinal!» Como trataré de reseñar, esa muestra de entusiasmo emotivo fue mucho más que una despedida póstuma al escritor comprometido con los desposeídos, fue un auténtico grito revolucionario que todavía pervive en aquellas personas que sueñan con el progreso de la humanidad y por tanto con la transformación de la sociedad.

Émile Zola (1840) era parisino, hijo de padre italiano y madre francesa. A la muerte de su padre su familia pasó grandes penalidades que él nunca olvidaría. Durante su estancia en el colegio tuvo como compañero al futuro pintor Paul Cézanne. Tras suspender el examen de bachiller decidió abandonar los estudios y colaborar, trabajando, en la paupérrima economía familiar. La fortuna le llevó a entrar a trabajar en 1862 en la librería Hachette en la que no solo tuvo la oportunidad de leer en abundancia sino que, además, comenzó a escribir artículos que se publicaban en diversos diarios. En 1868, cuando contaba 28 años de edad, concibió su más ambicioso proyecto literario, Les Rougon-Macquart, también conocido como Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. El proyecto lo desarrolló entre 1871 y 1893, y como ya se ha citado más arriba consta de 20 novelas. La inspiración para el desarrollo de esta monumental obra le vino de Honoré de Balzac y su Comedia humana. Balzac quiso agrupar la totalidad de su trabajo literario, ofreciendo una representación pormenorizada, casi sociológica, de la sociedad francesa entre 1815 y 1830. Ni que decir tiene que no llegó a satisfacer sus expectativas pues de 137 novelas que tenía planificado escribir, dejó inacabadas unas 50. De todas formas, no estuvo mal empleado su esfuerzo.

Bien, pues Zola quiso hacer algo parecido, haciendo un seguimiento de una familia francesa a través de cinco generaciones. Su estudio comenzaba con Adelaide Fouque (1768) hasta el fruto de la unión incestuosa entre Pascal Rougon y su sobrina Clotilde en 1874. Este marco folletinesco le sirvió para ponerle cara a la sociedad surgida durante el Segundo Imperio. El Segundo Imperio fue un periodo histórico en Francia situado entre 1852 y 1870. Fue proclamado por Luis Napoleón Bonaparte el 2 de diciembre de 1852, convirtiéndose de paso en dictador. Ya un año antes había disuelto la Asamblea Nacional. El 3 de septiembre de 1870 sería proclamada la Tercera República Francesa, poniendo fin, así, a las veleidades caprichosas y absolutistas de Napoleón III. Zola describió de una manera exhaustiva las características de esta sociedad, las grandes transformaciones que se estaban produciendo —en plena revolución industrial—, el desarrollo urbanístico de París, la extensión del ferrocarril y la lucha de clases. Esta era la propuesta de Zola, compatibilizar la vida privada de los Rougon-Macquart con la «modernización» del país. Cuando escribió la introducción a la primera novela de la colección, La Fortune des Rougon (1871) hizo una definición muy clara de lo que quería contar: «Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres humanos, se comporta en una sociedad, para engendrar diez o veinte individuos que parecen, a primera vista, muy distintos, pero que el análisis muestra ligados los unos a los otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad». A esta forma de escribir o de describir la realidad se la denominó «naturalismo» cuyos representantes máximos fueron el propio Zola, Edmond y Jules Goncourt y Maunpassant. Este estilo literario que tiene mucho que ver con el «realismo», buscaba reproducir la realidad tal y como era, es decir, evidenciarla hasta el más mínimo detalle.

Aunque este grupo de novelas está muy documentado, el autor siempre dijo que eran fruto de su imaginación. Esa imaginación le llevó a ser muy explícito en sus descripciones, hasta tal punto que en la época en que aparecieron algunas de ellas fueron consideradas del mal gusto porque no se encontraban dentro de lo que era considerado por el gran público como «políticamente correcto»; a pesar de ello, fueron muy populares y tuvieron bastante éxito, sobre todo la que da nombre a este artículo, Germinal.

Esta dureza narrativa tan próxima a lo que estaba viviendo en el día a día de Francia le llevó, según las lenguas de doble filo, a la ruptura con Cézanne. Se ha escrito que este se sintió reflejado en L’oeuvre, publicada en 1886, que presentaba al protagonista, Claude Lantier, como un pintor fracasado. Según parece Zola sí tomó algunos aspectos de la personalidad de Cézanne pero el resto de detalles de la novela, la dramatización, la historia en sí, nada tenían que ver con el conocido pintor. El caso es que a pesar de ser un firme defensor de las vanguardias pictóricas de su tiempo, Cézanne no lo interpretó así, y su vieja amistad se fue al garete sin mayores consideraciones. No solo esta obra sentó polémica, como ya he dicho; era difícil que, describiendo la sociedad de su tiempo tan descarnadamente, sus textos no afectaran a alguien, directa o indirectamente.

Un detalle que considero imprescindible destacar de la biografía de Émile Zola fue su implicación en el Caso Dreyfus. Los hechos se sitúan en 1894 cuando el capitán del Ejército Francés Alfred Dreyfus, de origen judío, fue acusado de espionaje. Tras un juicio sumarísimo a manos de un tribunal militar fue condenado sin paliativos por alta traición a cadena perpetua en la Colonia penal de la Isla del Diablo en la Guayana francesa. (Esta isla era utilizada por las autoridades francesas como lugar de internamiento de presos que eran tratados sin ningún tipo de derechos y con la máxima crueldad. Pocos sobrevivían al penal.) Durante la celebración del juicio, Dreyfus no solo fue condenado por los militares que le juzgaron sino también por la clase política y la opinión pública.

 A partir del momento de la sentencia se produjo una corriente de contestación a la misma auspiciada por Mathieu Dreyfus, hermano de Alfred, dirigida a probar la inocencia de este último. El periodista Bernard Lazare apoyó en todo momento a la familia, publicando las novedades que iban surgiendo sobre el caso. Un punto álgido de la investigación se logró cuando el coronel Georges Picquart, jefe del contraespionaje francés, constató con pruebas fehacientes que el auténtico topo dentro del ejército había sido el comandante Ferdinand Walsin Exterhazy. A pesar de que las evidencias eran contundentes, el Estado Mayor se negó a aceptarlas y destinó al coronel Picquart fuera de Francia, en concreto al norte de África. Esto ocurría en 1896. Un año después las gestiones de la familia con diversos políticos —como el presidente del Senado, Auguste Scheurer-Kestner, o el ex diputado Georges Clemenceau—, generaron un estado de opinión favorable hacia Alfred Dreyfus que facilitó que fuera puesta en manos de los tribunales, por parte de Mathieu Dreyfus, la denuncia contra el comandante Exterhazy por alta traición. Es durante el proceso a Exterhazy, que resultó absuelto, cuando entra en acción Émile Zola con su carta memorable ¡J’ Accuse!, en la que hace una defensa enfervorecida de la inocencia de Alfred Dreyfus. Este alegato influyó en la opinión pública e hizo cambiar de opinión a muchos intelectuales de la época. Para lograr que el texto viera la luz, Zola tuvo que acudir a un diario matutino de reciente creación (octubre de 1897), muy modesto, llamado L’ Aurore, que estaba compuesto por una sola página. El 13 de enero de 1898, el director, Ernest Vaughan, muy influenciado por Pierre Joseph Proudhon y vinculado a la Primera Internacional, se atrevió a publicarlo en la edición nº 87.
Yo acuso
Carta al Presidente de la República Francesa.
Émile Zola
París, 13 de enero de 1898

Carta a M. Félix Faure
Presidente de la República Francesa

Señor: Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, está amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?
Habéis salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones. Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre vuestro nombre —iba a decir sobre vuestro reino— puede imprimir este abominable proceso Dreyfus! Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se cometió al amparo de vuestra presidencia.
Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tribunal con toda claridad.
Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido.
Por eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables sino al primer magistrado del país? […]

Para no extenderme más con el tema, diré que el Caso Dreyfus fue reabierto en 1898 por el Tribunal Supremo, que anuló la sentencia y ordenó la realización de un nuevo Consejo de Guerra. En contra de lo que se esperaba, Dreyfus fue condenado de nuevo, esta vez a diez años de trabajos forzados. Finalmente, diez días después, el presidente de la república Émile Loubet le concedió el indulto. En un principio, Alfred Dreyfus estuvo a punto de rechazarlo pero debido a su precario estado de salud lo aceptó. Por cierto, se me olvidaba, L’Aurore vendió trescientos mil ejemplares de la edición en la que apareció el alegato de Zola. A pesar del éxito obtenido, Zola no salió indemne de su escrito y el gobierno le acusó de difamación, por lo que fue condenado a un año de cárcel y a pagar una multa de 7.500 francos. Como no tenía dinero para hacer frente a los gastos tuvo que recurrir a su amigo Octave Mirbeau que se hizo cargo de los mismos. Para evitar la cárcel se exilió en Londres de donde volvió un año después. Aunque era muy popular y gozaba de grandes apoyos su situación económica casi siempre fue lamentable (debido al Caso Dreyfus le fueron embargados sus bienes). Ni que decir tiene que él nunca se arrepintió de lo que había hecho, y siguió con su labor literaria hasta el final de sus días, viviendo como buenamente pudo.


Su muerte, acaecida el 29 de septiembre de 1902 en su propia casa, no estuvo exenta de polémica. La versión oficial dijo que murió asfixiado pero existen otras hipótesis que dicen que fue asesinado (la chimenea de su estufa apareció tapada misteriosamente).

Después de esta larga y necesaria introducción, paso a repasar su genial obra Germinal. El nombre de la novela en sí ya está cargado de significado simbólico. Germen es de origen latino y significa «semilla». La idea base del título es la esperanza en un mundo nuevo, en la germinación de las nuevas ideas que circulaban de una manera tímida entre los trabajadores, y que deberían estallar en su momento en una nueva primavera, liberando con ello a los desheredados del mundo.

Como todas las novelas escritas dentro del conjunto Les Rougon-Maquart, esta se desarrolla en Francia, en un pueblecito cuyo epicentro es una mina de carbón que proporciona a los habitantes un sustento traicionero, como se verá, porque les mata lentamente; mal alimentados, viviendo en condiciones infrahumanas, esclavizados por un trabajo terrible y criminal en el que cada mañana se despiden de sus seres queridos quizás para no volver nunca más. Estas condiciones miserables de existencia les lleva a declararse en huelga para conseguir algunas concesiones que hagan más fáciles sus vidas. Si no trabajan se mueren de hambre y si trabajan también.

Los protagonistas son la familia Maheu y Etienne, un recién llegado a la mina, seguidor acérrimo de la Primera Internacional que en ese momento era la única herramienta de combate que tenían los proletarios del mundo para combatir la injustica. A modo de recordatorio diré que la Primera Internacional fue fundada en Londres en 1864, y agrupaba a sindicalistas ingleses, anarquistas y socialistas franceses e italianos republicanos. Sus fines eran crear un frente común contra el Capitalismo en toda Europa; es decir, organizar a las masas obreras en una fuerza común y con un objetivo común: la emancipación de la explotación capitalista. Colaboraron en su fundación Karl Marx, Friedrich Engels y Mijaíl Bakunin.

La novela hace un recorrido descriptivo sobre las formas de vida de todos los actores de la sociedad en la que se desarrolla. Por un lado expresa muy bien cómo vivían los trabajadores, cómo comían, cómo se hacinaban en mínimos e insanos espacios, cómo se reproducían, las condiciones laborales en el interior de la mina, su ocio; por otro, también se cuenta cómo vivían los burgueses en sus magníficas casas, acumulando grasa, insensibles a la pobreza que padecían aquellas personas que le proporcionaban su riqueza. Luego, cuando comienza la huelga, Zola explica de manera casi fotográfica las tensiones internas entre los protagonistas, la entrada en escena de los esquiroles, la resistencia a muerte de los huelguistas y la intervención del ejército para romper la lucha. Todos estos escenarios quedan expuestos de un modo casi obsceno, como si el autor nos estuviera diciendo: «Si te atreves ven y mira».

Así vivía la familia Maheu:
«La vela iluminaba ahora la habitación rectangular, ocupada por tres camas, con dos ventanas. Había un armario, una mesa y dos sillas de viejo nogal, cuyo tono renegrido manchaba con dureza las paredes, pintadas de amarillo claro. Y nada más, unos harapos colgados de clavos, un cántaro colocado sobre las baldosas, cerca de un barreño rojo que servía de palangana. En la cama de la izquierda, Zacharie, el mayor, un muchacho de veintiún años, dormía junto a su hermano Jeanlin, que había cumplido los once; en la de la derecha, dos críos, Leonore y Henri, la primera de seis años, el segundo de cuatro, dormían uno en brazos de la otra; mientras que Catherine compartía el tercer lecho con su hermana Alzire, tan enclenque para sus nueve años que no la habría sentido a su lado de no ser por la joroba de la pequeña invalida que se le clavaba en el costado. La puerta vidriera estaba abierta, se veía el corredor del descansillo, aquella especie de pasillo donde el padre y la madre ocupaban una cuarta cama, junto a la que habían tenido que instalar la cuna de la última recién nacida, Estelle, de tres meses apenas.»
La Maheude, la madre, con 39 años, tras una vida de privaciones y siete hijos paridos, gestionaba un pozo hediondo en el que el concepto de existencia había adquirido otro significado, el derivado de la desdicha en todo su esplendor. Una existencia en la que mientras los propietarios acumulaban riqueza y especulaban con ella, la clase obrera se moría de hambre a pesar de trabajar con denuedo con la extraña convicción de estar haciendo lo correcto.
«Maheu era quien más sufría. Arriba, la temperatura alcanzaba hasta los treinta y cinco grados, ni circulaba el aire y a la larga el ahogo resultaba mortal. Para ver con claridad había tenido que fijar la lámpara en un clavo, junto a su cabeza; y esa lámpara que calentaba su cráneo terminaba quemándole la sangre. Pero su suplicio se agravaba más todavía con la humedad. Por encima de él, a unos centímetros de su cara, la roca rezumaba agua, gruesas gotas continuas y rápidas que caían con una especie de ritmo obcecado, siempre en el mismo lugar. Daba lo mismo que torciera el cuello o volviera la nuca: le golpeaban entonces la cara, estallaban y reventaban sin tregua. Al cabo de un cuarto de hora, estaba completamente mojado, cubierto por su propio sudor, soltando el humo de un caliente vaho de lejía. Aquella mañana una gota que se había empeñado en caer sobre su ojo le hacía soltar juramentos. No quería abandonar su zona de corte, propinaba grandes golpes que le sacudían violentamente entre las hojas de un libro, bajo la amenaza de un total aplastamiento.»

«Los mineros trabajaban como auténticas bestias y en una clase de trabajo que en otros tiempos fue el castigo de los condenados a galeras; dejaban la piel más a menudo de lo que antes ocurría y todo eso para ni siquiera tener carne en la mesa para cenar.»
En ese contexto la reproducción ha dejado de tener sentido y sin embargo se repite inexorablemente, como una maldición.
«La cogió, atenazándola, y la derribó en el cobertizo. La muchacha cayó boca arriba, sobre los viejos cordajes, dejó de defenderse entonces, sufriendo al macho antes de tener edad, con esa sumisión hereditaria que desde la infancia tumbaba a las doncellas de su raza. Sus balbuceos se apagaron y ya no se oyó más que el ardiente respirar del hombre.»
Aunque las ideas transformadoras corrían de boca en boca no todos estaban de acuerdo en la táctica a seguir para llevarlas a buen puerto:
«—Tonterías —repitió Souvarine—. Vuestro Carlos Marx todavía insiste en querer que actúen las fuerzas naturales. Nada de política, nada de conspiración, ¿no es eso?; todo a plena luz del día, y únicamente para que suban los salarios… ¡Dejadme en paz con vuestra revolución! Incendiad las ciudades por sus cuatro costados, destrozad los pueblos, arrasadlo todo, y cuando ya no quede nada de este podrido mundo, quizás entonces sea posible crear un mundo mejor.»
La visión incendiaria de Souvarine, enfrentado a la corrección política de Étienne, tenía su sentido sobre todo si tenemos en cuenta que presumiblemente los trabajadores, hombres y mujeres, eran individuos libres, pero solo para morirse de hambre. Eso sí, votaban cada cierto tiempo a sujetos que vivían precisamente de su condición mísera. Étienne sugería cambiar las leyes mediante acuerdos amistosos. «Acariciaba la idea de una regeneración radical de los pueblos, pero sin que todo ello tuviese que costar un vidrio roto ni una sola gota de sangre». Souvarine renunciaba a ese diálogo infantil y hacía una llamada furiosa a quemarlo todo de una manera salvaje y despiadada.

Ese debate político, transformador, no se traducía en lo íntimo de las familias en un cambio de perspectiva en las relaciones dentro de la misma. Entre ellos se comportaban de la manera más primitiva, tanto en la procreación como en la conceptualización de los niños y niñas como meros productores que en la más tierna infancia pasaban a incorporarse a la infame maquinaria productiva de la mina. La esperanza flotaba sobre sus cabezas pero la podredumbre les corroía las entrañas y les ahogaba. ¿Cómo trascender a ese estado de degradación heredado que les determinaba?
LA MAHEUDE: «—Si todavía fuera cierto lo que los curas nos cuentan, si los pobres en este mundo fueran ricos en el otro… […] la cruda realidad es que estamos perdidos.»

«El cerrado horizonte parecía que iba a estallar; un rayo de luz se abría en la sombría vida de aquellas pobres gentes. El eterno volver a empezar de la miseria y el trabajo de bestias de carga; ese destino reservado al ganado que ofrece la lana y al que se degüella […]»
Hacia dónde podían dirigir sus vidas... Nacían esclavos, vivían como esclavos y morían como tales. Una luz brillaba en el horizonte, es cierto, pero ellos eran tan poca cosa comparados con las fuerzas a las que se enfrentaban. Les quedaba su unión, la fortaleza de su determinación, hasta el final, hasta la muerte si era preciso; no tenían nada que perder.
MAHEU: (La huelga.) «—Entonces, señor director —dijo para terminar—, tomamos la determinación de venir para decirle que, si tenemos que reventar preferimos que sea sin hacer nada, sin esfuerzo alguno por parte nuestra. Por lo menos nos ahorraremos el cansancio […] Hemos abandonado los fosos y solo volveremos a bajar cuando la Compañía acepte nuestras condiciones […]»
Las ideas fluían, inspiraban confianza, nutrían los estómagos momentáneamente, eso parecía, así era y no lo era.
«La libertad no podía alcanzarse más que con la destrucción del Estado. Luego empezarían las reformas. La vuelta a la primitiva comuna; sustitución de la familia moral y opresiva por una familia igualitaria y libre; igualdad absoluta, civil, política y económica […] Vacíos los cerebros por el hambre, veían rojo, soñaban con el incendio y la sangre en medio de una gloria de apoteosis, de donde surgía la dicha universal.»
Las palabras no bastaban. Los gritos de los huelguistas se repetían con un eco atronador: «¡Pan!, ¡pan!, ¡queremos pan!», enfrentados al destello asesino de las bayonetas de los soldados.
ÉTIENNE: «Seguía su camino pensando en aquellos soldados sacados del pueblo y a los que se armaba contra el pueblo mismo. ¡Qué fácil habría sido el triunfo si de repente el ejército se hubiera puesto al lado de la revolución! Y para ello bastaba con que el obrero, el campesino, estando en los cuarteles, se acordara de su origen!»
Silencio. Las voces airadas dieron paso al lamento inconsolable, al aplanamiento que produce la derrota; ya no había fuerzas ni para sacarse los ojos para no volver a ver el rostro derrotado, otrora pletórico de ilusiones. Qué hacer…
«[…] Ante el panorama de la eterna miseria, si la justicia no era posible, era mejor que el hombre desapareciera.»

«Si una nueva clase social tenía que ser devorada, ¿no sería el pueblo, vivo, nuevo aún, que se comería a la burguesía agotada por sus excesos?»
Silencio de nuevo. Las cabezas agachadas, las manos sucias y crispadas. Los rostros negros surcados por trazos hechos con lágrimas de impotencia. Los muertos no volverán a entrar a la mina. Los vivos los olvidarán pronto y su memoria también se extinguirá cuando los acompañen en el inmenso osario que aplastan sus pies. Sin embargo, no todo se había perdido porque las ideas no mueren y sus semillas se alimentan de los nutrientes que nuestra sangre contiene hasta un nuevo resurgimiento, inevitable: ¡Germinal!


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