Por Ángel E. Lejarriaga
Barbara Balzerani nunca se «arrepintió», algo muy común entres sus compañeros y compañeras de lucha. Pero sí que hizo un análisis muy crítico con respecto a la guerra contra el Estado que había vivido dentro de las Brigadas Rojas. Tras veinte años de estancia en la cárcel se le concedió la libertad condicional.
Su obra no es muy extensa pero sí intensa. Su primer trabajo se publicó en 1998, Compañera Luna (reeditado en 2013), novela a la que siguió Dejé entrar el mar en 2003; después llegaría ¿Por qué yo, por qué no usted?, en 2009; y, finalmente, Crónica de una espera en 2011.
La edición que tenemos entre manos la ha realizado la Editorial Txalaparta, lo cual es todo un riesgo dado lo intrincado del tema que toca y las connotaciones poco flexibles que tiene nuestro país a la hora de analizar la historia y a sus protagonistas, sobre todo si se trata del bando derrotado.
Mientras la autora cumplía su larga condena en prisión descubrió una imperiosa urgencia por tratar de desentrañar los muchos años, que ella y muchas otras personas militantes de la extrema izquierda italiana, había sacrificado en base a unas ideas y a un proyecto revolucionario vencido, incomprendido y considerado una mancha negra dentro de la modernidad de Italia. Balzerani quiso hacer otra narración sobre lo que ellos y ellas vivieron, acertados o equivocados, pero convencidos de que su lucha era justa; aunque esa misma lucha supusiera en sus vidas oscuridad, ostracismo, encarcelamiento o muerte. Ella no ha intentado en ningún momento justificarse ni justificar a nadie. Los militantes de las Brigadas Rojas eran adultos que tomaron una decisión con todas sus consecuencias, pagando por esa decisión. Los tiempos que vivieron eran otros tiempos, una época en la que Ernesto «Che» Guevara todavía proyectaba su sombra sobre muchos valerosos corazones jóvenes que creían que la revolución estaba a la vuelta de la esquina.
La novela —autobiográfica— viaja en el tiempo, hacia delante y hacia atrás, evade a la que escribe de las paredes de su celda, por una constelación de recuerdos que desdibujan el sombrío presente, dando paso a sentimientos, análisis críticos, miedos, pérdidas y a fantasmas, sobre todo a fantasmas, de vivos y de muertos, espectros que impresionan la retina de la escritora y quizá la impiden dormir, una veces debido a la angustia que le producen, otras, por simple curiosidad. Balzerani, lo mismo que las sombras que pueblan las imágenes que trasluce, está viva y está muerta, o suspendida en una muerte lenta que la aletarga lo suficiente como para que su sistema perceptivo se transforme en una especie de reloj de arena cadencioso y siniestro que desgrana escenas pasadas sin descanso.
La pantalla que es su conciencia lúcida, refleja los rostros de sus padres, de las personas que conoció en la lucha (amigos y enemigos), sus disquisiciones políticas y sus críticas a los «arrepentidos» que se dedicaron a delatar a miembros de la organización, para que les redujeran la condena o incluso para salir limpios del cenagal en que se convirtió la guerra en la que combatieron. Luego llegó la huida hacia ninguna parte, porque no había hacia dónde correr, en los estertores de un cuerpo guerrillero que moría de inanición política y de abandono. En esa pantalla imaginaria también aparecen las víctimas, una izquierda que no era izquierda, políticos corruptos y mafiosos, y una sociedad que caminaba hacia el fascismo. Sus ojos tratan de mirar muy lejos, hacia un edén transformador que no llega, para retornar a un presente helado, a un sosiego que no se construye con paz interior sino con una larga fatiga.
Al final, le queda el aire que aún no ha respirado, las noches que todavía puede gozar y una infinidad de calles que recorrer con paso quedo, sin esperanza de cambio revolucionario y con un regusto amargo en la boca; sin embargo, también, con el deleite derivado del instante reconfortante en el que se siente muy viva.
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