Por Ángel E. Lejarriaga
A nuestra llegada a la ciudad, el sol abrasaba con un aire espeso y caliente, difícil de respirar. Una leve sensación de asfixia nos confirmaba que agosto y una nueva ola de calor imperaban a su antojo. Nuestros pasos se ralentizaron mientras los abanicos enloquecían. Eran las dos de la tarde y Granada escuchaba una voz sin cuerpo que llamaba a recogerse, del mismo modo que en otros tiempos la voz del muecín llamó a los fieles a la oración. Después de callejear un buen rato, persiguiendo la sombra, atravesamos la plaza de la Trinidad, un auténtico oasis en medio del desierto de piedra que nos rodeaba, y desembocamos en la calle Tablas, en el número cuatro se situaba un viejo hotel que daba también a la calle Angulo número uno: el hotel Reina Cristina.
Un cartel nos anunció junto a su entrada: «El Rincón de Lorca. La cocina natural y creativa.» El título del local nos llamó la atención pero no demasiado, a fin de cuentas estábamos en la ciudad sagrada del poeta cuyo nombre figuraba en él. No reparamos en mucho más, buscábamos con avidez el presumible frescor de sus estancias. La entrada era estrecha; era un portal típico de casa de otro siglo, que daba paso a un patio interior cubierto, imponente. Desde él se podían ver las dependencias de los pisos superiores. La luz entraba a raudales desde el techo acristalado. El ambiente era fresco y acogedor, con un cierto embrujo. Nuestra sorpresa era grande ante la belleza del lugar, los muebles antiguos, la fuente con agua, los cuadros de otra época, nos paralizaron durante un instante, la temperatura hizo el resto. Una fotografía de Federico García Lorca recortada en cartón a tamaño natural, nos miraba inquietante junto a una vitrina que contenía libros, fotografías y postales sobre él. Es innegable que el escenario nos atrapó como la miel a las moscas.
Tras presentarnos a una simpática recepcionista, conseguimos acceso a nuestra habitación situada en la segunda planta. Ahí se inició otro periplo singular por una escalera coronada de cuadros, cerámicas y estatuas propias de un palacete, desde luego nada sobrio. Todo estaba bien conservado, recordaba el esplendor de un pasado del que pretendía ser un buen reflejo. A través de unos ventanales que daban al pasillo que circundaba el interior del hotel podíamos ver el patio, la fuente y la misma recepción.
Sin pretender evitarlo, hablamos en voz alta de la estética del lugar que nos imbuía de un sentir literario tan alejado de la funcionalidad habitual de los hoteles al uso. Cerca de nuestro destino, al final de un pasillo, nos cruzamos con un personaje de rostro redondo, corpulento, de mediana edad, que nos sonrió como si nos conociera de toda la vida, saludándonos con un musical «buenas tardes». El encuentro podría haberse limitado a un intercambio de frases corteses, mas nuestro primer amigo de Granada nos dijo sin ambages que había escuchado lo que estábamos hablando sobre Federico García Lorca. Nosotras le miramos con curiosidad; teníamos ganas de desembarazarnos del peso de los macutos y de lavarnos la cara antes de comer, malos consejeros para iniciar una conversación. Como de pasada le dijimos que adorábamos a Federico García Lorca pero… ―vano intento de seguir nuestro camino― «Pues están ustedes en el sitio adecuado para alimentar su admiración», nos dijo, mientras saboreaba por adelantado su triunfo. «¿Y eso?», le pregunté, intrigado por su aire de satisfacción. «En esta casa, en el segundo piso, en el que estamos, detuvieron a Federico García Lorca la tarde del día 16 de agosto de 1936. Esta era la antigua residencia de la familia Rosales.»
Si el hotel había sido en sí mismo una sorpresa, poseer esa información, la magnificó. El azar, en su mejor representación austeriana, nos situaba en el punto central de las últimas horas de Lorca. Nuestra reacción fue casi cómica, las expresiones de incredulidad se mezclaron con las de aturdimiento por nuestra suerte. La excitación siguiente ante la noticia nos llevó a agobiar a nuestro interlocutor con un sinfín de preguntas. Él, pleno de gozo por la impresión causada, nos comunicó que por la noche podríamos encontrarnos en la terraza del hotel, y hablar largo y tendido sobre el tema. Unos apretones de manos después, abandonados los equipajes, remojadas las cabezas, y acomodadas ante una taza de gazpacho, hablamos agitadamente, intercambiamos datos, consultamos fechas en internet, y, por supuesto, nos felicitamos por estar allí. Nuestro objetivo primigenio era pasar un par de días tranquilos, callejear por el centro de Granada y visitar de paso bares y teterías; a partir de ese encuentro inesperado, la figura del poeta universal nos secuestró la conciencia y el tiempo presente, nos obligaba a compartir su presencia de un modo obsesivo, a recordar sus poemas, a rememorar sin orden ni mesura su halo imperecedero.
Por la tarde, impacientes, visitamos la Huerta de San Vicente, «la casa de veraneo de la familia García Lorca, entre los años 1926 y 1936». Desde el hotel Reina Cristina hasta la casa tardamos unos diez minutos, caminando sin prisas. La casa se encuentra en la vega del Genil, una zona húmeda muy fértil donde antaño abundaban las huertas, los frutales y en general campos de cultivo. El poeta abandonó Madrid para ir a esta casa, en 1936, a pasar el verano con su familia. La casa se convirtió en museo en 1995 y tiene la mayoría de sus estancias conservadas exactamente como las dejaron sus habitantes tras la muerte de Federico. En la Huerta de San Vicente escribió obras como Así que pasen cinco años (1931), Bodas de Sangre (1932), Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935) y Diván del Tamarit (1931-1936). La casa y su entorno, hoy un extenso lugar de esparcimiento verde para los granadinos, es un lugar que inspira paz y en el que muchas personas desearían vivir, a pesar de las limitaciones propias de su antigüedad.
Entre los visitantes se encontraba un joven ucraniano que preparaba su tesis doctoral sobre Lorca, y que sabía más de él que la mayoría de los presentes. Su parada anterior había sido Fuente Vaqueros, Granada, lugar de nacimiento de Federico. En sí, el sitio me pareció encantado, un espacio histórico en el que el tiempo se quedó suspendido tras el asesinato de Manuel Fernández-Montesinos —casado con la hermana del poeta, Concha— y el del propio Federico García Lorca.
Manuel Fernández-Montesinos había nacido en Granada en el año 1901. Había estudiado medicina pero sus convicciones socialistas le llevaron a la participación política en la convulsa España de los años treinta. En el momento del golpe de estado fascista era alcalde de Granada; fue fusilado de manera sumaria el 16 de agosto de 1936, contaba treinta y cinco años.
La suerte de Federico García Lorca, nacido el 5 de junio de 1898, fue la misma, aunque ambos personajes tuvieron distinto recorrido. En mayo de 1936, según cuenta Ian Gibson en su biografía, Federico estaba muy concentrado en poner término a diversas obras, entre ellas La casa de Bernarda Alba (1936) y pensaba viajar a México para reunirse con Margarita Xirgu. Tenía malos presentimientos, la situación política era límite. La posibilidad de golpe militar estaba en la mente de todas, unas aplaudiendo y otras temiendo. A Federico la derecha le odiaba por muchas razones, primero por su popularidad y activismo cultural, segundo por su homosexualidad y tercero por su compromiso con la justicia social. Siempre se negó a formar parte de partido político alguno, si bien tenía buenos amigos socialistas, entre ellos su propio cuñado o el ministro Fernando de los Ríos.
«El mundo está detenido ante el hambre que asola a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: “¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que florece en la orilla”. Y el pobre reza: “Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre”. Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro?» (Entrevista en La Voz, Madrid, 7 de abril de 1936).
Desafortunadamente, tomó la decisión equivocada, y eligió regresar a Granada. El 14 de julio llegó a la Huerta de San Vicente. Cuatro días después los militares traidores al gobierno legítimo pusieron en marcha la maquinaria de guerra contra el pueblo español. Adineradas familias españolas financiaron el golpe y facilitaron los medios para el transporte de tropas desde África a la península. El día 20 de julio Granada cayó. La primera consecuencia para la familia García Lorca fue la detención de Manuel Fernandez-Montesinos en su despacho del Ayuntamiento de Granada. Conocemos su fin un mes después. Tras la detención del cuñado de Federico, la familia empezó a temer lo peor. Las opciones para el poeta eran pocas: refugiarse en la casa de Manuel de Falla o en la de la familia Rosales. Federico escogió esta última porque tenía una gran amistad con dos de los hermanos Rosales, falangistas influyentes en la provincia. De nada le sirvió, tras una aparatosa operación realizada por decenas de falangistas y militares armados hasta los dientes, fue detenido por un ex diputado de la CEDA, Ramón Ruiz Alonso. De la calle Tablas número cuatro fue conducido al Gobierno Civil de Granada donde permaneció bajo la custodia del comandante José Valdés Guzmán. A Federico García Lorca se le acusaba, entre otras cosas, de «ser espía de los rusos, estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual». Los intentos de Falla y de la familia Rosales por salvarle no recibieron su fruto. En la madrugada del 18 de agosto de 1936 él, los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Joaquín Arcolla, y el maestro Diosdoro Galindo fueron conducidos en un camión hasta la carretera entre Viznar y Alfacar donde fueron asesinados por los hombres que comandaba el capitán Nestares. Federico tenía 38 años. Antes habían sido concentrados en una cárcel provisional situada en el pueblo de Viznar.
Estos son los hechos, suficientemente constatados, que durante aquella velada rememoramos con tristeza y rabia. Por la noche, de vuelta al hotel, nos encontramos en la terraza de la entrada con nuestro enigmático compañero de planta, que degustaba una bebida espiritosa. Nos sentamos con él y compartimos copas de vino blanco muy frío, la noche lo exigía. Sin darnos un respiro comenzó a hablar sin parar en tanto nosotras le escuchábamos expectantes. Nos refirió que no tenía apenas estudios, era viajante de comercio, vendía teléfonos fijos de una marca poco conocida por toda Andalucía. Parecía feliz pero hubo algún momento en que sus ojos reflejaron un profundo cansancio y hastío, teñidos de amargura. Nos habló de su mujer, con la que no se había podido ir de vacaciones y de sus hijos, a los que apenas veía. No pude evitar pensar en Willy Loman, el personaje de Arthur Miller en La muerte de un viajante (1949).
Completamos nuestras presentaciones de manera rápida y superficial, cuando nos dejó hablar; el tema que nos interesaba era otro. Le admiraba que tuviéramos estudios universitarios. Nos reímos con él, y reafirmamos la idea de que los títulos no hacen mejor a ninguna persona. Él replicó que le hubiera gustado estudiar pero sus orígenes humildes se lo habían impedido. Unos minutos después de este preámbulo necesario, nos contó que su padre era un devoto de Federico García Lorca y de su obra, y que su abuelo estuvo a punto de ser fusilado con el poeta. De hecho, compartió reclusión con él la última noche en Viznar, aunque nunca llegaron a hablarse. Su abuelo no sabía quiénes eran los detenidos con los que estaba encerrado, mas por los comentarios de los guardias se enteró quién era Federico. Por suerte para él, ni aquella noche ni las siguientes la muerte fue a buscarle. Tras salir de la cárcel unos años después quiso conocer más sobre aquel hombre educado que pedía todo por favor y daba las gracias por nada, que mostraba en el rostro una máscara de horror indescriptible. Entonces fue poseído por el recuerdo del poeta, hasta tal punto que su pasión había trascendido a las generaciones siguientes. Lo que añadió después sobre los últimos momentos de Federico no nos aportó nada en especial.
Esa noche memorable en Granada mi sueño fue inquieto, de hecho viví oníricamente la escena aterradora en que Federico era arrastrado por sus asesinos hacia la oscuridad definitiva de una carretera desolada. Posiblemente antes de recibir las balas que rompieron su conciencia, siguió pensando poéticamente, en esta ocasión bebiendo muerte, sudando muerte, en tanto sus verdugos se reían de su miedo con el sentimiento de ser individuos privilegiados por asesinar al poeta. Malditas aquellas viles gentes que matan poetas, a maestras y a personas que son capaces de pensar por sí mismas, y que se enorgullecen de su ignorancia y estupidez. Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963) llegó a la conclusión de que lo terrible del genocida Eichmann es que era un sujeto normal y corriente, más bien mediocre. A partir de ese descubrimiento, se preguntaba quién se tenía que sentar en el banquillo de los acusados: ¿el pueblo alemán al completo?, ¿la humanidad entera? Buena reflexión.
No hay que irse tan lejos en el tiempo para entrar en contacto con historias aterradoras. Quizá la maldad, la violencia, el desprecio por otras personas que no son como nosotras, que no comparten nuestra forma de pensar, nuestra raza o religión, las llevamos en el ADN. Los biólogos de la conducta tendrán que refutar esta hipótesis nada desdeñable.
En uno de mis viajes anteriores, por una zona rural del Estado español, fui testigo de una escena entrañable. En un solar vacío de altos muros se encontraba una gallina que había llegado hasta él, revoloteando de un corral inmediato. Cualquiera sabe con qué propósito, en el solar no existía nada apetecible para el plumífero —pienso—, ¿quizá el afán de aventura?... El caso es que la gallina recorría el pie del muro a la busca del punto mejor para saltarlo y volver a su corral. En tanto lo hacía, emitía un cacaraqueo monocorde y reiterativo que a mí me pareció una llamada de auxilio. De vez en cuando daba saltos que hasta ese instante no habían dado resultado. En esas estaba la gallina cuando al otro lado del muro apareció un gallo cojo y negro, enérgico, yo diría que altivo, que nerviosamente empezó a responder a las supuestas llamadas de su compañera, manteniendo entre ambos un continuo intercambio de frases en un lenguaje críptico que para mí estaba cargado de sentido, pues la gallina se mostró más activa, hasta el punto que en uno de sus impulsos consiguió coronar el muro. Entonces, el gallo se movió aún más nervioso de un lado a otro de la pared, aumentando la intensidad de los sonidos que emitía. Inesperadamente, ella saltó al corral; en cuanto estuvieron juntos se perdieron, corriendo, en algún rincón del mismo.
Durante mi estancia en Granada me enteré de que ese mismo gallo había sido vilmente asesinado por un vecino del corral al que le molestaba su canto. Ni más ni menos. Pero ahí no acaba la historia. La misma fuente me comunicó que la dueña de la gallina le había cortado las alas para que no se escapara más del corral. Al saber la noticia una inmensa cólera me dominó hasta el punto que prorrumpí en un sinfín de maldiciones, insultos y deseos de extinción de la raza humana. Quizá mi mala leche explotó por meterme tanto en la piel de Federico García Lorca durante sus últimas horas de vida, pero eso solo explicaría una parte de mi malestar. En múltiples ocasiones el mundo me da mucho asco y me resulta insoportable. Esa era una de esas ocasiones. Por mi cabeza pasó la idea de que en las tierras ibéricas sus habitantes autóctonos poseemos algún tipo de tara asesina que nos facilita el matar sin duelo. Nos da igual matar animales que poetas. El caso es matar, a ser posible impunemente, protegidos por el poder o por los usos y costumbres. ¿Qué deformidad oscura ocultamos en nuestras entrañas? ¿Se trata solo de simple incultura? No lo sé, pero esta piel de toro da miedo. La mansedumbre de unas personas y el autoritarismo de otras me provocan al mismo nivel repulsión y horror. ¿Detrás de qué esquina nos espera una bala criminal, una violación o una persecución homicida por disentir de la ideología dominante? ¿Es que todas llevamos una navaja invisible en nuestro corazón dispuesta a lacerar vidas? Federico García Lorca siempre tenía presente la pasión, el amor y la muerte en sus escritos, como características idiosincráticas de nuestro pueblo. Yo también veo esas pasiones extremas a mí alrededor. Fantaseando, a veces pienso que en algún momento de la historia pasada cometimos un grave pecado, y desde entonces un dios cualquiera nos ha maldecido para toda la eternidad a ser unos bárbaros criminales.
Un cartel nos anunció junto a su entrada: «El Rincón de Lorca. La cocina natural y creativa.» El título del local nos llamó la atención pero no demasiado, a fin de cuentas estábamos en la ciudad sagrada del poeta cuyo nombre figuraba en él. No reparamos en mucho más, buscábamos con avidez el presumible frescor de sus estancias. La entrada era estrecha; era un portal típico de casa de otro siglo, que daba paso a un patio interior cubierto, imponente. Desde él se podían ver las dependencias de los pisos superiores. La luz entraba a raudales desde el techo acristalado. El ambiente era fresco y acogedor, con un cierto embrujo. Nuestra sorpresa era grande ante la belleza del lugar, los muebles antiguos, la fuente con agua, los cuadros de otra época, nos paralizaron durante un instante, la temperatura hizo el resto. Una fotografía de Federico García Lorca recortada en cartón a tamaño natural, nos miraba inquietante junto a una vitrina que contenía libros, fotografías y postales sobre él. Es innegable que el escenario nos atrapó como la miel a las moscas.
Tras presentarnos a una simpática recepcionista, conseguimos acceso a nuestra habitación situada en la segunda planta. Ahí se inició otro periplo singular por una escalera coronada de cuadros, cerámicas y estatuas propias de un palacete, desde luego nada sobrio. Todo estaba bien conservado, recordaba el esplendor de un pasado del que pretendía ser un buen reflejo. A través de unos ventanales que daban al pasillo que circundaba el interior del hotel podíamos ver el patio, la fuente y la misma recepción.
Sin pretender evitarlo, hablamos en voz alta de la estética del lugar que nos imbuía de un sentir literario tan alejado de la funcionalidad habitual de los hoteles al uso. Cerca de nuestro destino, al final de un pasillo, nos cruzamos con un personaje de rostro redondo, corpulento, de mediana edad, que nos sonrió como si nos conociera de toda la vida, saludándonos con un musical «buenas tardes». El encuentro podría haberse limitado a un intercambio de frases corteses, mas nuestro primer amigo de Granada nos dijo sin ambages que había escuchado lo que estábamos hablando sobre Federico García Lorca. Nosotras le miramos con curiosidad; teníamos ganas de desembarazarnos del peso de los macutos y de lavarnos la cara antes de comer, malos consejeros para iniciar una conversación. Como de pasada le dijimos que adorábamos a Federico García Lorca pero… ―vano intento de seguir nuestro camino― «Pues están ustedes en el sitio adecuado para alimentar su admiración», nos dijo, mientras saboreaba por adelantado su triunfo. «¿Y eso?», le pregunté, intrigado por su aire de satisfacción. «En esta casa, en el segundo piso, en el que estamos, detuvieron a Federico García Lorca la tarde del día 16 de agosto de 1936. Esta era la antigua residencia de la familia Rosales.»
Si el hotel había sido en sí mismo una sorpresa, poseer esa información, la magnificó. El azar, en su mejor representación austeriana, nos situaba en el punto central de las últimas horas de Lorca. Nuestra reacción fue casi cómica, las expresiones de incredulidad se mezclaron con las de aturdimiento por nuestra suerte. La excitación siguiente ante la noticia nos llevó a agobiar a nuestro interlocutor con un sinfín de preguntas. Él, pleno de gozo por la impresión causada, nos comunicó que por la noche podríamos encontrarnos en la terraza del hotel, y hablar largo y tendido sobre el tema. Unos apretones de manos después, abandonados los equipajes, remojadas las cabezas, y acomodadas ante una taza de gazpacho, hablamos agitadamente, intercambiamos datos, consultamos fechas en internet, y, por supuesto, nos felicitamos por estar allí. Nuestro objetivo primigenio era pasar un par de días tranquilos, callejear por el centro de Granada y visitar de paso bares y teterías; a partir de ese encuentro inesperado, la figura del poeta universal nos secuestró la conciencia y el tiempo presente, nos obligaba a compartir su presencia de un modo obsesivo, a recordar sus poemas, a rememorar sin orden ni mesura su halo imperecedero.
Por la tarde, impacientes, visitamos la Huerta de San Vicente, «la casa de veraneo de la familia García Lorca, entre los años 1926 y 1936». Desde el hotel Reina Cristina hasta la casa tardamos unos diez minutos, caminando sin prisas. La casa se encuentra en la vega del Genil, una zona húmeda muy fértil donde antaño abundaban las huertas, los frutales y en general campos de cultivo. El poeta abandonó Madrid para ir a esta casa, en 1936, a pasar el verano con su familia. La casa se convirtió en museo en 1995 y tiene la mayoría de sus estancias conservadas exactamente como las dejaron sus habitantes tras la muerte de Federico. En la Huerta de San Vicente escribió obras como Así que pasen cinco años (1931), Bodas de Sangre (1932), Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935) y Diván del Tamarit (1931-1936). La casa y su entorno, hoy un extenso lugar de esparcimiento verde para los granadinos, es un lugar que inspira paz y en el que muchas personas desearían vivir, a pesar de las limitaciones propias de su antigüedad.
Entre los visitantes se encontraba un joven ucraniano que preparaba su tesis doctoral sobre Lorca, y que sabía más de él que la mayoría de los presentes. Su parada anterior había sido Fuente Vaqueros, Granada, lugar de nacimiento de Federico. En sí, el sitio me pareció encantado, un espacio histórico en el que el tiempo se quedó suspendido tras el asesinato de Manuel Fernández-Montesinos —casado con la hermana del poeta, Concha— y el del propio Federico García Lorca.
Manuel Fernández-Montesinos había nacido en Granada en el año 1901. Había estudiado medicina pero sus convicciones socialistas le llevaron a la participación política en la convulsa España de los años treinta. En el momento del golpe de estado fascista era alcalde de Granada; fue fusilado de manera sumaria el 16 de agosto de 1936, contaba treinta y cinco años.
La suerte de Federico García Lorca, nacido el 5 de junio de 1898, fue la misma, aunque ambos personajes tuvieron distinto recorrido. En mayo de 1936, según cuenta Ian Gibson en su biografía, Federico estaba muy concentrado en poner término a diversas obras, entre ellas La casa de Bernarda Alba (1936) y pensaba viajar a México para reunirse con Margarita Xirgu. Tenía malos presentimientos, la situación política era límite. La posibilidad de golpe militar estaba en la mente de todas, unas aplaudiendo y otras temiendo. A Federico la derecha le odiaba por muchas razones, primero por su popularidad y activismo cultural, segundo por su homosexualidad y tercero por su compromiso con la justicia social. Siempre se negó a formar parte de partido político alguno, si bien tenía buenos amigos socialistas, entre ellos su propio cuñado o el ministro Fernando de los Ríos.
«El mundo está detenido ante el hambre que asola a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: “¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que florece en la orilla”. Y el pobre reza: “Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre”. Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro?» (Entrevista en La Voz, Madrid, 7 de abril de 1936).
Desafortunadamente, tomó la decisión equivocada, y eligió regresar a Granada. El 14 de julio llegó a la Huerta de San Vicente. Cuatro días después los militares traidores al gobierno legítimo pusieron en marcha la maquinaria de guerra contra el pueblo español. Adineradas familias españolas financiaron el golpe y facilitaron los medios para el transporte de tropas desde África a la península. El día 20 de julio Granada cayó. La primera consecuencia para la familia García Lorca fue la detención de Manuel Fernandez-Montesinos en su despacho del Ayuntamiento de Granada. Conocemos su fin un mes después. Tras la detención del cuñado de Federico, la familia empezó a temer lo peor. Las opciones para el poeta eran pocas: refugiarse en la casa de Manuel de Falla o en la de la familia Rosales. Federico escogió esta última porque tenía una gran amistad con dos de los hermanos Rosales, falangistas influyentes en la provincia. De nada le sirvió, tras una aparatosa operación realizada por decenas de falangistas y militares armados hasta los dientes, fue detenido por un ex diputado de la CEDA, Ramón Ruiz Alonso. De la calle Tablas número cuatro fue conducido al Gobierno Civil de Granada donde permaneció bajo la custodia del comandante José Valdés Guzmán. A Federico García Lorca se le acusaba, entre otras cosas, de «ser espía de los rusos, estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual». Los intentos de Falla y de la familia Rosales por salvarle no recibieron su fruto. En la madrugada del 18 de agosto de 1936 él, los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Joaquín Arcolla, y el maestro Diosdoro Galindo fueron conducidos en un camión hasta la carretera entre Viznar y Alfacar donde fueron asesinados por los hombres que comandaba el capitán Nestares. Federico tenía 38 años. Antes habían sido concentrados en una cárcel provisional situada en el pueblo de Viznar.
Estos son los hechos, suficientemente constatados, que durante aquella velada rememoramos con tristeza y rabia. Por la noche, de vuelta al hotel, nos encontramos en la terraza de la entrada con nuestro enigmático compañero de planta, que degustaba una bebida espiritosa. Nos sentamos con él y compartimos copas de vino blanco muy frío, la noche lo exigía. Sin darnos un respiro comenzó a hablar sin parar en tanto nosotras le escuchábamos expectantes. Nos refirió que no tenía apenas estudios, era viajante de comercio, vendía teléfonos fijos de una marca poco conocida por toda Andalucía. Parecía feliz pero hubo algún momento en que sus ojos reflejaron un profundo cansancio y hastío, teñidos de amargura. Nos habló de su mujer, con la que no se había podido ir de vacaciones y de sus hijos, a los que apenas veía. No pude evitar pensar en Willy Loman, el personaje de Arthur Miller en La muerte de un viajante (1949).
Completamos nuestras presentaciones de manera rápida y superficial, cuando nos dejó hablar; el tema que nos interesaba era otro. Le admiraba que tuviéramos estudios universitarios. Nos reímos con él, y reafirmamos la idea de que los títulos no hacen mejor a ninguna persona. Él replicó que le hubiera gustado estudiar pero sus orígenes humildes se lo habían impedido. Unos minutos después de este preámbulo necesario, nos contó que su padre era un devoto de Federico García Lorca y de su obra, y que su abuelo estuvo a punto de ser fusilado con el poeta. De hecho, compartió reclusión con él la última noche en Viznar, aunque nunca llegaron a hablarse. Su abuelo no sabía quiénes eran los detenidos con los que estaba encerrado, mas por los comentarios de los guardias se enteró quién era Federico. Por suerte para él, ni aquella noche ni las siguientes la muerte fue a buscarle. Tras salir de la cárcel unos años después quiso conocer más sobre aquel hombre educado que pedía todo por favor y daba las gracias por nada, que mostraba en el rostro una máscara de horror indescriptible. Entonces fue poseído por el recuerdo del poeta, hasta tal punto que su pasión había trascendido a las generaciones siguientes. Lo que añadió después sobre los últimos momentos de Federico no nos aportó nada en especial.
Esa noche memorable en Granada mi sueño fue inquieto, de hecho viví oníricamente la escena aterradora en que Federico era arrastrado por sus asesinos hacia la oscuridad definitiva de una carretera desolada. Posiblemente antes de recibir las balas que rompieron su conciencia, siguió pensando poéticamente, en esta ocasión bebiendo muerte, sudando muerte, en tanto sus verdugos se reían de su miedo con el sentimiento de ser individuos privilegiados por asesinar al poeta. Malditas aquellas viles gentes que matan poetas, a maestras y a personas que son capaces de pensar por sí mismas, y que se enorgullecen de su ignorancia y estupidez. Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963) llegó a la conclusión de que lo terrible del genocida Eichmann es que era un sujeto normal y corriente, más bien mediocre. A partir de ese descubrimiento, se preguntaba quién se tenía que sentar en el banquillo de los acusados: ¿el pueblo alemán al completo?, ¿la humanidad entera? Buena reflexión.
No hay que irse tan lejos en el tiempo para entrar en contacto con historias aterradoras. Quizá la maldad, la violencia, el desprecio por otras personas que no son como nosotras, que no comparten nuestra forma de pensar, nuestra raza o religión, las llevamos en el ADN. Los biólogos de la conducta tendrán que refutar esta hipótesis nada desdeñable.
En uno de mis viajes anteriores, por una zona rural del Estado español, fui testigo de una escena entrañable. En un solar vacío de altos muros se encontraba una gallina que había llegado hasta él, revoloteando de un corral inmediato. Cualquiera sabe con qué propósito, en el solar no existía nada apetecible para el plumífero —pienso—, ¿quizá el afán de aventura?... El caso es que la gallina recorría el pie del muro a la busca del punto mejor para saltarlo y volver a su corral. En tanto lo hacía, emitía un cacaraqueo monocorde y reiterativo que a mí me pareció una llamada de auxilio. De vez en cuando daba saltos que hasta ese instante no habían dado resultado. En esas estaba la gallina cuando al otro lado del muro apareció un gallo cojo y negro, enérgico, yo diría que altivo, que nerviosamente empezó a responder a las supuestas llamadas de su compañera, manteniendo entre ambos un continuo intercambio de frases en un lenguaje críptico que para mí estaba cargado de sentido, pues la gallina se mostró más activa, hasta el punto que en uno de sus impulsos consiguió coronar el muro. Entonces, el gallo se movió aún más nervioso de un lado a otro de la pared, aumentando la intensidad de los sonidos que emitía. Inesperadamente, ella saltó al corral; en cuanto estuvieron juntos se perdieron, corriendo, en algún rincón del mismo.
Durante mi estancia en Granada me enteré de que ese mismo gallo había sido vilmente asesinado por un vecino del corral al que le molestaba su canto. Ni más ni menos. Pero ahí no acaba la historia. La misma fuente me comunicó que la dueña de la gallina le había cortado las alas para que no se escapara más del corral. Al saber la noticia una inmensa cólera me dominó hasta el punto que prorrumpí en un sinfín de maldiciones, insultos y deseos de extinción de la raza humana. Quizá mi mala leche explotó por meterme tanto en la piel de Federico García Lorca durante sus últimas horas de vida, pero eso solo explicaría una parte de mi malestar. En múltiples ocasiones el mundo me da mucho asco y me resulta insoportable. Esa era una de esas ocasiones. Por mi cabeza pasó la idea de que en las tierras ibéricas sus habitantes autóctonos poseemos algún tipo de tara asesina que nos facilita el matar sin duelo. Nos da igual matar animales que poetas. El caso es matar, a ser posible impunemente, protegidos por el poder o por los usos y costumbres. ¿Qué deformidad oscura ocultamos en nuestras entrañas? ¿Se trata solo de simple incultura? No lo sé, pero esta piel de toro da miedo. La mansedumbre de unas personas y el autoritarismo de otras me provocan al mismo nivel repulsión y horror. ¿Detrás de qué esquina nos espera una bala criminal, una violación o una persecución homicida por disentir de la ideología dominante? ¿Es que todas llevamos una navaja invisible en nuestro corazón dispuesta a lacerar vidas? Federico García Lorca siempre tenía presente la pasión, el amor y la muerte en sus escritos, como características idiosincráticas de nuestro pueblo. Yo también veo esas pasiones extremas a mí alrededor. Fantaseando, a veces pienso que en algún momento de la historia pasada cometimos un grave pecado, y desde entonces un dios cualquiera nos ha maldecido para toda la eternidad a ser unos bárbaros criminales.
Fragmento del poema «Fábula y rueda de tres amigos»
Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1930)
Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
abrieron los toneles y los armarios,
destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.
«El Crimen», Antonio Machado
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
… Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
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