11 may 2022

"Acercarse o alejarse del infierno"

Roberto Bolaño: “A eso se reduce todo, acercarse o alejarse del infierno”.

La frase se encuentra en su libro Putas asesinas (Anagrama, 2001). Yo la descontextualizo, y la asocio con la praxis cotidiana, es decir, con la vida privada que llevamos durante los años que transcurren entre el nacimiento y la extinción.

Sería difícil defender que nuestro deambular por el mundo es, precisamente, un camino de rosas; más bien parece todo lo contrario. Si bien la mayoría de nuestros progenitores han intentado protegernos de las inclemencias de la sociedad, y de las agresiones que en sí misma lleva implícitas, lo cierto es que es una simple e inevitable cuestión de trasiego temporal. Amélie Nothomb ha dicho en uno de sus textos que su vida fue feliz hasta que empezó a ir al colegio. Esa experiencia le resultó insufrible, el fin de la infancia, el primer contacto con la dolorosa realidad de la existencia; sirva de ejemplo.

Como decía, partiendo de una nada amorfa, tal vez agradable, es una simple cuestión de tiempo el que nos encontremos con situaciones que generan un poderoso contraste con ese pensamiento infantil, ideal, que de alguna manera considera que el afecto incondicional es suficiente como herramienta de afrontamiento experiencial.

El mundo es más crudo. En las palabras de Bolaño se encuentra inserta una visión que define nuestro paso por el mundo. Vivimos situaciones que nos sitúan al límite del dolor soportable. Nuestra lucha es eliminar ese dolor, alejarlo, por supuesto aceptando el hecho en sí mismo, para después encontrar alternativas de supervivencia. Así, cuando miramos atrás, descubrimos que a lo largo de la vida vamos subiendo y bajando montañas, de manera interminable.

Cada montaña es un estresor que tenemos que superar: problemas económicos, muertes de seres queridos, conflictos amorosos, expectativas frustradas, enfermedades. Mágicamente, podríamos encontrar la explicación a tanto atropello azaroso en nuestras propias maldades, es decir, seríamos castigados por uno o varios dioses, seres infalibles omnipotentes, omnipresentes y eternos. Desde el punto de vista de la Física esto parece algo poco probable. Más bien podríamos decir que al nacer somos inocentes de toda culpa, salvo que purguemos los pecados de nuestros padres. Ellos, desde luego, no lo son desde el momento en que han asumido la responsabilidad de traernos al mundo.

En cualquier circunstancia, ese subir y bajar agotador de nuestras montañas metafóricas, nos lleva a plantearnos si realmente ha merecido la pena nacer. No hay una respuesta que se pueda calificar como más o menos correcta: no hemos elegido nacer. El existencialismo afirma que somos arrojados al mundo, o al mundanal ruido, que suena aún mejor. Lo cierto es que hay momentos en los que al empezar a deslizarnos por la parte fácil de la montaña, experimentamos una satisfacción, una paz, un equilibrio, que es difícil de explicar. Ese sosiego inesperado dura un tiempo breve antes de que se inicie de nuevo otro estresor. Nosotros, mientras tanto, deseamos que ese instante se perpetúe, permanecer congelados en ese intervalo espacio temporal.

No puede ser, evidentemente. La existencia es así, está construida en base a continuos desequilibrios y anomalías sociales que hemos construido la humanidad. En nuestra mano se encuentra la capacidad para hacer las modificaciones necesarias para que el presente vivencial sea más llevadero y confortable, para todos los seres que pueblan el planeta Tierra.

Hoy por hoy estamos convertidos en perfectos sufridores, que seguimos vivos porque abrigamos la esperanza de que la tempestad amaine por sí sola, y podamos recuperar ese sosiego anhelado en un momento u otro; vana ilusión pero suficiente para mantenernos en pie un poco más.

En nuestro deambular por la existencia, en completo desamparo, acosados por furias que difícilmente podemos sobrellevar con suficiente cordura, subiendo y bajando montañas indefinidamente, algunas supervivientes nos apoyamos en los libros como muletas cercanas y asequibles. En momentos difíciles de nuestras edades pasadas, esos cientos de páginas encuadernadas —que alguien escribió sin saber que tiempo después servirían de analgésico al malestar emocional de sus congéneres—, nos permiten penetrar en una dimensión diferente de la nuestra, la cotidiana; contactar con otras conciencias, con otras realidades, pisar otros mundos; enriquecernos ante las ilimitadas posibilidades que la inteligencia colectiva, bien entendida, puede aportarnos.

Acabamos un libro e iniciamos otro, que puede ser muy diferente, en estilo, en género, en forma de interpretar el mundo. Unos serán ensayos, otros obras de teatro, poesía o novela; caso cada uno de ellos hace que nos escapemos, a través de sus imágenes escritas, de una realidad que no siempre es la mejor para gastar el tiempo que permanecemos despiertos.

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