30 jun 2022

En la madrugada de un seis de febrero


Por Ángel E. Lejarriaga



En la madrugada de un seis de febrero, a la una de la mañana, me comunicaron la muerte de mi madre. Espiró sola, en la enfermería de la residencia en la que estaba ingresada; la enfermera la descubrió muerta a esa hora. Nadie estuvo a su lado para acompañarla en sus últimos instantes de vida. Esperábamos su fallecimiento de un momento a otro, incluso lo deseábamos en secreto, hastiados de verla en estado vegetal. Hoy, cuando es solo cenizas contenidas en una tumba vacía, soy consciente de que la quería viva, incluso en su pervivencia precaria. Pienso que ella era capaz de extraer de mí lo mejor. Tal vez la quería más que a nada en el mundo, lo que es mucho decir, desde luego; resulta difícil entender el hecho mismo de querer, de apegarse a una persona. Ella había llegado a un punto, a sus ochenta y nueve años, en el que su cuerpo se había agostado y no daba más de sí. Es innegable que había alcanzado un límite en el que su despedida de la dimensión de los vivos era inevitable.

El problema de estas amputaciones existenciales es que hay que seguir viviendo; en este caso, sin mi madre. Esto último no es del todo veraz, ciertamente no me acompaña de un modo material, pero sí en mi memoria, lo mismo que mi hermano Carlos, desaparecido dos años antes.

Me digo, y me repito a mí mismo, que nada necesito, como si estas palabras fueran un mantra sanador. Con ellas como coraza, sigo adelante, sin mirar atrás, en una inercia común a la mayor parte de los mortales. Situados en este punto me pregunto qué resulta más trágico, la muerte de un ser querido o mi alejamiento consciente ante la barbarie que invade nuestro tiempo.

En algún momento de las primeras semanas tras la desaparición de mi madre, pensé que mi motor vital se había detenido, que ya no esperaba nada del devenir. Demasiada desesperanza, seguramente; parte de esta fundamentada en la incertidumbre económica en la que a diario vivíamos y vivimos, directa o indirectamente; y, también, por esas otras muertes presentidas a corto plazo, entre ellas la de mi padre. Así, una soga se superponía a otra alrededor de mi cuello, sintiéndome tan asfixiado, tan desbordado por los acontecimientos, que me obsesionaba la idea de caminar hacia la muerte en vano, como un objeto inanimado que flota a la deriva.

Con perspectiva, puedo decir que mi forma de viajar por las edades se ha caracterizado en gran parte por un impulso vital centrado en alimentar mis sentidos, sin notarme jamás saciado. Sin embargo, en aquellos días lúgubres, ese empuje tan propio se embotó, se abotargó, es obvio que no se agotó. Un suceso desolador puede hundirnos en un pozo de sufrimiento psicológico costoso de superar.

Recuerdo, vagamente, que por aquellas fechas pensaba mucho en mi padre, en su sufrimiento; había padecido demasiados estresores juntos. Un año antes había perdido a uno de sus hijos, no se hablaba con otro y su compañera durante sesenta y cinco años se le había ido. Esta última pérdida, sobre todo, le produjo una soledad abrumadora. Su cerebro agotado, con un organismo acosado por enfermedades múltiples, le repetía hasta la saciedad que su matrimonio había sido feliz, que los dos se habían querido mucho. Ese último detalle yo nunca lo observé. Eran solidarios entre ellos, eso sí, se cuidaban mutuamente, pero, ¿se amaban? Tal vez esté equivocado en mi percepción, y sus sentimientos fueran como él contaba. No lo sé. Nunca alcancé a entender los procesamientos emocionales de mi padre, lo mismo que no llego a comprender bien los míos. Exasperado por su dureza y exigencia busco y rebusco entre mis recuerdos datos que respondan a mis dudas sobre si mi padre llegó, realmente, a querer alguna vez a alguien, tal y como lo concebimos de manera común.

Aquella funesta noche, la de la muerte de su compañera, no reconocía a casi nadie, no veía ni oía bien, se sentía vulnerable, débil. Durante las largas horas que compartimos hasta el amanecer, me preguntaba con reiteración qué iba a ser de él. Yo le respondía, lacónico, que no se preocupara, que no le iba a faltar de nada; podía quedarse en la residencia o venirse a vivir conmigo. Él asentía en silencio, lloroso. Finalmente, se durmió por simple extenuación. Pero yo no. Me encontraba vacío. El silencio de la habitación era roto por sus ronquidos rítmicos. Me dominaba un tremendo tedio ante las hipotéticas palabras de mis familiares que presumía tendría que escuchar en pocas horas, ante los gestos y las miradas huecas, que adivinaba falsas. No pretendía juzgar a nadie, ni pensar que una persona era “buena” o “mala”. Quién soy yo, a fin de cuentas, para hacer esas valoraciones. Bueno y malo, generoso y egocéntrico, prepotente y humilde, honesto y falaz; contradicciones que se manifiestan durante nuestro recorrido vital, sofocándonos con un malestar que no parece tener límites. Sé que el fin del dolor es el fin de la vida; no existe otro modo de acabar con él; tal vez el alcohol y las drogas lo tapen bajo una capa de embrutecimiento sensorial, pero solo lo enmudecen, no lo erradican.

Añoro un tiempo de paz, de sosiego, que no parece al alcance de mi mano. Alguna vez he pensado que la paz la encontramos al dejar de luchar contra las inconveniencias de la existencia; cuando abandonamos toda resistencia y aceptamos los golpes, desde luego sin resignación, tal y como se presentan; cuando nos transformamos en ramas flexibles de árboles que no se oponen a las inclemencias de los elementos, que se doblan y desdoblan, hasta que se quiebran y desaparecen, desintegradas en el todo del que formamos parte. El interrogante que me surge al contemplar esta posibilidad es que, tal vez, dejar de luchar sea descomponerse en vida; si la libertad es la clave fundamental de la existencia humana, la lucha, la rebelión, son el oxígeno de la misma; libertad para elegir, libertad para empezar de nuevo, libertad para pensar, para soñar, para aprender, para construir, para crear.

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