Por Ángel E. Lejarriaga
Esta historia pudo iniciarse así, como la cuento, pero los protagonistas no recuerdan bien el principio. Él hace referencia una carta de Bankia que un día les llegó, sin que tuvieran una cuenta abierta en dicho banco. Lo cierto es que la lacónica misiva les informaba de que existía una deuda impagada de la que eran avalistas. Ella quizá comentó que no tenían que haber avalado con la vivienda familiar a su hijo; sin embargo, lo hicieron: ¡era su hijo!, ¡qué otra cosa podían hacer! La mujer, entonces, se encomendó a dios, el hombre al demonio, ambos lloraron quedamente, más tarde se distendieron, se encogieron de hombros y se dejaron deslizar por un tobogán de resignación: “Será lo que dios quiera”, dijeron.
Eran viejos, muy viejos, pero vitales todavía, con el suficiente ánimo para compartir una ración de cualquier tipo regada con cerveza, con la alegría justa para disfrutar plenamente de ambas. “No tenemos futuro”, comentaron; curiosamente, sonrieron, como si de alguna manera inexplicable hubieran sabido de antemano lo que podía ocurrirles, lo que de hecho estaba sucediendo a diario en muchos hogares del país; los noticiarios recogían con sadismo escenas de asalto a casas desamparadas por parte de centuriones violentos y descerebrados.
Aceptaron la fatalidad de su presente como el que ve a lo lejos aproximarse la ola de un maremoto y aguarda, imperturbable, su llegada, desde un indefenso lugar de observación. No había ni dioses ni mortales que pudieran ayudarles, lo sabían. Él pensó en suicidarse y se lo comentó a ella, mas no hubo acuerdo entre ambos, “siempre podía ocurrir un milagro”, se dijeron para consolarse; desde luego, no lo hubo.
Ahora esperan juntos, pacientes, la hora de comer, él sentado en una silla de ruedas, la mujer en un sillón, a su lado. Están muy quietos, con la mirada perdida en recuerdos del pasado. Cerca de ellos se encuentran otras personas, con los ojos cerrados o con las pupilas extraviadas. Carecen de algo a lo que aferrarse, excepto al aire que respiran, que entra en sus pulmones como un último regalo, en la residencia de ancianos en la que han sido alojados por el Estado. De vez en cuando se adormecen plácidamente, se alejan de la patética realidad que sufren en el último tramo de sus días. Aguardan nada la comida, que no es del todo mala. Su salud no va a mejorar, más bien al contrario. Tienen el entierro pagado, dicen; fantasean con ello, con su última morada en el frío agujero que les aguarda.
¿Cómo ha sido su existencia? Pues como la de cualquier hombre y mujer que pertenece al grupo de los que poco llegan a poseer, reducidos a meros engranajes de la implacable máquina productiva. Trabajaron durante muchos años, desde que cumplieron los diez, sometidos por creencias que les esclavizaron de manera doble, mendigando cobijo y afectos que probablemente nunca han sido suficientes. Por su edad tendrían que haber muerto ya pero su corazón ha resistido con una energía pertinaz. Por un tiempo, dicen, no vivieron mal, lo peor ocurrió después de la guerra; después, los hijos crecieron y hubo que ayudarlos, lo que hizo decaer su calidad de vida; un concepto, este último, que en la residencia ni se atreven a susurrar.
En ese instante poco hay de notable en su estar en el mundo, comen y reposan en su interior con las imágenes vívidas de seres queridos, que murieron antes que ellos; cuando se despiertan se sorprenden de seguir todavía vivos; la conclusión de su recorrido vital se les está haciendo demasiado largo.
Eran viejos, muy viejos, pero vitales todavía, con el suficiente ánimo para compartir una ración de cualquier tipo regada con cerveza, con la alegría justa para disfrutar plenamente de ambas. “No tenemos futuro”, comentaron; curiosamente, sonrieron, como si de alguna manera inexplicable hubieran sabido de antemano lo que podía ocurrirles, lo que de hecho estaba sucediendo a diario en muchos hogares del país; los noticiarios recogían con sadismo escenas de asalto a casas desamparadas por parte de centuriones violentos y descerebrados.
Aceptaron la fatalidad de su presente como el que ve a lo lejos aproximarse la ola de un maremoto y aguarda, imperturbable, su llegada, desde un indefenso lugar de observación. No había ni dioses ni mortales que pudieran ayudarles, lo sabían. Él pensó en suicidarse y se lo comentó a ella, mas no hubo acuerdo entre ambos, “siempre podía ocurrir un milagro”, se dijeron para consolarse; desde luego, no lo hubo.
Ahora esperan juntos, pacientes, la hora de comer, él sentado en una silla de ruedas, la mujer en un sillón, a su lado. Están muy quietos, con la mirada perdida en recuerdos del pasado. Cerca de ellos se encuentran otras personas, con los ojos cerrados o con las pupilas extraviadas. Carecen de algo a lo que aferrarse, excepto al aire que respiran, que entra en sus pulmones como un último regalo, en la residencia de ancianos en la que han sido alojados por el Estado. De vez en cuando se adormecen plácidamente, se alejan de la patética realidad que sufren en el último tramo de sus días. Aguardan nada la comida, que no es del todo mala. Su salud no va a mejorar, más bien al contrario. Tienen el entierro pagado, dicen; fantasean con ello, con su última morada en el frío agujero que les aguarda.
¿Cómo ha sido su existencia? Pues como la de cualquier hombre y mujer que pertenece al grupo de los que poco llegan a poseer, reducidos a meros engranajes de la implacable máquina productiva. Trabajaron durante muchos años, desde que cumplieron los diez, sometidos por creencias que les esclavizaron de manera doble, mendigando cobijo y afectos que probablemente nunca han sido suficientes. Por su edad tendrían que haber muerto ya pero su corazón ha resistido con una energía pertinaz. Por un tiempo, dicen, no vivieron mal, lo peor ocurrió después de la guerra; después, los hijos crecieron y hubo que ayudarlos, lo que hizo decaer su calidad de vida; un concepto, este último, que en la residencia ni se atreven a susurrar.
En ese instante poco hay de notable en su estar en el mundo, comen y reposan en su interior con las imágenes vívidas de seres queridos, que murieron antes que ellos; cuando se despiertan se sorprenden de seguir todavía vivos; la conclusión de su recorrido vital se les está haciendo demasiado largo.
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