25 ago 2022

La corrupción como arte

CREMATORIO

Rafael Chirbes (2007)


Ángel E. Lejarriaga



Rafael Chirbes, valenciano de nacimiento, nació en 1949 y murió en 2015. Su infancia no fue precisamente fácil, sobre todo tras la muerte de su padre, cuando contaba con cuatro años. Desde ese momento comenzó un periplo incierto por Ávila y León, residiendo y siendo educado en colegios de huérfanos ferroviarios. Al cumplir los dieciséis se instaló en Madrid para estudiar Historia en la universidad. Tras un periodo en París, vivió en Marruecos donde trabajó como profesor de español. De ahí pasó a formar parte de la plantilla de la Gaceta Ilustrada. Mas su importante salto a un modelo de empleo estable relacionado con la escritura se produjo en 1984 con su incorporación a la empresa “Vino selección”, que editaba la revista Sobremesa. En esta publicación llegó a ser director, y estuvo en ella durante muchos años, hasta el 2007. Una buena muestra de su trabajo en esta revista está contenida en dos de sus libros: Mediterraneos (1997) y El viajero sedentario (2004).

Centrándonos en su obra narrativa de ficción, entre 1988 y el momento de su muerte, escribe nueve novelas, y una décima que se publicará después de su fallecimiento: Mimoun (1988), En la lucha final (1991), La buena letra (1992), Los disparos del cazador (1994), La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003), Crematorio (2007), En la orilla (2013) y París-Austerlitz (2016), póstuma.

Ha recibido numerosos galardones como: Premio SWR-Bestenliste por La larga Marcha (1996) que conforma una trilogía con las dos siguientes, cronológicamente, centradas históricamente entre la posguerra y la “transición”. La aparición de Crematorio en 2007 le supuso hacerse con el Premio Nacional de la Crítica y el V Premio Dulce Chacón. En 2014 recibió otra vez el Premio Nacional de la Crítica con su novela En la orilla, aparecida un año antes. Con esta misma novela recibió también el Premio Francisco Umbral al Libro del Año.

Crematorio (2007) fue adaptada para la televisión en una serie de ocho capítulos, del mismo nombre, que tuvo diversas críticas, positivas y negativas, en comparación con la obra original.

Esta novela es una moneda que tiene dos caras, en realidad todo en la vida lo posee. La primera es su factura estructural y estilística, y la segunda el tema. Este último es representativo de la España corrupta de los años de la burbuja inmobiliaria, que dudo mucho se haya extinguido. Es un tiempo de exaltación del pelotazo, de especulación y dinero fácil; el sector inmobiliario se encuentra todavía en su máximo esplendor.

La historia se sitúa en el momento de la muerte de Matías Bertomeu —su cuerpo no ha soportado a los sesenta y cinco años sus excesos con el alcohol y el tabaco—; mientras se aguarda la cremación de su cuerpo, sus amistades y familia dejan vagar su memoria alrededor de la familia Bertomeu, y al ambiente que les ha rodeado desde que tienen recuerdos. Rememoran sus vidas, sus lazos intrafamiliares, sus amores, sus odios, sus aspiraciones, sus logros, sus fracasos, sus “pecados” y debilidades, sus “vicios”. Sus mentes pensantes y parlantes están conectadas, entretejidas como si se tratara de un único cuerpo. El personaje principal alrededor del cual giran el resto, cual marionetas, no es Matías, el muerto, sino Rubén Bertomeu, el “Jesús Gil” del libro, un hombre inteligente, que estudió arquitectura, con un barniz culto, un auténtico mafioso de la construcción que a lo largo de su existencia adulta no se ha detenido ante nada con tal de conseguir sus fines económicos, es decir, enriquecerse, aunque para ello haya tenido que actuar de una manera coercitiva, violenta y, por supuesto, corrompiendo a quien se ha cruzado en su camino, sea este ministro, subsecretario, alcalde, concejal, juez, policía o funcionario. Los dos hermanos Bertomeu, en el momento del fallecimiento de Matías, no tenían relación. Este era un idealista de biblioteca que nunca había hecho nada más allá de discutir en los cenáculos de iniciados y en las tabernas. Al final de sus días sufrió una transformación ecologista, y vivió recluido en la casa familiar dedicado a la agricultura.

La mayoría de los personajes de la novela, en su puesta en escena, son educados, correctos, se expresan de un modo elegante, refinado, tienen buenos coches, viven en magníficas casas, se cuidan, son gente, en sí, de la denominada alta sociedad: “gente guapa”; pero sin abolengo. Detrás de esa pulcra e indesmayable fachada existe un cuarto trastero compuesto por pasiones descontroladas, infidelidades, drogas, prostitución, cadenas de favores y compra de voluntades.

La segunda cara de la moneda viene definida por el estilo narrativo. Los capítulos están escritos sin un punto y aparte. Texto seguido desde la primera línea, no existen saltos de párrafo. Se cambia de personaje con cada capítulo. El relato está compuesto por monólogos continuos, interiores, caóticos, como es el pensamiento humano, interconectados entre sí, unos escritos en primera persona y otros en tercera.

La conciencia de cada uno de los personajes reexperimenta su historia personal y divaga hasta la saciedad, saltando por encima del tema central en muchas ocasiones, hasta el punto en que te obliga a prestar especial atención para no perderte, lo que convierte la lectura, sobre todo a partir de la mitad del libro -son más de cuatrocientas páginas-, en un auténtico recorrido sinuoso, de relieve incierto. Como ya he citado, el pensamiento humano funciona de esta manera, a saltos, hacia adelante, hacia atrás, fantasea, fabula. Así, cada uno de los personajes, como ocurre en la vida cotidiana, posee una narración diferente sobre el resto, sobre sus conductas y vivencias compartidas. Ese pensamiento, explosivo e imprevisible, naturalmente, no es lineal, navega sobre especulaciones y reflexiones, por momentos filosóficas, que forman parte de la personalidad del narrador. Es indudable que el trabajo de Chirbes es magistral, muestra un dominio de la escritura indudable. Por las páginas de la novela desfilan sus conocimientos enciclopédicos, lo que ha visto y vivido: ciudades, restaurantes, museos, obras de arte, artistas, músicos, escritores, y un sinfín de objetos, situaciones y manifestaciones de interacciones humanas, apasionadas o temibles, que el autor conoce y pone en boca de los personajes. En ocasiones parece que está dando un repaso a todo lo sabroso que ha degustado su exquisito paladar.

En sí, es un libro rico en matices pero de difícil lectura. Hay que escoger el momento adecuado para enfrentarse a él, al igual que hemos hecho con otros autores que ya forman parte de la literatura universal como Joyce, Proust, Borges, Cortázar o Faulkner. Yo diría que esta novela es un placer para las personas amantes de la buena literatura y, a la vez, un reto.

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