11 sept 2011

La isla



Por Ángel E. Lejarriaga


El tren se detuvo con suavidad y el pitido de la puerta me anunció  que tenía que bajarme: estaba en Sol, en la puerta del Sol, ya sin acampados. Al ascender al exterior me encontré con un autocar de la Cruz roja aparcado en medio de la plaza, solicitando donaciones de sangre. Le circundaban numerosos turistas que se hacían fotos junto a la escultura del oso y el madroño, símbolo de Madrid. El edificio más próximo, en obras, que durante el mes de mayo había albergado una decena de pancartas con consignas revolucionarias, permanecía despejado de la alegría que proporciona la utopía. Su lugar era ocupado por una miríada de obreros, trabajando en su fachada. La entrada a la sede de la Comunidad de Madrid, antiguo centro de tortura durante la dictadura del General Franco —entonces Dirección General de la Seguridad del Estado— concentraba a un centenar de ciudadanos cobijados a su sombra. Suele ser un lugar habitual de citas. Hombres vestidos con chalecos amarillos reflectantes ofrecían comprar oro a buen precio. Con un rápido vistazo de trescientos sesenta grados pude comprobar que la presencia policía era inexistente. Puedo afirmar, sin lugar a duda, que el entorno estaba tranquilo y transmitía una imagen de ciudad sosegada, sin problemas acuciantes, sin tensiones y por supuesto sin enfrentamientos.
Tanta tranquilidad me inquietó. Cómo podía existir ese orden y armonía cuando el país, el nuestro, se vende sin escrúpulos a los grandes estamentos financieros internaciones; cuando nuestra autonomía como pueblo está siendo sacrificada por la clase política.
Las manos me sudaban. Recordé los días del campamento de la República de Sol y me emocioné; en aquel campamento me sentí libre.
La «normalidad» me oprimía. Comencé a subir por la calle de Alcalá y a la altura del metro de Sevilla escuché una voz fuerte, amplificada por un megáfono, que denunciaba la rapacidad de la banca y los desahucios de miles de familias en España sin que las instituciones, que según la Constitución debieran protegerlas, hicieran nada por frenarlos. Mientras oía los mensajes del valiente compañero de la PAH de Madrid, observé a un hombre bien vestido, vendiendo indiferente, en un trapo tendido en el suelo, bisutería a los turistas. También un norteafricano ofrecía películas, siempre con la mirada expectante ante la posible aparición de la policía. Si era detenido le quitarían la mercancía y si no tenía papeles lo encerrarían en un campo de concentración a la moda del siglo XXI, para ser posteriormente expulsado. Como todo el mundo sabe, un extranjero indocumentado es una nueva categoría antropológica, ya no se trata de un ser humano sino de un infrahumano, utilizable y desechable a voluntad, sin que ninguna ley le ampare.
Frente al número 29 de la calle Alcalá se encontraba la sede de IberCaja, una entidad especialmente activa en la ejecución de expedientes de desahucio. Esa mañana actuaba sobre una familia de Fuenlabrada. A su entrada había una isla de corsarios que gritaban hasta desgañitarse, agitando pancartas y carteles en los que se describían frases referidas a los desahucios de viviendas. Al escucharles sentí su impotencia clavarse en mi carne.
Crucé la calle y me uní a ellos. Éramos unos veinticinco, encerrados en diez metros cuadrados de acera. Una treintena de policías antidisturbios, perfectamente uniformados y pertrechados de cascos y porras, nos rodeaba amenazadora, como una jauría de perros rabiosos acosando a su presa. A pesar del acoso el minúsculo grupo corsario resistía. El que parecía ser el jefe de los uniformados se dirigió a nosotros con gesto duro y nos anunció que si formábamos un grupo superior a veinte personas seríamos disueltos por la fuerza. Nuestra concentración, según la ley Corcuera, era ilegal, no se había pedido autorización a la autoridad gubernativa. Aunque la Constitución garantiza sobre el papel el derecho de reunión y manifestación, las leyes posteriores la corrigen, la adaptan a las necesidades represivas del Estado. Un policía joven, bien afeitado, con cara de no haber roto un plato en su vida, se dedicó durante un buen rato a filmar las caras de todas las personas congregadas en la isla. Luego procedió a identificarnos minuciosamente.
Tres metros nos separaban del bloque defensivo que formaban. Constituían la barrera de protección de la entidad financiera. Nosotros éramos una pequeña isla en medio de un bullicio de coches, de viandantes que hacían sus compras, de jóvenes impasibles, de caminantes aburridos que ni siquiera se detenían por curiosidad a mirar por qué estábamos allí. En algún momento tuve la impresión de que suponíamos una molestia innecesaria e imprevista en su vagar lúdico. Los locos molestan los infames utópicos molestan, los mendigos molestan, los pobres molestan, los parados molestan. Si pudieran los exterminarían o en última instancia los esconderían debajo de la alfombra de lo políticamente correcto.
Pero a pesar de los inconvenientes, de la soledad, de las amenazas de los antidisturbios, del desprecio y la indiferencia de muchos ciudadanos, la isla se mantuvo firme, enarbolando incansable su bandera de resistencia.

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