28 ago 2011

El 15-M y "Seisdedos"



Por Ángel E. Lejarriaga


Desde el inicio del movimiento 15-M en este país han pasado muchas cosas. También se ha hablado mucho en los foros, en las plazas y en las calles acerca de temas candentes que influyen significativamente en nuestras vidas. Las movilizaciones sociales, las más importantes desde hace años tanto por su participación como por su dinamismo —autónomas respecto a partidos políticos—, han puesto en estado de alerta al Estado y a sus valedores. Durante unos meses han sido tolerantes, han dispuesto su «muro de contención» de manera disciplinada aunque pasiva entre los ciudadanos y sus privilegios. Pero poco a poco se han ido poniendo más nerviosos presionados como están por «poderes internacionales» que se encuentran por encima de «ellos». Desde ese instante, las denominadas fuerzas de «contención» o defensoras del «orden público» han actuado con contundencia: el inicial freno pasivo se ha convertido en «represión». Durante la fase permisiva (de tolerancia) el debate sobre la acción de la policía se centraba en convencerles de que ellos eran ciudadanos igual que nosotros, que compartían los mismos problemas y que realizaban un papel bastante siniestro e insensato, defendiendo a la banca o a la clase política. El enemigo de las personas movilizadas no era la policía, sino el capitalismo y sus gestores. Como se dijo en otro momento de nuestra historia, al que ahora me referiré, el comentario generalizado era: «Los policías son trabajadores y deben ser libres. Ante esta revolución no violenta que hemos iniciado ellos deben incorporarse al movimiento». Evidentemente, a la afirmación, si bien lógica desde un sentido humanista, le faltaba perspectiva. En realidad, los cuerpos de seguridad del Estado actuaban de una manera distante porque sus órdenes eran esas; cuando recibieron otras órdenes cambiaron su acción. No hay que engañarse al respecto. En otros tiempos es posible que muchos de los componentes de la policía fueran empujados a incorporarse a sus filas por necesidad. Afirmar esto hoy sería una falacia y un autoengaño.
Sus miembros entran voluntariamente en el cuerpo y van a una academia en la que son adoctrinados y entrenados para desempeñar un papel carente de voluntad, de criterio propio. Si en un primer momento no tuvieran una vocación especial de represores la adquieren por simple «espíritu corporativo».
Esto tendríamos que tenerlo claro por la acumulación de conocimiento que existe. Sin embargo, a pesar de la represión ensayada en Barcelona y generalizada progresivamente después hasta alcanzar el colofón actual con la visita del Papa, todavía se sigue pensando en términos mágicos: «Vivimos en democracia», «En una democracia no pueden producirse estos actos de terror de Estado». Pues sí, suceden; han sucedido y fatalmente se seguirán produciendo en la media en que la resistencia ciudadana se incremente. Dentro de una democracia existe la represión, el terrorismo de Estado y la violencia física indiscriminada o selectiva. La policía está para eso, para reprimir si así se lo mandan. Desde el momento en que un individuo entra en un cuerpo en el que pensar por sí mismo está prohibido, deja de ser persona y se convierte en una «pistola cargada», como decía Rafael Barrett.
Además, he oído algún comentario inocente que hacía referencia a lo inconcebible de la represión policial, teniendo un gobierno socialista. No quiero extenderme al respecto. Tan solo recordar a los ministros del Interior Barrionuevo y Corcuera; a la guerra sucia contra ETA y al plan ZEN. Los dos ministros pertenecían a un gobierno socialista, al de Felipe González, el gran pope del socialismo moderno español.
Antes de finalizar este artículo quiero rememorar un hecho histórico que ejemplifica cómo en una democracia burguesa, en una República con un gobierno socialista y con un intelectual como presidente —muy valorado aún hoy día—, se produjo una matanza indiscriminada de jornaleros. No estoy hablando de Chile ni de Argentina, ni de ningún otro país lejano, sino de España.
El 11 de enero de 1933, en un pequeño pueblo de la provincia de Cádiz, fuerzas combinadas de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto (un cuerpo de policía creado el 30 de enero de 1932 dedicado al mantenimiento del orden público y fiel al régimen republicano), asesinaron impunemente a una veintena de campesinos. En aquel momento, con la II República recién estrenada, con un gobierno compuesto por socialistas y republicanos de izquierda y que tenía como presidente a Manuel Azaña, los jornaleros del pueblo de Casasviejas, hambrientos y frustrados ante el incumplimiento de las promesas de los progresistas de acabar con los latifundios, decidieron levantarse en armas (escopetas de perdigones y de cartuchos por el lado campesino contra fusiles y ametralladoras del lado policial) y proclamar el «comunismo libertario». Tan ingenua proclama, debido a la correlación de fuerzas implicadas, de poco probable éxito y escasa trascendencia, fue respondida por la República recién estrenada con ejecuciones sumarias. El capitán Manuel Rojas, comandante de la fuerza represora, acusó al presidente del gobierno, Azaña, de haber ordenado que se provocase la mayor cantidad de muertos posible, como escarmiento: «No quiero heridos, los tiros a la barriga». Las instrucciones se cumplieron de manera tajante: los guardias civiles y de asalto acataron las órdenes recibidas de su comandante, como era de esperar. Las consecuencias fueron 21 jornaleros muertos, 9 abrasados en la casa de Francisco Cruz Gutiérrez, más conocido como «Seisdedos», que fue incendiada por las fuerzas de orden público, con ellos dentro. Otras doce personas fueron fusiladas en la puerta de la choza, al amanecer del día siguiente.
Esto sucedió hace muchos años, y aunque pensamos que no podría repetirse —y ojalá sea así—, lo cierto es que si comparamos los dos contextos históricos encontramos ciertos paralelismos, salvando las distancias. Dos gobiernos socialistas, dos democracias, una situación económica catastrófica, movilizaciones sociales aparentemente fuera del control de la clase política, cierta desesperanza de mejoría en amplios sectores de la población, poderes fácticos presionando para que el «orden» se mantenga a cualquier precio y unos cuerpos policiales bien entrenados y disciplinados.
Para terminar, un apunte final. Al principio citaba el comentario escuchado con reiteración durante estos meses de movilizaciones en lo que se refiere a la policía: «Los policías son trabajadores. Ellos también tienen hipotecas y los mismos problemas que nosotros. Ante esta revolución no violenta que hemos iniciado ellos deben incorporarse al movimiento». Cuando «Seisdedos» y sus compañeros revolucionarios se lanzaron a la lucha se comprometieron a intentar no matar a nadie bajo la siguiente reflexión: «También los guardias civiles, los de asalto y los curas deben ser trabajadores libres. Nuestro ideal es que se vistan de hombres y vayan a trabajar al campo con nosotros.»

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