12 abr 2019

Las criaturas saturnianas

Por Ángel E. Lejarriaga



Ramón J. Sender (1901 - 1982) fue un autor prolífico, maltratado por la historia y por su propio país. Exiliado tras nuestra Guerra Civil nunca fue reconocido como el intelectual que era y el conjunto de su obra merecía: más de setenta libros publicados, unos pocos en España, la mayoría en México y en EEUU, nación, está última, que le acogió hasta el final de sus días.

¿Por qué este ninguneo de su trabajo literario? Primero, tal vez, porque nunca le rindió pleitesía a nadie, y España es un país de sumisos y lameculos. Y segundo, porque gran parte de su vida abrigó el pensamiento anarquista y defendió a la II República con uñas y dientes; a esto hay que sumar que en ningún momento aceptó el régimen franquista. Tanto a la derecha como a la izquierda prosoviética, no gustó esa actitud de independencia, y mucho menos a los segundos su crítica feroz al régimen de Moscú.

Hizo dos intentos por regresar a España, uno en 1974 y otro en 1976, pero la acogida que recibió en ambos fue fría; además, la “modélica” Transición no le gustó en absoluto y decidió volver al exilio hasta su muerte acaecida en 1982. En su primera visita, en 1974, tuvo un fuerte desencuentro con Camilo José Cela que de alguna manera se encargaba de lavar la cara cultural al último franquismo que preparaba el advenimiento de la “democracia”. Para ello deseaba contar con intelectuales exiliados republicanos que apoyaran el proceso de reconversión política. Sin embargo, Ramón J. Sender no participó en la propuesta y se “fue del país sin que la sociedad literaria se dignara enterarse”. 1976 fue más de lo mismo, la impresión que recogió durante su breve estancia es que le veían “como algo de otro tiempo”. Compartía con su país de nacimiento la lengua y algunos amigos pero poco más.

Alguien tendría que reivindicar su figura “sería un caso de justicia”. Su trabajo literario es prácticamente desconocido si exceptuamos Réquiem por un campesino español (1953), La tesis de Nancy (1962), La aventura equinocial de Lope de Aguirre (1964) o Crónica del Alba (1942-1966). Mauro Armiño dijo en uno de sus artículos sobre Sender que “somos un país sin recuerdos”; eso supone un coste en pérdida de conocimientos y en maltrato a las víctimas en general del golpe de estado de 1936 y la posterior dictadura.
“En la vida de Sender hay una tragedia siniestra sobre la que sujetos de mala catadura ética como Cela –excelente escritor que hace realidad la máxima acuñada por Oscar Wilde casi un siglo antes: la moral no pinta nada en la literatura, y menos pintan todavía las opciones éticas de cada autor– se ensañaron para eliminar entre otras cosas cualquier competencia. Nada más comenzar la sublevación franquista contra la República, Sender sintió la desgarradura en carne propia: su esposa Amparo Barayón fue detenida por haber protestado por el asesinato de su hermano, y en la cárcel le fue arrancada de los brazos una hijita con máximas jurídicas que imperaron en esos momentos: ‘los rojos no tienen derecho a criar hijos’, arguyó el secretario del administrador de la cárcel. A partir de ese momento, Barayón siguió el guion trazado para tantas otras víctimas: sacada de la cárcel por los falangistas, fue llevada y asesinada en el cementerio; un cura, en nombre de la santa ‘madre’ Iglesia, añadió un nuevo tipo de crimen al derecho canónico negándole la absolución ‘por no estar casada por la Iglesia y vivir en pecado’. Santos Juliá recogió en Víctimas de la guerra civil (1999) la carta de despedida a su esposo de esa mujer: ‘No perdones a mis asesinos, que me han robado a Andreina, ni a Miguel Sevilla, que es el culpable de haberme denunciado. No lo siento por mí, porque muero por ti’... Y esto es verdad en sentido amoroso y también al pie de la letra, porque al que buscaban por anarquista y rojo para llevarle al paredón era a él, a Ramón J. Sender. Al no encontrar al escritor, aplicaron el código bíblico que la Inquisición había practicado en los viejos tiempos: mata hasta la séptima generación. Los falangistas que asesinaron a Barayón se limitaron a la esposa. Un hermano y dos cuñados murieron también durante las represiones.” (Mauro Armiño)
La novela, Las criaturas saturninas, la acabó de escribir en París en enero de 1963. Fue publicada en España por Ediciones Destino en 1968. Tuvieron que pasar veinticinco años tras la muerte del autor para que fuera de nuevo publicada, esta vez por Visor en el año 2007. Esta obra es prácticamente desconocida a pesar de las referencias bibliográficas citadas. En ella, como en gran parte de su obra, Ramón J. Sender indaga en el Mal, con mayúscula. Él lo había vivido en su propia carne con el asesinato de su esposa, y muy probablemente se sintiera culpable por ello. Su compañera sentimental era inocente de los crímenes de que la acusaron, él sí estaba comprometido con unas ideas y con una lucha, pero el Mal arrasa seas inocente o no, no se somete a ninguna consideración moral, solo se limita a ejercer su frenesí destructivo. Las víctimas sufren, los personajes de Sender también sufren. En Las criaturas saturninas no podía ser menos. El dolor de una víctima se manifiesta en todo su esplendor, inasumible, grotesco. Se ha llegado a decir de esta narración que es “un monumento novelesco al dolor de las víctimas”.
“Tenía hambre, frío y un miedo constante que aguzaba la sensibilidad de sus oídos y la hacía estremecerse con cada rumor lejano o próximo. Algunas maneras de morir comenzaban a parecerle envidiables y se detenía a pensar en el hacha de Pedro el Grande rápida como un rayo…”
La historia que cuenta Sender es una mezcla de realidad y ficción. Nos presenta la desgraciada vida de la princesa rusa Lizaveta Tarakanova (Yelizaveta Alekséyevna) nacida en 1745 y fallecida en 1775, a la que se consideró pretendiente al trono del Imperio ruso. Se afirmaba que era hija de la emperatriz Isabel I y de su amante Alekséi Razumovski. Fue detenida en Livorno por Alekséi Grigórievich Orlov, cumpliendo órdenes de Catalina II la Grande. Hay que matizar que este Orlov era amante de Catalina. Con malas artes Alekséi G. Orlov llevó en barco a Rusia a Lizaveta donde fue encerrada hasta su muerte en la Fortaleza de San Pedro y San Pablo para que no supusiera una amenaza para el inmenso poder que acumulaba la emperatriz. Algunas fuentes dicen que murió de tuberculosis. Otras afirman que murió ahogada en su celda durante una de las subidas del cauce del río Neva; las celdas estaban por debajo del nivel del agua. Con respecto a Catalina II de Rusia (1729-1796), aunque está presente en la novela desde el principio, se hacen pocas referencias directas a su biografía; fue emperatriz durante treinta y cuatro años, y subió al poder después de un golpe de estado contra su marido Pedro III. Oficialmente, una vez derrocado, este murió debido a su padecimiento de problemas hemorroidales, en la residencia en la que estaba cómodamente recluido. Otras hipótesis citan que fue asesinado por los hermanos de Orlov.

Sender continúa la historia donde verdaderamente debía terminar ―con la muerte de la princesa―, y saca a la luz a una Lizaveta que ya no es aristócrata, que quiere recuperar su vida y que perdona a todas aquellas personas que la han maltratado. Lizaveta se convierte de este modo en “un personaje bondadoso en un mundo devastado”, “un paradigma de superación del rencor”, muestra una capacidad ilimitada para superar el más intenso dolor emocional y lo hace con “una dignidad absolutamente ejemplar”.

La novela tiene varias partes bien diferenciadas, en todas ellas está presente la princesa, en un primer momento con un papel más protagonista que en la última parte, en la que aparece más como observadora moral a la que nada sorprende. La narración inicia su andadura en Italia, país en el que Lizaveta se codea con las mejores familias como los Medicis, los Ferrara o los Lorena. Luego, mediante engaños, vuelve a Rusia; una vez encerrada en la fortaleza de San Pedro y San Pablo vive una de las partes de la novela más intensa y desgarradora. Tras su azarosa liberación iniciará un periplo que la llevará a recorrer Rusia y parte de Europa, hasta llegar a Zugarramurdi, Navarra. Este viaje a ninguna parte lo hará acompañada de un nigromante de nombre Giuseppe Balsamo, más conocido como Cagliostro. El brujo también existió en la realidad, no se lo inventa Sender. De nombre Alessandro di Cagliostro (1743-1795), practicó la medicina, la alquimia, el ocultismo y perteneció a la masonería y a la hermandad secreta de los Rosacruz. Se hizo famoso en las cortes europeas en el siglo XVIII.

En fin, una novela interesante que sitúa a la maldad humana como protagonista y, asombrosamente, ensalza la capacidad de perdón, también humana, como esperanza de redención. Difícil propuesta la de Lizaveta. Me quedo con las palabras de Amparo Barayón, compañera de Ramón J. Sender: “No perdones a mis asesinos…”







Lectura recomendada: Réquiem por los vivos y por los muertos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario