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19 jun 2012

El mundo de Edward Hopper





Por Ángel E. Lejarriaga


El universo interior de un creador, en cualquiera de las posibilidades que posee la expresión plástica o la escritura, se manifiesta a través de simbología, de signos, de guiños. Los cuadros de Edward Hopper son una buena muestra de ello y su visión me inspira o me permite acceder al contacto directo con los personajes atrapados en las imágenes congeladas por el ojo del artista. A partir de ese momento, tiempo y espacio se confunden y me liberan de mi «ahora» y entonces dejo de ser «yo» y me convierto en otro ser.
Hace un segundo era «él» y he pasado a ser «ella», otro «yo», consciente y perdida en una dimensión de colores pastel. Estoy aturdida, no veo a nadie en el parque; el paraje es inquietante. Tendría que haber gente pero es como si una entidad inhumana la hubiera barrido en un abrir y cerrar de ojos, arrebatada de mi visión quizá porque desea poseerme en exclusiva (Le Parc de Saint-Cloud, 1907). Las personas se han ido y su lugar lo ha ocupado algo indescriptible. ¿Qué busca esa deidad sin etiqueta? ¿Qué busco yo misma en esos cuerpos inertes que en ocasiones se cruzan en mi camino, como espectros? Antes no estaban y en este instante capto su presencia. No sé si viven en esa tristeza amarga que les envuelve; paralizados, sin recuerdos, meras estatuas con forma de hombre y mujer que intentan representar una normalidad esperpéntica (Soir Bleu, 1914). Las dejo atrás, como lo que son, sombras difusas, y desciendo una escalera interminable, al final de la cual se abre una puerta hacia una negrura arrebatada por el miedo. Podría detenerme y convertirme en uno de ellos, en una figura inanimada más, pero me dejo llevar por los músculos incansables de mis piernas y recorro los escalones con determinación, acosada por una tormenta de dudas (Escalera, 1919).
¿A dónde me ha llevado esta nueva fuga? Hasta aquí, a una habitación impersonal en la que mi cuerpo desnudo se aposenta, dominado por un deseo bestial, insatisfecho, plagado de renuncias, desplantes y adioses lastimeros. Miro a través de la ventana y el panorama que descubro está tan vacío como el punto de partida, como la escalera que he recorrido por inercia. Mis ojos inquieren un asidero ilusorio, incluso espiritual, con el que aliviar la soledad de mi piel (Las once de la mañana, 1926), pero ninguna mano amiga se extiende hacía mí, ni me acaricia, ni me acoge con la exaltación de sus tibios dedos; un tacto necesario capaz de retrotraerme a esta suspensión sin oxígeno. Me ahogo. Podría gritar y pedir auxilio, pero ¿quién escucharía mi voz? ¿Me ayudarían esos seres endurecidos, ignorantes e insolidarios, clavados en sus pobres dimensiones cotidianas? Es imposible. Debo emprender otro viaje, hacia un horizonte que no soy capaz de dibujar en mi mente, que probablemente no se encuentra en ningún lugar (Tren, 1908). Entiendo de marcha, de zancadas equívocas, pero ¡qué se yo de destinos!
Me quedo en un punto geográfico cualquiera, con un nombre asignado en un mapa. Atravieso otro umbral. ¿Qué encuentro? ¿Qué siento? ¿Qué descripción puedo hacer de mis percepciones sensoriales? La vida, tal y como la construimos con nuestros actos, es un mal sueño, fétido y prescindible.
Paseo por una calle pulcra, enmarcada por edificios armoniosos; su orden está definido por semáforos sin luces; decorada con árboles cuyas hojas no caen nunca; coches parados la vigilan. Todo esto, que mis pupilas penetran con afán escrutador, no es más que un decorado hecho a mi medida, a la medida de las gentes que habitan este escenario (Retrato de Orleans, 1950).
Si me alejo unos cientos de metros, más allá de las vías de acero del ferrocarril, hermosas casas de muñecas me ofrecen una serenidad ficticia, sepulcral; me entregan una oquedad en la que ocultar mi herida existencial (Cape Cod en octubre, 1946). No hay problema por mi parte en el hecho de incrustarme en las paredes de cartón piedra. Si lo deseo puedo adherirme a esos espacios y depositar mi memoria en ellos, poco más que una nada dentro de otra nada; algo así como pintar de negro algo que ya es negro. Voy a formar parte de una de estas casas, por qué no. Toco sus paredes, el marco de sus puertas, succiono el olor a cerrado y siento un rechazo familiar; retrocedo hacia la salida, y me golpea un nuevo cuestionamiento (Mañana en Carolina del Sur, 1955). ¿Hacia dónde dirigirme?  Hacia un nuevo artificio alejado de los campos y de los pueblos perdidos. Atravieso un túnel escalofriante en el que no confío, que me depara una luz mortecina al fondo y la esperanza ingenua de un hallazgo grato (Entrando en la ciudad, 1946).
Me encuentro en otro principio, en otro fin en sí mismo. El sol me ilumina el rostro y camino tímidamente en una ciudad gris. Me he vestido de blanco para confundirme con los destellos iridiscentes que hieren el asfalto. Alguien que me viera y me juzgara por mi aspecto podría considerarme feliz, nada más lejos de la realidad. Mi automatismo corporal se desenvuelve con pasos temerosos que me conducen en pos de un instante pleno que desde el presente no logro definir (Verano, 1943).
Las horas pasan, se deslizan sin una medida coherente que me indique que el tiempo transcurre, aunque sé que lo hace, lo mismo que sé que mis pulmones recogen aire y lo contienen para luego expulsarlo y renovarse. Ambos sucesos son incuestionables. El aliento de la estrella que amamanta nuestro planeta descansa en una penumbra nocturna, refrescante. La luz cálida ha dado paso a otra fría que impregna mis manos de un tono lechoso, cerúleo, el color de los muertos. Levanto la taza de café y pienso en ese punto de mi vida en el que me encuentro detenida, en el sentido del mismo. ¿Qué hago aquí? ¿Qué supone mi presencia en cualquier lugar del mundo conocido? (Automat, 1927).
Es inútil tanta pregunta, carezco de respuestas, nadie las tiene. Vivo en mi mente, en una sala vacía (Sol en una habitación vacía, 1963), en un habitáculo excavado en una montaña decorosa, hecha de silencios, en la que no hay biografías. Una realidad en la que el presente es pura contemplación. Existo en un espanto inamovible en el que escucho los latidos monótonos de mi corazón. Entonces comprendo lo que aguardo; tal vez pronto ese sonido orgánico inconfundible se extinga y la verdadera negrura de la noche sin fin, que todo lo succiona, cierre definitivamente puertas y ventanas con la última caída de mis párpados.

Material complementario al relato:
  • Los Hopper, sociedad artística limitada. El país 2/6/12
  • Edward Hopper: El cine también es usted. Y la soledad. El país 6/6/12
  • El pintor que congeló el vacío de la vida urbana: Edward Hopper. El país 6/6/12
  • Dos miradas americanas. El país. Antonio Muñoz Molina 26/6/12