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1 jun 2013

Humbert, el loco autocomplaciente

Por Ángel E. Lejarriaga



Humbert se pasea por la habitación como si nada hubiera ocurrido, como si el cuerpo de Lo no estuviera y su presencia fuera un espejismo quimérico. La adora y la odia porque su torturado cerebro le estrangula con un impulso entre contrarios, razón y emoción, moral y deseo sin límites. El hombre de mediana edad que es, temeroso y atento, sentado ante los muslos adorables de su hijastra, se lamenta. No finge, no tiene que hacerlo, no existe un observador que vaya a emitir un juicio en su contra, no hay nada que disimular. Sus lágrimas no son pura apariencia e impostura. Llora de amor; él así lo cree. Ama a Lolita aunque ese amor sea imposible, aunque lo que ocurre no debiera estar ocurriendo; lo sabe bien y tiene dudas, se lo recrimina incluso. Pero la ama por encima de todo, de la vida y de su fin esperado. Su mente sofisticada, culturalmente superior, hace que el momento se extienda más allá de la cópula y el estertor de la «pequeña muerte». No entiende su locura. Es comedido en todo menos en esa vorágine que le empuja a poseer ese pubis lampiño que le atrae como una droga. Sin la emergencia de Lolita vive en un pozo negro lleno de monstruos podridos, letales, como él es. A veces piensa que, tal vez, haber perdido a su madre a los tres años sea la causa de ese anhelo animal que le domina.
Quisiera hablar a Lo y explicarle por qué hace lo que hace, ella tan solo tiene doce años y no conoce apenas nada de las peripecias de la existencia. No es correcto que él sea su profesor en esa materia, no es la persona más indicada para enseñarle.
Humbert es capaz de hablar en francés, en inglés, hasta en latín, y podría describir a la perfección sus sentimientos en una mezcolanza de esas lenguas. Tal vez así conseguiría expresar la zozobra demente que es su dueña. Es un experto en palabras, a fin de cuentas es profesor de Literatura, sin embargo, no sabe mucho de esa fogosidad que le hace viajar de un lado a otro, recorrer un continente de motel en motel, disfrutando de horas carnales y voluptuosas, salpicadas de un temor cierto a que la carrera llegue a su fin en cualquier momento.
Si no hubiera visitado los EEUU quizá nada hubiera pasado, no habría conocido a Charlotte Haze, la madre de Dolores, no se hubiera casado con ella en el colmo de la depravación; era la única forma de estar cerca de Lo. Charlotte era una mujer decente, tal vez algo solitaria y replegada sobre sí misma. Había enviudado joven y vivía sin prisas, sin urgencias, hasta que el guapo profesor británico apareció en su vida. Destino cruel el suyo. Humbert le resultó hermoso y educado, perfecto para gozar de un presente tranquilo. Ella buscaba un compañero y él, el fruto prohibido que vio tras la mirada enigmática de su hija. Humbert la recuerda con lástima. A su modo era bella pero no lo suficiente. Es posible que de niña fuera una Dolores impúber y magnética, sin embargo, esa presencia única ya había desaparecido cuando él la conoció. Humbert no le deseó ningún mal pero se lo hizo a sabiendas. Su lado oscuro se impuso como una maldición, arrollando cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y Lolita. La destrozó con sus revelaciones inoportunas en su diario de pervertido confeso. Lo demás fue liberación. El azar actuó nuevamente a favor de él y en contra de ella. A Charlotte la redimió del dolor de su desgraciado y patético papel, mientras que a él le regaló la oportunidad de quedarse a solas con su «nínfula» amada. El cuadro fue perfecto; nunca imaginó que pudieran precipitarse los acontecimientos de ese modo. El orden fantaseado con intensidad se instauró de repente y sus sueños se materializaron más allá de su monomanía interior. Estaba vivo, seguía vivo a pesar de la muerte de Charlotte. No tenía que superar ningún duelo y la ley le amparaba en la protección de la niña. Sus colmillos se afilaron sádicos y su boca babeó una saliva espesa cuando imaginó devorar el cuerpo sin desarrollar de Lolita. Ya había dado el paso, había logrado su objetivo; estaban él, Lo y su deseo insaciable de transgresión.
El insomnio se ha mantenido desde entonces a pesar del sumo placer logrado. Sus paranoias no han cesado ni un instante. Ha satisfecho su deseo de mal o su deseo de bien, según se mire; pero el hombre maduro y afectado que es se pudre en sus propias excrecencias. Sí, la tiene en el lecho, la acaricia, recorre con la lengua hasta el último milímetro de su piel; pero es no es suficiente porque ese universo en el que vive, creado por su voluntad, no puede mantenerse mucho tiempo.
Con las yemas de los dedos roza levemente la piel de seda de Lo y desde su estómago sube una bocanada de dolor que le anticipa más dolor; sus ojos rompen en un mar líquido incontenible. Ella eleva los párpados, y aunque está desnuda no se cubre, no le importa, de momento cree pertenecer a Humbert, si bien en realidad no pertenece a nadie, ni tan siquiera tiene claro si se posee a sí misma. Humbert gimotea y ella querría ayudarle a soportar su malestar pero siente una ira áspera y cruel por haber sido arrastrada a esa penumbra hecha de encuentros furtivos, con un hombre que tendría que protegerla y no acostarse con ella.
Humbert se desespera ante la frialdad de Dolores. Cada día la reconoce más lejana, más ausente. La tiene prisionera, la acompaña al servicio porque teme que en cualquier instante en que vuelva la vista, habrá desaparecido. Entiende la lógica de esa fugacidad pero no puede soportar la idea. Vagabundea en el vacío y se ve en una habitación sin ella, solitaria, sucia, perdida en cualquier rincón ignoto de un país que, como buen inglés, desprecia por primitivo. Vivir sin Lo no es una opción admisible, no puede serlo, para él sería preferible dejar de respirar. Coge la mano de ella y la retiene blanda. Lo se ha ido si bien está allí en posición fetal, dándole la espalda. Su cuerpo todavía no se ha eclipsado, sin embargo, su esencia ha huido hace mucho. Ha iniciado un viaje sin él que la conducirá hacia otros holocaustos. Los dos serán sacrificados en un altar hecho de irracionalidad y frenesí sensual.
Quitty se encuentra cerca, Humbert lo huele, tan enfermo como él, quiere su juguete, y en absoluto pretende compartirlo.
Cuidado Humbert, tu reinado se acaba. Lo no está y la suma de todo el conocimiento acumulado no te va a ayudar a soportar lo insoportable, su ausencia. Tienes que acabar con todo, contigo mismo incluido. Te odias y odias al mundo porque no aprueba ese amor desvergonzado. Ya es tarde para arrepentirte, para hacer un acto de contrición. La posibilidad de encontrar una verdad que explique lo sucedido se ha desintegrado, solo te resta cauterizar tus recuerdos y esbozar un final brillante, que pase a formar parte de los anales putrefactos del ser humano, escrito con la pasión del poseso, el amor de un ser infantil y perverso, y la determinación fría de un asesino.

Texto inspirado en la novela de Vladimir Nabokov, Lolita.

            

29 jul 2010

Loca

Por Ángel E. Lejarriaga


La luz penetra por la pequeña ventana enrejada. El mundo exterior es bello. Cuánto desearía estar fuera para gozar de él y con él. Pero puede que sea pronto o quizá tarde. Hace demasiado tiempo que no entiendo de medidas, sólo veo luz: aprecio su ausencia o su presencia y poco más. Si la enfermera me permitiera salir ahora a la terraza sería feliz. No se por qué no viene, no hago nada malo. Últimamente sueño que las sombras no me molestan. ¡Esas malditas! Me dicen que no existen. El médico piensa que lo sabe todo sobre el mundo y sus misterios y me acusa de loca. Sí, existen. Las veo y las siento. Las pastillas las duermen pero noto su aliento. Me atormentan. Su sola presencia me produce un intenso horror. Me hablan sin boca ni labios. Me odian, lo sé. Pretendían matar a mis hijos. Yo deseaba salvarles y por ello me trajeron aquí. Quería librarles de su amenaza y me arrancaron de mi hogar y de mi propia vida. Dijeron que estaba enferma, que estaba loca. Qué fácil es de decir y qué terrible ¡Loca! Irremediablemente loca. No creen en mis palabras. Puedo ayudarles a todos y no me dejan. No me creen. Si viniera la enfermera podría sacarme fuera de este agujero. Hoy hace un buen día. Hay ocasiones en que me deja salir. No tengo maldad y lo sabe, por eso confía en mí. Me gusta tanto el aire fresco. Además, él me espera. Mí querida estrella incandescente, mí adorado Sol. ¡Vida mía! Si ella viniera yo podría verle y abrazarle. Pero cómo decírselo para que me comprenda si no escucha lo que digo. Es incapaz de atender a algo que no sea su propio miedo. Mi voz no existe en sus oídos. Es sorda a mi dolor. Creo que me aborrece. Quizá también esté poseía por las sombras. Hay tantos peligros que me rodean. Desearía estar menos sola. Anhelo ver caminar a la gente por la calle. Eso me gustaría mucho. Pero es peligroso, me dicen. ¡Peligroso! ¿Por qué? No hago nada malo. Nunca lo he hecho. Solo me defiendo y lucho por los míos. ¿Eso es peligroso? Son inhumanos. Me encuentro indefensa. Me ven hundida en la angustia y no me ayudan. Ansían que desaparezca, qué deje de molestarles cuanto antes. ¡Pobres hijos míos! Ellos son mi carne y mi sangre. ¿Quién los protege ahora? ¡Nadie! Nadie les protege. Están desvalidos. ¡Solos! ¡Es terrible! Debo tranquilizarme. Es importante que los seres que habitan la oscuridad no se despierten. No quiero oír sus repugnantes palabras. ¡Les odio! Una y otra vez hago que desaparezcan pero vuelven, se ríen y me persiguen. Destrozo sus nauseabundas presencias y regresan. No hay barreras para su desenfreno. Las paredes son de aire, penetran a través de ellas y me acosan y me tocan. ¡Me tocan! Me tranquilizaré. ¡Qué duerman! Si viniera el Sol y pudiera atraparle a través de esta pequeña ventana. Me gustaría tanto verle y sentir sus caricias cálidas sobre mi piel. ¡Qué placentero sería! Tal vez venga pronto la enfermera y podré estar con él. Ella no siempre es mala conmigo. ¡Aunque no la soporto! No me cree. ¿Cómo es posible? Piensa que estoy loca. ¿Por qué? Todo está podrido y enterrado en este sepulcro frío. Dicen que estoy loca. Tan loca como para amar, como para desear a un hombre intensamente, ser suya, que él sea mío y desintegrarme en su sudor. Estoy Loca. Tal vez sea así pero si estoy loca es por ansiar vivir. ¡Vivir! Yo sólo deseaba proteger a mis hijos del mal. Podía hacerlo. Poseo recursos secretos para librarles del horror. ¡Mis hijos! Crecerán sin mí y no existiré para ellos. En sus mentes seré un recuerdo vago y molesto. ¡Dios! ¿Dónde estás? ¡Tú, cobarde, eres el culpable! ¡Tú me has traído aquí! ¡Querías vengarte en mis hijos de mis pecados! ¡Cobarde! Tú, Dios de hombres y bestias, tenías la intención de dañar a niños inocentes pero te equivocaste. Yo lo sabía. Veía tus propósitos y los liberé de ti. Eso te ha dolido. Sí, te ha dolido. Deseo que sufras tanto como yo. ¡Basta! ¡Ya despertáis! ¡No me toquéis! ¡Qué se vayan! ¡Fuera! ¡No! ¡No! Tengo fuerza, mucha fuerza. ¡No podéis conmigo! ¡Os destruiré! No quiero oír más. Soy inocente de vuestras acusaciones sucias. ¡Soy inocente! El amor es pureza. No hay nada malo en buscar la felicidad en la piel de otro cuerpo. ¡Tú, Dios, odias la vida! ¡Estás muerto! ¡Vete! Eres una nube negra del pasado que se arrastra, que vive al acecho en algún rincón obscuro de mi inconsciente. Desprecias la vida porque ésta te niega. ¡Vete! ¡Me río de tú poder! ¡Conmigo no puedes! No me dejas dormir ni comer en paz, ni respirar, pero a pesar de ello resisto y sé que no me vencerás. ¡No podrás conseguirlo! ¡Estás muerto y enterrado! ¡Muerto! Cada una de mis sonrisas lacera tú carne de humo. ¡Ay! Si pudiera ver el Sol. Él me libraría de tú presencia. Él es la fuente de la vida y me hace feliz. Tan feliz que tú jamás, ni en un millón de años, podrás llegar a imaginarlo. ¡Qué pena me das! Tan prepotente y poderoso, burlado por una simple mujer. Él es cariñoso. ¿Tú sabes qué es eso? ¿Qué es el cariño? ¡Qué risa! ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Dejadme! ¡No me toquéis! ¡Canallas! ¡Enfermera! Nadie escucha mi voz y sin embargo retumba en mis oídos como la explosión de un volcán. Me hace daño. Es mía, tan cercana y viene de lejos. Choca con las paredes y vuelve como un eco. No lo entiendo pero nunca la rechazo y la recibo bien, como a un buen amigo. ¡Querida voz! Tú también me resultas extraña. ¡Enfermera! ¿Me has oído? ¡Hola! ¿Me vas a dejar salir a la terraza? Él me espera. ¡Me espera el Sol! ¿Por qué no me respondes? ¡Te estoy hablando! No me dices nada. No te entiendo. Nunca te entiendo. No importa. Solo quiero salir y estar con él, sin testigos, a solas con mi amor. Dulce amor. Hace frío. Pero no me molesta, pronto no lo sentiré. Me gustaría que no hubiera rejas en la terraza. Pido continuamente que las quiten y no me hacen caso. No entiendo su proceder. Ahora no quiero pensar en eso. Tú lo penetras todo. ¡Abrázame amado! ¿Estabas esperándome? ¡Lo sabía! ¡Soy tuya! ¡Cómo la primera vez! ¡Así, más fuerte! Contigo me siento tan segura. Ni ellas se atreven con tú inmenso poder. ¡Abrázame fuerte! No me dejes ni un segundo. Qué delicia sentir tu calor apasionado. ¿Notas cómo arden mis mejillas? Aún no se ha marchitado mi juventud, ¿verdad? No, no estoy llorando, es que soy feliz. ¿Por qué no puedo estar siempre contigo? ¡Poséeme! Llena con tu savia el inmenso vacío que me destruye; deja que tus partículas creadoras regeneren mi muerte. Tú eres vida y mi única razón de ser. Ya no me queda nada aparte de tú calor y tus besos viriles. ¡Qué puedo esperar más allá de tú presencia! Eres tan grande y yo tan insignificante. Es posible que te parezca pequeña pero sé que me deseas y me amas tan apasionadamente como yo a ti. Llévame contigo. Hazme volar, atravesar la tela metálica que me separa del mundo. Libérame de este suplicio. No hay paz en mi alma, ni sueños, solo tú. Transpórtame hasta la última estrella del universo, deja que flote en el polvo cósmico, qué pueda dormir entre tus brazos sin miedo. Contigo lo tengo todo. Amor, amar, amado, amigo. Cuántas palabras hermosas y qué poco sé de su significado. Todo lo voy olvidando. Para qué necesito recordar las imágenes de otros tiempos si no me producen más que desasosiego. ¡Sácame de aquí, por favor! Transfórmame en viento y cabalguemos sobre las nubes. Haz que el mundo y el universo entero sean nuestra morada. Deja que me funda en tú esencia para que no existan más ni el tú ni el yo, sino solo un ser único e indivisible hecho de puro embeleso. ¿No quieres hacerlo? Quizá no puedes. Ya no tengo frío ni oigo las voces, ni las temo. Me siento viva y poderosa en tú compañía. Sería extraordinario que el tiempo pudiera detenerse en este instante y no existiera jamás un mañana que desear. ¿Por qué no podemos seguir juntos? ¿Por qué tienes que marcharte y abandonarme una vez más? No es justo. Con cada nueva separación muero un poco más. ¿Hasta dónde podré llegar? ¡Abrázame! ¡Hazme beber de ti, así, en silencio! Es bueno el silencio. Me gusta. ¿Tú escuchas el silencio? Si le prestas atención comprobarás que está lleno de música. ¿La oyes? Dentro es imposible escucharla, no hay silencio. Mi mundo está rodeado de sufrimiento y crueldad. Las sombras no me dejan ni un momento de reposo. Quieren que permanezca despierta, ahogada por sus palabras soeces. Vigilada, tocada por sus miembros repugnantes. ¡No! ¡No quiero volver! ¡No dejes que me lleven! ¡Conviérteme en aire o en moléculas de polvo pero no me abandones otra vez! ¡Llévame contigo! No quiero volver a mi tumba. Allí no hago otra cosa que padecer cada segundo de conciencia y maldecir con las fuerzas que me proporciona la ira. ¡A ti no! ¡Amado, mi amado! ¡Qué bien suenan estas palabras entre tanta agonía! Es tan duro tener que volver. ¡Tan duro! ¡No, no me dejes! ¡No, por favor! ¡No te vayas! Es la hora, lo sé. ¡Hola enfermera! ¿Ya vienes a encerrarme? ¡Adiós amor! Quizá mañana podamos estar de nuevo juntos aunque sea tan poco tiempo. ¡Adiós! ¡Ya voy enfermera! No hace falta que me toques. ¿Tú amas, enfermera? No, no amas. ¿Tienes miedo a que por hacerlo te encierren como a mí? Es maravilloso amar. No importan los riesgos. ¿Por qué siempre me encierras? ¿A ti también te encierran? ¿Todos estamos encerrados? Yo al menos deseo y soy amada, eso es mucho y te aseguro que ayuda a sobrevivir. ¡Mírale! Te observa como me llevas. ¡Adiós querido! ¡Volveré! Tú fuego permanece dentro de mí como una poderosa simiente. Cuando te vas no desaparece, se queda conmigo y me da fuerzas para soportar otro día más. ¡No te vayas enfermera! ¡No me dejes sola con ellas! ¿No las ves? ¡Están esperándome! ¡No te vayas! ¡No te vayas! ¡Enfermera, por favor! Es inútil cualquier súplica. Estoy de vuelta en mi nicho, dispuesta a esperar sin saber el qué. ¿Estáis contentas? ¡He vuelto! ¿Temíais que no lo hiciera? Pues ya me tenéis aquí. Soy toda vuestra para lo que gustéis. ¡Asquerosas! Gozad con la danza del olvido. Cantad y gritad si queréis hasta desgañitaros. ¡Malditas! ¡Mil veces malditas! Aullad sin cordura, sin compás ni tregua, hasta la muerte, hasta empujarme a la obscuridad total; hasta que sea un despojo pútrido barrido por el inevitable paso del tiempo.

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11 jun 2010

La mujer sin carne

Por Ángel E. Lejarriaga


La tarde quema y mi cerebro hierve, abrasado por un viento que quema, que no viene de fuera sino de lo más profundo de mis entrañas. Me puedo preguntar qué lo incendia pero no me contesto porque las respuestas no me interesan. El coche rueda sobre el gastado adoquinado de la estrecha calle y mi cuerpo tiembla por su relieve irregular: arbitrariedad de suelo abandonado. Mis oídos están repletos de la música de B. B. King, que me impulsa a seguir adelante con sus desgarros eléctricos, que nada dicen de mi presente de manos atrapadas al volante. Las aceras están vacías, los viandantes incorpóreos se ocultan en la sombra de sus cárceles hipotecadas, sentados frente a platos de comida insípida, mientras sus pupilas se hartan de noticias de muertes patéticas recogidas en todos los rincones del mundo. Sacian el estómago sin saber con qué lo hacen; se atiborran la cabeza de pensamientos huecos que luego no recordarán porque no hay nada trascendente que recordar.
En un paso de cebra, un badén hace que frene la velocidad, casi me detengo. En el escalón de un portal descubro a una mujer joven, de unos veinte años, de rasgos exóticos, leyendo un libro que apoya sobre las rodillas. Yo no existo en su universo inaprensible, tampoco la calle, ni el calor, ni tan siquiera el aire que colma sus pulmones. Ella lee y transpira abandono.
La dejo atrás sin comprender su presencia en tan inhóspito lugar. No sé qué hace allí, qué espera. Parece que sólo posa sus pupilas sobre los grafismos ignotos impresos en las hojas. ¿Para qué se pierde en ese frenesí de quietud? Me gustaría interrogarla sobre su presencia imposible pero continúo mi camino como una corriente de agua sin rumbo. Sigo inquiriéndome, aunque ya no la vea, por su adherencia al libro, lo mismo que me cuestioné ayer cuando la encontré por primera vez en semejante postura pétrea en otra avenida.
Necesito verla de nuevo para constatar que no se trata de una estatua de esas que misteriosamente, como caídas del cielo, aparecen de manera imprevisible en algunos puntos de la ciudad.
Quizá me he equivocado al apreciar que estaba hecha de carne. Quién me puede asegurar que en realidad no ha sido una mera proyección de mi imaginación. ¿Quién es? ¿Posee una identidad? Podría buscarla pero no lo haré porque es estúpido perseguir un fantasma por muy real que éste parezca. Me intriga que se desplace por el espacio, que se mueva de un sitio a otro, siguiendo algún criterio racional predeterminado. Yo no tengo destino, salvo la muerte, y ella se transmuta en lectora tangible e intangible, según la hora y el lugar. Me aventuro a pensar que no existe pero si aceptara esa premisa tendría que dudar de mi cordura y no sé si puedo permitírmelo. Aunque pensándolo bien si estuviera loco mis actos serían la representación específica de la enajenación y entonces nadie me juzgaría ni me pediría responsabilidades. Desde ese punto de vista me atrae asumir mi condición de demente. Además, así tengo alguna posibilidad de reencontrarla, en el supuesto de que sea un ser inmaterial.
Incluso podría pensar que yo también soy etéreo: una creación de una mente febril. De ese modo ella viviría dentro de mi mente y yo viviría dentro de la mente de otro y tal vez ese otro, a su vez, estaría atrapado en otra cabeza absurda y extraviada. Resulta magnífico imaginar esa cadena imperecedera de locos que cometen locuras en mundos excéntricos sin un suelo sobre el que afirmar verazmente que existimos.
Es probable que ella sea mi creación y yo su dueño: un Pigmalión aturdido y sórdido, hijo de este tiempo sin memoria. Mi golen con forma de mujer se enfrasca o se pierde, según se mire, en las páginas de un libro ignoto de irrelevante título.
Si la vuelvo a ver me sentaré a su lado y la oleré para obtener información sobre los jugos que la definen. ¿Y si no huele? La lameré para conocer cómo sabe. ¿Y si carece de sabor? Entonces tendré que estrecharla entre mis brazos, puede que incluso le hable si bien temo a las traidoras palabras. Tampoco sé qué podría decirle. Si está construida de aire envolveré con mis brazos el vacío más triste. Si su cuerpo está caliente absorberé su fuego para que se una al mío elaborado de hielo. ¿Y si existe y no es de carne y tampoco mi creación? Entonces mi humano desvarío la arañará hasta dejar grabada en su piel una huella de desesperanza y embeleso marchito.
Desconcertante ensoñación la mía. Embarcado en un viaje ilusorio como un Ulises descarnado sin esperar encontrar una Ítaca en la que guarecerme, porque ya no existen Penélopes tenaces y pacientes ni islas protectoras. Sin embargo la misteriosa lectora me ilusiona desde su indiferencia demoledora. Su imperturbabilidad la hago mía y la envidio de un modo infantil. No la quiero a ella y sí a su lugar en el mundo. Mujeres como ella hay muchas pero ávidas devoradoras de libros, pocas.
Se me ocurre pensar que cabe la posibilidad de que en realidad no lea y ese ensimismamiento aparente sea una especie de pose meditativa que solo simboliza el escudriñamiento de un vacío interior. ¡Qué desengaño! Si no está leyendo ¿por qué tiene el libro abierto? Esa separación de hojas es obscena, magnética, invitadora a una cópula intelectual, como los muslos abiertos de una mujer que te mira y roba el aliento con sus labios húmedos. El libro desplegado como unas piernas francas me llama con un grito primario, tan esencial como la inhalación de oxígeno, tan fértil como el agua de lluvia.
Enamorado de su presencia, me debato entre buscarla, con la pretensión de anidar en su ombligo, o convertirme yo también en estatua confusa de bronce, velado de polvo, cubierto de excrementos de paloma; con ojos que no ven, con oídos que no oyen, con una lengua muda, sin alma.
Mis pasos desmayados me conducen a ella y la descubro idéntica a las otras. Es la misma pero tengo la leve sensación de que es disímil. Me siento a su lado y apoyo mi hombro en el suyo: frío, sin vida. Le paso el brazo por la espalda y percibo dureza. La beso en la mejilla y el sabor a metal me repele. No se mueve, ningún gesto delata un pálpito en su corazón. Observo las páginas en las que clava sus ojos y están vacías, como yo, como la calle en la que estamos sentados, como el manto azul que nos cubre en esta tarde de verano que decae.

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