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24 may 2012

No hay libertad en la miseria (V)


En una calle cualquiera



Por Ángel E. Lejarriaga



ABUELA 1.—¿Qué está pasando ahí?
ABUELA 2.—No sé; hay un hombre sentado en el suelo, apoyado en la puerta del banco.
ABUELA 1.—¿Está enfermo?
ABUELA 2.—La gente le rodea pero no se acerca a él.
ABUELA 1.—Seguro que le sucede algo.
ABUELA 2.—No puedo verle bien.
ABUELA 1.—¡Oiga, joven! ¿Qué es lo que sucede?
JOVEN 1.—¿No lo ve?
ABUELA 1.—No, no lo veo.
JOVEN 1.—Hay un hombre, de unos cuarenta y cinco años, sentado en el suelo y tiene un cartel en el que explica lo que le ocurre.
ABUELA 2.—¿Pide limosna?
JOVEN 2.—No, señora. No pide dinero. Pide justicia.
ABUELA 1.—¿Justicia? ¡Qué raro!
JOVEN 1.—Es que le quieren desahuciar.
ABUELA 1.—¡Desahuciar! ¿Qué es eso?
JOVEN 3.—Un banco le va a quitar la casa.
ABUELA 2.—¿Por qué?
JOVEN 1.—¡Por qué va a ser! No tiene dinero para pagar la hipoteca.
JOVEN 2.—Lleva dos años sin trabajo y se le ha acabado el subsidio por desempleo.
ABUELA 1.—¿Cómo los sabes, hijo?
JOVEN 2.—Lo pone en el cartel que hay a su lado.
ABUELA 2.—No lo veo.
JOVEN 1.—Pase, si puede.
ABUELA 1.—Hay mucha gente delante.
ABUELA 2.—Yo quiero leer lo que ha escrito.
OBRERO 1.—¡No empuje, señora!
ABUELA 2.—Es que quiero ver.
OBRERO 1.—No hay nada que ver.
ABUELA 1.—Sí, hay que ver.
JOVEN 4.—Señora, ¿quiere una entrada?
ABUELA 2.—¡No seas grosero, niño!
ABUELA 1.—No me he traído las gafas. No entiendo lo que hay escrito.
ABUELA 2.—Dice que tiene mujer y dos hijos pequeños y que este banco le va a quitar la casa. Pide justicia.
ABUELA 1.—¡Está encadenado a la puerta! Nadie puede entrar.
ABUELA 2.—No sé qué va a conseguir haciendo esto.
OBRERO 1.—Por lo menos hace que se entere todo el mundo.
OBRERO 2.—Y nos enseña a los demás lo que está sucediendo en el país y lo que nos puede pasar a cualquiera de nosotros.
OBRERO 3.—Mientras unos lo pierden todo, otros aumentan sus fortunas.
ABUELA 1.—¡Qué pena!
ABUELA 2.—¡Qué va a ser de él y su familia!
JOVEN 1.—Los echarán a la calle como a perros y tendrán que mendigar.
OBRERO 1.—No hay justicia para los pobres.
ABUELA 1.—¡Así es la vida!
OBRERO 2.—La vida es lo que nosotros queramos que sea.
ABUELA 2.—Siempre ha habido ricos y pobres.
OBRERO 1.—Los ricos existen porque nosotros lo permitimos.
OBRERO 3.—Habría que cortar cabezas.
JOVEN 1.—Con la violencia no se consigue nada.
OBRERO 1.—¿Y esto qué es?
ABUELA 1.—Otra guerra no.
OBRERO 2.—Para vivir así, sería mejor acabar de una vez, quemándolo todo.
ABUELA 2.—¡No diga esas cosas, hombre!
ABUELA 1.—Podemos darle dinero.
JOVEN 2.—¿Le damos un euro, señora?
ABUELA 1.—Es mejor que nada, ¿no?
JOVEN 2.—¿Y qué hace con un euro o dos, o cien?
ABUELA 1.—Puede comprar comida.
OBRERO 1.—No necesita caridad sino justicia.
JOVEN 3.—¡Cuidado, vienen los antidisturbios!
OBRERO 1.—¡Seis furgones para una sola persona!
OBRERO 2.—La pobreza les da miedo, la quieren meter debajo de la alfombra, que no se vea.
POLICÍA 1.—¡Circulen o cargamos! ¡Está prohibido reunirse sin autorización gubernativa!
ABUELA 1.—No hacemos nada malo.
POLICÍA 1.—¡Señora, váyase a su casa y deje de importunar!
ABUELA 2.—¡Nosotras venimos de la compra!
POLICÍA 3.—¡Circulen! ¡Circulen!
OBRERO 1.—¡No empuje!
POLICÍA 3.—¡Circulen!
POLICÍA 4.—¡No quiero ver a nadie en la acera! ¡Corten el paso!
POLICÍA 2.—¡Vamos, circulen! ¡No se puede pasar!
JOVEN 4.—¿Por qué no podemos ir por la acera?
POLICÍA 1.—¡Por que no y basta!
JOVEN 4.—No lo entiendo.
POLICÍA 1.—Usted no tiene nada que entender.
JOVEN 4.—Tengo mis derechos.
POLICÍA 1.—¡O se calla y se marcha o le detengo!
ABUELA 1.—Cómo se han puesto por nada.
ABUELA 2.—No piensan ni tienen sentimientos.
ABUELA 1.—Están cortando la cadena.
ABUELA 2.—Le han tirado al suelo y lo están esposando. Se lo llevan detenido.
JOVEN 1.—¡Mercenarios!
ABUELA 1.—¿Lo van a meter en la cárcel?
JOVEN 2.—De momento no, señora. Solo dejan el paso libre al banco.
ABUELA 2.—¿Qué van a hacer con él?
JOVEN 2.—Lo llevarán a una comisaría y en unas horas le soltarán con una multa.
ABUELA 1.—¡Pero si no tiene dinero ni para comer!
JOVEN 1.—Al Estado le da igual.
ABUELA 2.—¿Por qué pasa esto?
OBRERO 1.—Por que es un delito ser pobre.


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6 feb 2012

No hay libertad en la miseria (IV)

Siempre juntos



Por Ángel E. Lejarriaga


Pronto amanecerá. Será nuestra última visión de un hermoso día. Antonia descansa tranquila, acurrucada a mi costado, como una niña. Se remueve y me llama.
Tiene 69 años y me parece tan joven y hermosa como el primer día en que la conocí. Llevamos juntos cuatro décadas y la quiero tanto como al aire que respiro.
—No te preocupes, cariño. Estoy a tu lado. Duerme.
Lo hemos intentado todo y ha sido inútil, los políticos y los burócratas del Estado nos ignoran. Somos ciudadanos de usar y tirar. Quizá porque no tenemos nada hemos dejado de contar. Estamos fuera de la sociedad. Ayer tuvimos una cita con un empleado del ayuntamiento, un trabajador social. No haremos más visitas, para qué.
—Lo siento pero no podemos hacer nada por ustedes. La casa de acogida es la única alternativa —nos dijo el funcionario.
—No lo entiendo. Hemos trabajado toda nuestra vida de manera incansable. No le debemos nada a nadie. Esta crisis no es culpa nuestra pero la pagamos —dije, furioso, mientras Antonia lloraba en silencio.
—¡Qué quiere que le diga! A mí me pagan por manejar unos recursos que no poseo...
—No tenemos empleo. No cobramos paro. Hemos perdido nuestra querida casa. ¿Este es el premio por toda una vida de esfuerzo?
—Las cosas están así…
—Sus jefes carecen de problemas económicos. Usted también. Su misión es mirarnos con desprecio y decirnos que no se puede hacer nada. Somos seres humanos, aunque seamos pobres.
—Yo solo quiero tener una pequeña casa en la que leer y cocinar, y estar con mi marido. Sentir la lluvia golpear en los cristales, viendo cómo las horas se deslizan serenas por mi piel —dijo Antonia, con la mirada perdida.
—¿No hay un trabajo para nosotros? Por mísero que sea, nos da igual. Necesitamos vivir con dignidad. No me sirve un «No» por respuesta —dije, hablando al vacío.
—Mire, señor, yo no tengo medios que ofrecerle. Tomo sus datos e informo pero ahí se acaba todo. No dispongo de empleos, ni casas en las que puedan vivir —dijo el funcionario.
—Entonces, ¿por qué no dimite? Usted es cómplice del genocidio que se está produciendo con los desamparados —dije, desafiante.
—¡Tengo que vivir!
—Usted vive de nuestra miseria. Lo mismo que otros muchos ciudadanos, presuntamente útiles para la sociedad. Usted lava la cara a los corruptos que determinan nuestras vidas.
—¡Ya está bien! No estoy aquí para que nadie me insulte.
—Lo lamento, pero es lo único que me queda. No obstante le pido perdón por mi descortesía. Disculpe que le hayamos molestado con nuestros problemas. Supongo que habrá otras personas que también querrán contarle los suyos y que necesita incluir en su estadística.
Acabada la conversación me levante y tomé de la mano a Antonia para que me acompañara. Ella me miró con los ojos muy abiertos. Sus pupilas me preguntaban si no había esperanza. «No, mi amor. No tenemos esperanza». Salimos de la oficina municipal erguidos, con orgullo, no estábamos mendigando, solo reivindicábamos nuestro derecho a la vida.
El sol repunta en el Este, sembrando un mar de llamas que dibujan destellos en mis lágrimas, en una despedida dolorosa de este mundo azul, maravilloso, del que no hemos podido gozar plenamente. Es inútil seguir lamentándose. La ayuda que necesitamos no llega y lo que nos espera es peor: vivir separados. Hemos estado juntos en la ventura y también lo vamos a estar en el infortunio. Nadie, ni la miseria, va a romper esta unión que trascenderá a la muerte.
Nos sumergimos en el pozo del olvido definitivo con un grito impotente que esperamos que tenga eco en los oídos de los desgraciados de nuestro tiempo. Ellos son los únicos que escuchan aunque su miedo les lleve a permanecer adormecidos ante la injusticia que marca nuestro destino. Nuestra dignidad es su dignidad. Deseamos que este gesto prenda una llama que haga explotar la furia de esos millones de conciencias que sueñan con un milagro de un dios que no existe.


Recursos consultados:

http://america.infobae.com/notas/41992-El-desgarrador-final-de-Salvatore-y-Antonia
http://www.elmundo.es/elmundo/2012/01/12/internacional/1326372899.html
Salvatore y Antonia. Vídeo


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En memoria de Salvatore de Salvo y Antonia Azzolini

12 dic 2011

No hay libertad en la miseria (III)

Los invisibles


Por Ángel E. Lejarriaga



Hace frío aunque no como otros años. Este diciembre es diferente, extraño. El clima también se encuentra confundido, como nosotros, como el mundo. Una niebla gris cubre la ciudad con un tinte melancólico que acentúa mi tristeza. No quiero estar triste, no puedo permitírmelo, pero de mi corazón no surge ni un hálito de ilusión. La vida no nos va bien. Manuel no encuentra trabajo, yo tampoco, y con lo que cobramos de subsidio apenas tenemos para comer. Cualquier día nos quitarán a la niña porque según los asistentes sociales no disfruta de las condiciones nutricionales y de salubridad adecuadas. Me hacen gracia sus exigencias y remilgos, se muestran muy preocupados por nuestro bienestar. Hipócritas. Como si nosotros no supiéramos el modo en que transcurren nuestros días. En vez de lanzarnos continuas amenazas, que nos hieren como balas, podrían ayudarnos, tal vez proporcionándonos un trabajo digno o al menos algo más de dinero. Si vivimos en una casa ocupada no es por capricho sino porque no podemos pagar un alquiler. Nos sentimos indignos por soportar este tipo de existencia. Ellos se limitan a cumplir sus reglas, pulcras e insensibles a nuestro padecer. Nos examinan con frialdad. Nos hablan correctamente sin embargo no impiden que nos hundamos más y más en la miseria. Les suplicamos que nos ayuden de verdad, y nos responden irritados que no pueden hacer más de lo que hacen porque no tienen recursos. Estamos condenados a nuestra perra suerte.
Manuel se desespera, yo también. Nunca imaginamos que llegaríamos tan abajo en nuestra pobreza, que nos quedaríamos sin piso y sin un pedazo de pan que llevarnos a la boca. Hemos luchado e implorado, incluso ocupado un piso vacío, no nos ha quedado otro remedio: eso o vivir en la calle como mendigos. Cada día nos parecemos más a ellos.
Ya no podemos aguantar más, en pocas horas nos echarán de aquí también; qué va a ser de nosotros entonces. Manuel está muy deprimido, se pasa el día en busca de trabajo de lo suyo, la electricidad; como no lo encuentra va de oficina en oficina del Ayuntamiento en pos de una ayuda que no le dan, nadie le escucha. Es como si al hundirnos en la necesidad más absoluta hubiéramos dejado de existir, de tener derechos en el universo de los vivos.
Él era fuerte pero ya no puede más. Se toma los antidepresivos que le ha recetado el médico y llora en silencio, a escondidas, para que la niña no le vea; pero ella se da cuenta y me pregunta por las lágrimas de ese hombre alegre que era su padre. Qué le puedo responder. Tampoco entiende por qué debemos irnos de esta casa ni por qué la policía nos expulsó de la otra. No comprende por qué no tenemos luz ni agua corriente; a sus compañeros de colegio no les sucede nada de esto. La escucho y me trago el dolor que me rompe por dentro. Miro al frente en busca de una imagen que me reconcilie con la existencia y no veo más que una espesa oscuridad que ciega mis pupilas.
Me gustaría que Manuel estuviera ahora conmigo y me abrazara, solo le tengo a él y a la niña; no nos pueden negar también este amor. En ocasiones pienso que hasta eso nos ha quitado la violencia cruel de esta crisis económica mil veces maldita.
Ojalá no tarde mucho Manuel, ojalá venga pronto y me diga que nos dejan quedarnos un poco más en esta casa. Ojalá que algo cambie y podamos recobrarnos de tanto sufrimiento. Ojalá que todo lo que nos está sucediendo sea solo un mal sueño del que despertaremos en cualquier momento. Ojalá las puertas que nos rodean dejen de cerrarse y brazos amigos nos acojan e impidan que caigamos aún más.


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18 oct 2011

No hay libertad en la miseria (II)

El grito mudo



Por Ángel E. Lejarriaga



Las pupilas del hombre se abren ante el sol que decae, un misterio en forma de sombra funesta le rodea con una consigna desesperada. ¿Qué le ocurre? ¿Por qué tiembla? ¿Por qué duda? No tiene nada que perder. Dos pasos más adelante le aguarda una cita espesa de emociones.
Es solo un hombre perdido. Podría ser también una mujer, un niño, una persona, un indignado, un solitario, una arpía, un imbécil, un transeúnte, un desalentado, tal vez un parado. La digresión lingüística se ha detenido ante esa categoría evolutiva infernal: un parado, un desasistido, un paria. Una realidad biológica que existe a pesar de que se trate de obviar.
Es una especie antigua que se oculta bajo las alfombras de la opulenta Europa. Una entidad poco útil, siniestra. Un merodeador nato que da vueltas y más vueltas, sin sentido, sin orden, sin unos puntos cardinales que le orienten en una dirección. En ocasiones se le ve sentado en un banco solitario, a la espera de que ocurra algo excepcional que le libere del estigma que le condena al ostracismo de la no existencia.
El individuo que observo ni tan siquiera reflexiona sobre estos términos; orden, sentido, futuro, carecen de significado en el caos atemporal en el que vive. Su mente acumula un rencor fiero, ardiente. Una bocanada de bilis le abrasa la lengua con un ácido denso que surge de lo profundo de sus entrañas. Su mundo se ha derrumbado hace tiempo y desde entonces permanece sumergido en un universo hecho de nada y de la nada no se sale porque en ella no hay esperanza.
Avanza unos metros y se detiene, su respiración es entrecortada. Su corazón escupe latidos como gritos, anhelando una ayuda imposible, un sortilegio balsámico que lo eleve sobre su cotidianidad de mugre y hastío. A veces piensa que ya no es un ser humano. Su conciencia le sugiere la idea peregrina de que quizá ha penetrado en un submundo hecho de horror y desprecio, en el que las miradas huidizas de los otros le atraviesan como espadas de acero.
Él se esconde, no hiere, le hieren. Él no humilla le humillan. Él ya no habla porque le cortaron la lengua el día en que le convencieron de que si era bueno en su trabajo triunfaría, si era obediente la sociedad le recompensaría, si cumplía las reglas alcanzaría la gloria del bienestar indefinido. Todo ese conglomerado de frases ampulosas se ha derretido ante el muro ignominioso que le circunda. Está fuera, le han expulsado de la sociedad de los prodigios, a pesar de haber sido el más sumiso de los ciudadanos, y eso no puede soportarlo. Es joven todavía, lo es aunque ronde los cincuenta años. Tiene esposa e hijos, que le miran con un poso de lástima. ¿Qué va ser de él? ¿Qué va a ser de ellos? ¿Qué va ser de todos nosotros?
Sus puños apretados se aferran al metal indiferente que sostiene. No hay dureza en su rostro, tampoco lágrimas. Quiere morir de una vez y no sabe cómo hacerlo. Le dicen que está deprimido pero no lo entiende, él solo quiere trabajo y nadie le escucha. Le enseñaron que ese era su fin en la vida, vender su fuerza al mejor postor. Lleva ese mensaje tatuado en la piel de manera imborrable. Lo marcaron como a una res al nacer y desde entonces ha respondido de manera eficiente a lo que se esperaba de él, ha cumplido con su deber de ciudadano decente. Pero ahora ha perdido sus derechos, que creía inalienables, porque ya no cobra un salario ni tan siquiera un subsidio. De repente es un ente infecundo. Los amigos le han dado de lado para que no les pida dinero aunque nunca lo ha hecho, por si acaso. Da miedo ver a un parado cerca, es presagio de miseria y la miseria puede contagiarse, es peor que la lepra.
Desea vivir a pesar de todo. En un rincón peregrino de su destartalado cerebro todavía existe un atisbo de luz. Antes quería morir y en este instante se resiste a ello. Da dos pasos más en dirección al supermercado. Está dentro. La cajera le mira con ojos despavoridos, no le reconoce, no entiende por qué lleva la cara tapada y por qué empuña una escopeta. Él no quiere hacer daño a nadie pero todos los que le rodean son culpables, nadie es inocente si permanece pasivo ante la pobreza y la exclusión de sus semejantes. Con sus manos sudadas acaricia inútilmente el gatillo del arma descargada, porque no tiene dinero para comprar cartuchos. Aún así un arma es un arma y sus dos ánimas, como dos ojos negros amenazadores, encañonan a los rostros aterrados que le observan. Apenas puede hablar, balbucea, con la escopeta señala la caja registradora. El resto de los personajes flotan en la escena embriagados por un hedor gélido que proviene del pozo de la historia.
Le gustaría expresar el dolor que siente ante ese arrebato de necesidad y a la ve de justicia. Pide el dinero, más bien lo suplica, con lágrimas en los ojos. La cajera le entiende pero no es capaz de moverse, presiente la tragedia en los labios cortados del hombre sin rostro. Él la empuja con el cañón para que le obedezca y ella al fin reacciona. Es escaso el tesoro que obtiene pero aún así lo coge, se vuelve hacia la calle y de pronto las piernas se le doblan, algo le ha golpeado en el pecho con violencia. Ha creído escuchar un estampido, como un petardo infantil. Le confunde que las piernas no le sostengan. Se deja caer sobre un costado, muy cansado, mientras una masa viscosa carmesí le rodea como un aura. Oye gritos y palabras entrecortadas, confusas. Desde el suelo, muy cerca, percibe dos pies calzados con botas negras brillantes, parte de un uniforme, y un familiar olor a pólvora. No entiende lo que ha pasado pero tiene sueño. Próximo a la inconsciencia cree oír el sonido de una sirena que se aproxima. Los parpados le pesan y tiene frío, mucho, frío.

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10 ene 2011

No hay libertad en la miseria (I)

Noche sombría

Por Ángel E. Lejarriaga


La noche me pesa como una losa ardiente. Me aprisiona con un estupor de hierro, me atrapa en una jaula de pensamientos amenazadores. ¿Qué soy sin ellos? ¿Qué soy con ellos? No puedo desconectar mi mente de sus imperiosas reclamaciones. Me exige que actúe, que recupere mi dignidad, que lave mi honradez de esclavo de la suciedad impuesta por el desprecio de los que me han encarcelado en esta celda sin puerta. Soy un servidor sumiso, lo he sido durante toda mi vida. Mis últimos veinte años han estado dominados por esa húmeda mansedumbre que se deriva de agachar la cabeza sin replicar nunca las órdenes del amo. No he sido nada más que una mercancía, aparentemente valorada, solo eso, una herramienta sólida y barata que se podía usar y tirar. Tarde me doy cuenta. No valgo nada. No me merezco ni el respeto imprescindible de una despedida agradecida y generosa. Las herramientas somos desechables, yo lo soy, lo sé. Quizá lo he sabido siempre y me he auto engañado. Llegué a pensar que era un miembro más de la familia. ¡Imbécil! He sido un iluso. Ellos no tenían la obligación de quererme, no significaba nada en sus vidas. ¿Por qué llegué a creerme sus promesas, sus mentiras? Cómo no iba a hacerlo si significaban una garantía de futuro. No debían fallarme, aunque lo hayan hecho.
Casi todos en el pueblo me han dado de lado. Piensan que soy raro porque visto diferente, porque a veces, cuando bebo más de la cuenta, me creo mis propias fantasías de buenos y de malos, de forajidos y comisarios heroicos.
Me gusta la caza, aunque no esté orgulloso de matar animales. Lo hago por costumbre y por sentirme vivo. Acecharles me hace comprender el orden del mundo. Les mato pero les quiero y me duelen sus muertes. Sin embargo, de alguna manera misteriosa e irracional, dispararles genera en mi interior un equilibrio que no logro de otro modo. Probablemente la violencia que siento contra esta sociedad la desfogue sobre mis pobres compañeros de infortunio. Cuando me como sus cuerpos desgarrados noto cómo les incorporo a mi esencia más primitiva y de un modo extraordinario les hago renacer en la fusión con mis órganos. Estas ideas son las propias de un loco. Sería justo que otros depredadores hicieran lo mismo conmigo, que me cazaran también. Mi relación con las bestias es más veraz que con la mayoría de los humanos con los que he convivido hasta hoy.
Me doy cuenta de que no existe la fidelidad. No he conocido mujer que no haya pagado y no sé, por tanto, qué supone el hecho de asumir una responsabilidad de pareja. No he sido fiel más que a mí mismo, a mis padres, a mis jefes y a las leyes de los hombres. He aprendido mucho de esa relación opresiva.
Soy consciente de la cadena de agresiones en la que vivo y de la que no he sabido defenderme. He nacido para ser un siervo y eso lo resume todo. El hecho de que me lo esté cuestionando ahora responde más a mi enfermiza personalidad, debido a la desesperanza que me domina, que a un verdadero acto de esclarecimiento. No hay libertad en la miseria.
Lo estoy perdiendo todo: el trabajo, la casa y hasta el respeto de mis vecinos. Mis jefes me apartan de su lado, se ríen de mi ignorancia y estupidez; me dan un cheque sin fondos como a un tonto se le da un papel de periódico, diciéndole que es un billete de lotería premiado. En el banco también se mofan de mi pobreza, me amenazan con quitarme lo que me ha costado una vida de esfuerzo. En la tienda me miran alarmados. Claro, llevo seis meses sin cobrar mi sueldo y lo saben, no puedo pagarles. Sobro, no soy un cliente, no tengo dinero. Mis derechos como ciudadano se extinguen al quedar desposeído de mi categoría de mercancía en uso: soy un parado. Las leyes no me protegen. Sí salvaguardan al banco, a los empresarios o a los políticos corruptos pero yo carezco de auxilio; no soy nada, no valgo ni el pedazo de tierra en que serán enterradas mis cenizas.
¿Cómo voy a vivir a partir de mañana? ¿Cómo puedo seguir respirando desde mi nueva categoría de desecho? No lo sé o no quiero imaginarlo. Tal vez simplemente no deseo vivir de ninguna manera. He perdido bienes materiales y eso lo puedo sobrellevar; pero ¿qué hago con la desesperación que me domina? Siento una presión en la garganta como si me estuvieran estrangulando, me falta el aire. Miro por la ventana y los primeros rayos de luz iluminan esta calle que conoce bien mis pasos y que ahora descubro como extraña. No hay sosiego en mi corazón, no puedo descansar sin recuperar mi estima personal. Me resulta inverosímil cerrar simplemente los ojos y pasar página como si nada hubiera ocurrido. Necesito una reparación, la última, la definitiva. Es posible que el fuego cauterice mis heridas.
Sé lo que estoy haciendo en esta hora nefasta. También sé lo que voy a hacer a no tardar mucho. Mis manos limpian el arma que ha sido mi estimada compañera durante mucho tiempo, ella nunca me ha fallado; hoy tampoco lo va a hacer. Ignoro si es justa mi decisión más ya no me importa. La tormenta que me domina necesita expiación, una salida a tanto odio concentrado.
Estoy preparado; nada, salvo un milagro, puede detenerme. Es el destino del ser humano matar y morir con una niebla triste en las pupilas. No hay retorno. Ellos son culpables, yo lo soy también por haberles cedido mi libertad; por haber puesto mi vida en sus manos. Una voz en mi interior me dice que tendría que marcharme lejos y escapar de la sangre que pronto explotará ante mis ojos, pero no puedo hacerlo, ya no, es demasiado tarde. Tienen que pagar por lo que han hecho. Soy el único ser que lo entiende. Soy víctima y a la vez verdugo.
Ahí están… Se les ve bien a pesar de mi dolor. Ni siquiera imaginan lo que estoy sufriendo. El horror está presente, sus ojos lo reflejan, saben que van a morir, todos hemos de hacerlo en un momento u otro. Lo siento por ti, chico, no era tu hora. El olor a pólvora me embrutece. ¿Qué estoy haciendo? Nadie me quita el arma que me quema los dedos. Aún hay tiempo de apaciguar mi cólera. Oigo gritos lejanos y rostros descompuestos y más sangre y el silencio…
La conciliación de la muerte y el hastío ha hecho su trabajo. Puedo descansar en paz. A. E. L.

Inspirado en la última noche sombría de Pere Puig


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