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28 nov 2019

La muerte de Iván Ilich

Por Ángel E. Lejarriaga



Esta obra de León Tolstói (1828-1910) se publicó en 1886. En ella revisa la vida humana y de algún modo se revisa a sí mismo en su relación con lo que le rodea, y por supuesto con la muerte. Cuando la escribió estaba pasando por una fuerte crisis existencial que superó gracias a una profunda transformación espiritual.

La forma en que escribe el autor está encuadrada dentro del realismo. Describe pormenorizadamente lo que ve, las costumbres; los personajes explican con detalle lo que ocurre a su alrededor; los paisajes son un personaje más; todo ello dirigido hacia un puerto incierto: poner luz al abismo que separa la vida de la muerte.

Lo que describe, de alguna manera, lo ha sentido Tolstói en su propia carne; no hace más que transcribir las tensiones de su época, la hipocresía, la falsedad de las relaciones humanas, el amor a la riqueza. No nos habla de seres deslumbrantes sino de sujetos que se encuentran a diario en la calle, a los que analiza psicológicamente con detenimiento.

La novela está fundamentada en un hecho real que en un momento dado de su vida conoce Tolstói y que le impresiona. El texto lo escribió entre los años 1884 y 1886.

La vida de Tolstói no fue un camino de rosas, vivió en una permanente contradicción. El listón de su ideal siempre estuvo lejos de sus hechos. Era un anarquista cristiano ―algo admirable―, que se manifestaba en contra de la propiedad privada y a favor de la vida sencilla. Algo que no practicó, más bien al contrario, sobre todo al principio de su vida. Su infancia había sido difícil y estaba hambriento de bienes terrenales. Con estos supuestos vitales, él mismo se sometió a una presión angustiosa, buscando una felicidad imposible que no logró en ninguna de las áreas de su vida. Al final, como le ocurre a Iván Ilich, se pierde en un vacío existencial en el que se desespera, se frustra y se queda solo con sus tribulaciones.

La muerte de Iván Ilich es la historia de un hombre de provecho, un juez, que ha asumido los valores del sistema político económico de su tiempo, sin cuestionarlo, y que ha pretendido vivir en función de esas coordenadas de burócrata burgués. Todo el empeño de su esfuerzo está dirigido a conseguir los máximos logros que su profesión le permite y con ello ascender socialmente. Aparentemente, es un triunfador dentro de su escalafón social, pero no es un aristócrata por tanto sus posibilidades de ascensión son limitadas. A pesar de sus satisfacciones pecuniarias y profesionales, su entorno familiar no es el mejor, entonces se cuestiona si su sacrificio ha merecido la pena. En esas está cuando a partir de un accidente doméstico empieza a sentir un dolor físico que ya no le abandonará hasta su muerte. Todo lo que ha conseguido hasta ese momento la enfermedad lo derrumbará como un castillo de naipes.
«Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»
El texto cuestiona muy críticamente la sociedad del imperio ruso por clasista, despótica y mendaz, centrada en las formas pomposas y en la acumulación de riqueza. Una vez que la enfermedad se desata, Ilich analiza todo esto, lo expone sorprendido de haber formado parte de ello y pone en tela de juicio su valor; también revisa su pasado con detenimiento. ¿Ha llevado una vida correcta? No tiene respuesta, solo dudas. En cualquier caso, la muerte le acecha, ya no hay marcha atrás.
"Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos."
Una parte muy importante de la novela es su relación con los médicos y con el ninguneo de la información que le niegan sobre su estado físico que él aventura como catastrófico.
“Iván Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado...”
Demasiado tarde para él. No se puede volver atrás. Si pudiéramos, a través del conocimiento adquirido, quizá podríamos modificar nuestra forma de estar en el mundo.

No me olvido de citar la mentira continua que impera a su alrededor, entre sus compañeros de trabajo y en su propia familia. Se da cuenta de ello y se siente abandonado por todos.

¿Qué puede hacer entonces? Ilich sabe que va a morir. Solo puede escapar del presente a través de ensoñaciones, de recuerdos provenientes de la infancia.

Tras su muerte esta mentira se manifiesta de manera más clara aún.
"... al recibir la noticia de la muerte de Iván Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o conocidos."
 



5 abr 2011

Abril, mes de flores y utopías


Por Ángel E. Lejarriaga


Estamos en abril, un mes de flores y de luz. La poesía acaricia las calles remisas a escuchar las voces de las megafonías estridentes, de los que nos invitan a votar porque quieren ser nuestros guardianes, en esta jaula sin barrotes que es la sociedad de nuestro tiempo.
A pesar de ellos me siento libre para respirar, para decir «salud» al compañero o compañera con el que me cruzo y abrazarles con una sonrisa cálida. Ellos son miembros de mi comunidad y con ellos comparto mis horas, impotentes ante las guerras y miserias provocadas por aquellos cuyo único destino es ser más ricos.
Quizá he perdido la esperanza de que el mundo evolucione positivamente de una manera global, al menos yo no lo veré; la Historia es demasiado larga y la vida humana corta. A pesar de ello sueño y creo en que puedo hacer cambios en mi vida: ser solidario con los que me rodean, compartir no solo mi tiempo con otros sino desde la práctica modificar mi universo cotidiano.
Mi realismo optimista no me impide ser consciente de que estamos más desarmados que nunca ante el capitalismo, no me engaño. Los escenarios se repiten década tras década y los explotadores (multinacionales, mundo financiero y organizaciones económicas internacionales) siguen bien pertrechados en sus trincheras, reduciendo nuestra calidad de vida conseguida con tanto esfuerzo y sacrificio.
Estamos desarmados ante ellos porque no tenemos ideas transformadoras, porque no creemos que podamos autogestionar nuestras vidas. Queremos negociar con el capitalismo, le concedemos un margen de confianza para que nos devuelva el bienestar perdido y no es posible, ese es el más grande de los errores. Buenaventura Durruti dijo en una ocasión: «Con el capitalismo no se habla, no se negocia, se le combate y se le destruye.» Evidentemente el planteamiento es revolucionario y radical pero ¿qué tenemos que perder?, poco. Sin embargo sí tenemos mucho que ganar: nuestra dignidad como individuos libres. Einstein decía que «lo más absurdo es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes.»
No podemos hacer una revolución sin transformar previamente las conciencias. Parece una obviedad y lo es, lo escribió Tolstoi, los perros guardianes del dinero —policía y ejército— se encargarían de convencernos de lo equivocados que estamos al insistir en esa actitud. Entonces veríamos la verdadera cara de la democracia burguesa: el fascismo.
Sí podemos revolucionar nuestras mentes y armarnos de ideología para a partir de ahí ir transmutando nuestra forma de vida y organización social, al margen de las estructuras del estado y sus mensajes envenenados de demagogia.
Es exigible, además, prescindir directamente de sus medios de comunicación, de sus discursos falaces, de sus consignas moralistas e irracionales. El auténtico mal del mundo es la existencia de un poder absoluto, tenga forma humana o divina, da igual, ambos limitan la libertad y provocan la injusticia.
La vida en el planeta Tierra puede ser diferente si rompemos con las cadenas de la explotación del hombre por el hombre. Los seres humanos de un modo cooperativo y autogestionario somos capaces de vivir en paz. Con creatividad y auto responsabilidad tenemos en nuestras manos la posibilidad de construir, desde las cenizas del antiguo régimen autoritario, ese nuevo mundo, que según dijo un compañero hace muchos años, todos llevamos en nuestros corazones.

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15 abr 2010

«Iván el tonto» o la esencia más primitiva de la Utopía

Por Ángel E. Lejarriaga


R
eleía La muerte de Iván Illich cuando descubrí a otro Iván a Iván el tonto, ambos personajes creados por el pulso firme de León Tolstoi. Los dos escritos me produjeron un gran impacto emocional. El primero ya lo conocía. Pero el segundo relato incluido en el mismo volumen provocó en mí una reflexión más profunda o al menos diferente. Iván Illich me hizo ser consciente de la vida falaz por la que transitamos, repleta de ilusiones vanas. Iván el tonto me conmovió desde la Utopía abandonada por mi generación, basada en un mundo más justo.
En Iván el tonto, un pequeño cuento de Tosltoi —para niños según algunos críticos—, el autor, alumbrado por la luz del sentido común, expone otro modo de hacer las cosas en la sociedad; cómo vivir de una manera armoniosa y pacífica. Tolstoi refleja en su trabajo la vívida imagen que posee de una sociedad sin clases, sin gobierno, sin ejército y sin dinero. Una sociedad organizada bajo los cimientos del esfuerzo y la solidaridad. Por supuesto una utopía, pero qué puede hacer el Hombre sin un horizonte ideal que le ilumine el camino.
Tolstoi era anarquista y también cristiano. Asociación de ideas difícil de congeniar, por supuesto. Construyó su ideario tal vez inspirado en las sectas milenaristas que existieron durante la Edad Media, que planteaban como modo de vida un comunismo primitivo próximo al que pregonaron más tarde los anarquistas del siglo XIX. El proyecto social de Tolstoi exigía la eliminación definitiva del estado pero como paso previo sugería, en contra de otros autores libertarios, disolver la base de su poder: el ejército y el resto de fuerzas que lo sostienen. El siguiente texto expresa bien esta afirmación:
«Que cada individuo que desee colaborar al bien general de la sociedad trate de vivir sin recurrir en ningún caso a la protección de su persona y de su propiedad con la violencia. Que trate de no someterse a las exigencias de las supersticiones religiosas y gubernamentales; que en ningún caso tome parte en la violencia gubernamental, sea en los tribunales, sea en las administraciones, o en cualquiera otro servicio; que no se goce, bajo ninguna forma, del dinero arrancado al pueblo a la fuerza; que no tome parte en el servicio militar, fuente de todas las violencias….»
Su pensamiento transformador transcurre por «el perfeccionamiento interior, religioso y moral de los individuos».
«La negativa de pagar los impuestos o de tomar parte en el servicio militar se gesta en una idea religiosa y moral que los gobiernos no pueden negar; esta sola negativa, firme y atrevida, quebranta las bases sobre las que se sostienen los gobiernos, y esto será mil veces más seguro que el empleo de las huelgas por largas que sean, que los millones de folletos socialistas, que las revoluciones mejor organizadas o la matanza de políticos.»
Tolstoi considera que la lucha revolucionaria debe ir dirigida a acabar con el gobierno de la nación.
«Todos los esfuerzos de los que desean mejorar la vida social deben tender a librar a los hombres de los gobiernos, cuya inutilidad es en nuestra época cada vez más evidente.»
El autor ruso defiende la acción no violenta y la desobediencia civil como herramientas necesarias para conseguir el objetivo liberador.
«La lucha por la fuerza, y, en general, por las manifestaciones exteriores (y no por la sola fuerza moral) de un grupo pequeño de personas contra un gobierno poderoso que defiende su vida y que para ello dispone de millones de hombres armados y disciplinados, es inútil. Semejante lucha es ridícula…»
Además considera que la lucha violenta contra el estado es innecesaria y sumamente ineficaz porque aparta a los individuos de la transformación interior.
«La actividad revolucionaria es irrazonable e irregular. Además, es perjudicial, puesto que aparta a los hombres de la actividad única, —el perfeccionamiento moral— por el cual, y exclusivamente por él, pueden lograrse los fines de los hombres que luchan contra el gobierno.»
Los seres humanos —dice Tolstoi— tienen que realizar cambios importantes en su forma de entender la realidad y de enfrentarse a ella, sin esos cambios la revolución social es imposible.
«Mientras que los hombres sean incapaces de resistirse a las seducciones del miedo, del lucro, de la ambición, de la vanidad, que humillan a unos y depravan a otros, formarán siempre una sociedad compuesta de violadores, de impostores y de víctimas. Para que esto no suceda, cada individuo debe hacer un esfuerzo moral sobre sí mismo. La vida humana se modifica no por el cambio de las formas exteriores y sí por el trabajo interior de cada individuo sobre sí mismo.»
Tolstoi realiza un análisis interesante que está vigente en la actualidad. Cuando examinamos otros sistemas de opresión de países considerados menos desarrollados nos consideramos afortunados y superiores. Pero nada más lejos de la realidad, nuestros sistemas de gobierno están mejor maquillados pero siguen manteniendo unas implacables relaciones de explotación, auspiciadas y endulzadas bajo la mascarada de la democracia capitalista.
«En Inglaterra, en Alemania, en Francia, en América, los malos procederes de los gobiernos están tan bien enmascarados, que los ciudadanos de estos países, en vista de los acontecimientos de Rusia, imaginan sencillamente que lo que pasa en Rusia no ocurre más que en ella, y que ellos gozan de una libertad absoluta y que no tienen necesidad de mejorar su situación. Sin lugar a duda se encuentran en el estado peor de esclavitud: en la esclavitud de los que no comprenden que son esclavos y están orgullosos de su situación. El deber de todos los hombres esclavizados por los gobiernos está no en reemplazar una forma de gobierno por otra sino en suprimir todo gobierno.»
La tesis fundamental de Tolstoi para conseguir una sociedad nueva es la necesidad de provocar una revolución en las conciencias de los hombres y las mujeres del mundo.
«Una vida mejor no puede lograrse más que con el progreso de la conciencia humana, y por esto, todo hombre que desee mejorar la vida, debe dedicarse a mejorar su conciencia y la de los demás. Pero esto es precisamente lo que los hombres no quieren hacer, al contrario, emplean todas sus fuerzas en el cambio de las formas de vida a la espera de que éstas aporten una modificación de la conciencia.»
Muchos autores anarquistas como el mismo Bakunin o Kropotkin a pesar de reconocer que las tesis de Tolstoi no eran desacertadas, creyeron que los revolucionarios debían de estar preparados para destruir el estado y la propiedad mediante la violencia, argumentaban que una vez conseguido esto los seres humanos se adaptarían sin problemas a las condiciones ventajosas que ofrecería la nueva sociedad.En este contexto ideológico se desarrolla Iván el Tonto. Tolstoi escribe el cuento de una manera sencilla para que el humilde público campesino para el que va dirigido lo entienda. De hecho él siempre pensó que la revolución sería engendrada por los hombres y mujeres que trabajaban la tierra con sus manos.
El personaje central, Iván, es un campesino, considerado tonto por su familia, que vive con sus padres y una hermana muda. Desde el primer momento favorece las ambiciones de sus hermanos mayores y cede su herencia sin importarle. Su desprendimiento y generosidad es propio de una persona que no se apega a los bienes materiales, que no considera totalmente suyos sino de aquellos que los puedan necesitar. Su vida se erige día a día con el trabajo y una voluntad férrea por extraer a la tierra sus frutos. En ningún momento pasa por su cabeza la idea de acumular riqueza.
«Iván tomó las hojas, las frotó y el oro cayó.
—Servirá para juguete de los niños.»
Si Iván piensa en alguna mejora para su vida ésta se encuentra asociada a la de sus conciudadanos. Si consigue oro de manera mágica es para repartirlo; si hace soldados, también mágicamente, es para que toquen música y hagan felices a las mozas del pueblo. Iván todo lo ejecuta con ingenuidad, en él no hay doblez, ni siquiera posee un concepto de justicia elaborado, solamente un sentido común elemental engarzado en el mismo funcionamiento de la Naturaleza.
Sus ganas de complacer a los otros hacen que incluso cree mágicamente soldados para que su hermano Seman el Guerrero se sienta feliz y consiga sus propósitos de dominación. Pero luego, más tarde, actúa contundente con un ingenuo y primitivo sentido del equilibrio o de la justicia, si se quiere. Su hermano, el militarista, le pide más tropas y él responde:
«—Yo pensaba que los soldados iban a cantar solamente canciones y he aquí que han matado a un hombre cruelmente. No quiero darte más.»
En el cuento Iván llega a ser Zar y en un momento dado abandona su estatus y vuelve a sus tareas cotidianas, las que le hacían feliz, y contagia con su ejemplo a la zarina.
«En cuanto hubieron enterrado a su suegro Iván el tonto se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones y volvió a trabajar.
—¡Pero, si tú eres un Zar!
—¿Y eso qué importa? —contestó— ¡También los Zares necesitan comer!»
Naturalmente su comportamiento, que él no exigió imitar, no fue bien comprendido por muchos de sus súbditos.
«Un ministro fue a verle y le dijo:
—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.
—Pues si no hay dinero —repuso Iván—, no les pagues.
—¡Es que se irán!
—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.
Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los tontos. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.»
Más adelante en la narración, Tolstoi plantea abiertamente el problema del ejército como fuente de toda opresión, asociado a la codicia y acumulación de riqueza de los poderosos. Varios episodios así lo relatan. En el primero de ellos se posiciona en contra de participar en el servicio militar obligatorio.
«El viejo diablo recorrió el reino de Iván para reclutar voluntarios. Hizo saber que todos serían admitidos, y que a cada soldado se le daría vodka y un gorro colorado. Los tontos se echaron a reír.
—Tenemos toda la vodka que queremos, puesto que la hacemos nosotros. En cuanto al gorro, nuestras mujeres los hacen de todos los colores, y hasta a rayas, si así los preferimos.
Y nadie se alistó.»
Tolstoi llega más lejos y nos hace comprender que una minoría de hombres no puede someter a la mayoría de un pueblo, numéricamente es imposible, sobre todo si existe por parte de éste una voluntad de resistencia.
«Y el diablo anunció al pueblo que todos los tontos debían alistarse como soldados, y que cuantos se resistieran serían condenados a muerte.
Los tontos se fueron a ver al general:
—Nos dices —expusieron—, que si nos negamos a ser soldados, el Zar nos ejecutará. Pero no nos dices qué será de nosotros cuando seamos soldados. Parece que también se les mata.
—Si, también sucede esto.
Al oír los tontos esta respuesta, se obstinaron en su negativa.
—No seremos soldados —gritaban—. Preferimos morir en casa, puesto que también a los soldados los matan.»
Más tarde, ante la resistencia del pueblo a alistarse en el ejército los tontos acudieron a Iván a pedirle explicaciones.
«—Un general nos manda que nos hagamos soldados y nos dice: “Si os hacéis soldados no es seguro que os maten; y si no queréis serlo Iván os matará seguramente”. ¿Es eso cierto?
Iván soltó una carcajada.
—Pero, ¿cómo me las compondré —les dijo— para mataros yo solo a todos?»
La narración continúa desgranando situaciones en las que se cuestiona la propiedad privada y la insensatez de la guerra, y presenta la resistencia pasiva como estrategia para desarmar la violencia del estado.
«Los soldados ocuparon otro pueblo y acaeció otro tanto. Así marcharon un día y otro día y por todas partes sucedía lo mismo; se lo daban todo, nadie se defendía, y hasta los mismos del pueblo les invitaban a quedarse con ellos.
—Sí, queridos amigos —les decían—; si vivís mal en vuestro país, estableceos aquí para siempre.
Los soldados anduvieron más aún, sin encontrar ejercito alguno. Por todas partes hallaban gentes que vivían a la buena de Dios: se alimentaban de su trabajo y no se defendían.»
Tolstoi concluye el cuento con la siguiente afirmación de Iván el tonto:
«En mi reino hay una única ley: “Al que tiene las manos callosas se le dice siéntate en la mesa y al que no tiene callos en las manos: cómete las sobras”».
Un relato, como se ve, no por ingenuo menos edificante e instructivo, al menos como elemento a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre los gobiernos y la violencia con que ejercen un poder que los ciudadanos les hemos delegado irresponsablemente.

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