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20 abr 2020

El guitarrista

Por Ángel E. Lejarriaga



Estamos ante la cuarta novela de Luis Landero (1948), aparecida en el año 2002. Queda pendiente, cronológicamente, El mágico aprendiz (1998). Como en las dos primeras, comentadas en este blog, Juegos de la edad tardía (1989) y Caballeros de fortuna (1994), tanto la historia como los personajes se desenvuelven entre variables semejantes que el autor manipula a su antojo: la cultura, la imaginación, los sueños, las frustraciones, las derrotas. Si bien Caballeros de fortuna es la que exacerba lo fantástico dentro de lo real, en esta hay un todo semejante aunque difiere bastante de las anteriores porque los personajes son muy terrenales, con anhelos terrenales, sin magia de por medio, solo deseo de trascendencia que les empuja a vivir o a intentar vivir, acercándose lo más posible a un listón vivencial que parece van a poder tocar de un momento a otro. Todos, sin lugar a dudas, están buscando su lugar en el mundo. Eso sucede también en los libros anteriores. En este caso, la narración se centra en la experiencia directa del personaje central, un aprendiz de mecánico que estudia bachiller, Emilio. Su experiencia es nuestra experiencia, un ritual de iniciación al oficio de vivir, en una época, la primera de nuestra vida, en la que las pulsiones se encuentran desatadas y cualquier objetivo nos parece posible. Mas hay un detalle significativo que enriquece la historia contada, Landero se encuentra en la sombra del joven aprendiz, por una razón fundamental, la biografía de Landero coincide mucho con la descripción del personaje. Landero vivió con su madre tras la muerte de su padre. Empezó a trabajar a los catorce años en distintos oficios, entre ellos de aprendiz en un taller mecánico. Otro dato biográfico interesante es que a partir de 1964 Landero intentó dedicarse de manera profesional a la guitarra flamenca junto a un primo; ambos acompañaron durante algunos años a diversos cantantes del género. También hay otra coincidencia notable, y es el nacimiento por esos años de su afición desbocada por la literatura.

Emilio vive con su madre, que es costurera, y que alquila una habitación para mejorar su renta. El chico trabaja en un taller mecánico de aprendiz y estudia el bachiller por las noches en una academia, hasta que entra en contacto con su primo Raimundo, que es guitarrista y que dice acaba de llegar de París, lugar donde llevaba una vida exitosa; este primo le introduce en el instrumento y en ensueños de éxito, hasta el punto de que está dispuesto a dejarlo todo por emprender, cual Faroni (personaje central de Juegos de la edad tardía), una aventura profesional apasionada y colmada de parabienes. Tiene mucha lógica que el joven Emilio deje vagar su deseo más allá de “petrolear piezas mecánicas” a diario con otros aprendices del taller en el que trabaja; y estudiar en una academia hasta el agotamiento, sin descanso, sin tregua, sin saber que existe algo más allá del oficio de mecánico. ¿Es ese su futuro? ¿Es lo que quiere? No sabe, obviamente, para dónde tirar. Raimundo es el catalizador que le presenta otros horizontes más venturosos, en gran medida una liberación que no tiene forma concreta pero que parece posible. Si se hace guitarrista profesional quizá pueda escapar a la esclavitud de la mediocridad.

A parte de este nudo central de la novela, están las clases de guitarra que da a la esposa del dueño del taller, una mujer atractiva que tiene una edad parecida a la de él o al menos la aparenta. En esa relación se materializa otro umbral que quiere atravesar, el del deseo carnal. Así, Emilio sueña ser guitarrista y que la mujer del jefe le eduque en los terrenos para él desconocidos del sexo. Es verdad que es un soñador, pero ¿cómo sobrevivir si no a la vulgaridad de la vida cotidiana?

Ahora bien, antes decía que esta es una novela más de experiencias que de sueños, si bien estos están presentes. Emilio experimenta, actúa, decide, y aprende que entre la ilusión y la satisfacción de la misma se encuentra la realidad, y esta unas veces nos responde con agrado y otras nos conduce, inexorablemente, al club de los perdedores.

Hay otros personajes interesantes que pululan por la novela. La madre es impresionante, sobre todo por la naturalidad y el sosiego con que afronta la existencia; y también por la aceptación incondicional con la que trata a su hijo, haga lo que haga todo le parece bien y lo apoya. Otro personaje que brilla, si bien aparece poco en la novela, es el bibliotecario Rodó, que trabaja en la Biblioteca Nacional y que en secreto escribe y escribe sin que parezca determinado a sacar a la luz en algún momento el contenido que fluye de su pluma. Rodó es el personaje culto, que proporciona libros a Emilio y ante el que este se plantea la posibilidad de ser escritor.

Con respecto a Raimundo, su primo, otro personaje importante, no sabes qué pensar, si lo que cuenta es cierto o es pura fantasía; de nuevo rememoramos al gran Faroni. En cualquier caso, sea verdad o no su narrativa, el contacto con él cambia radicalmente la perspectiva de Emilio.

La novela está cargada de preguntas que el lector tendrá que responder. ¿Existe algo emocional o físico entre la madre de Emilio y Rodó? ¿Qué sucede entre Osorio, el jefe de Emilio y Adriana, su mujer? ¿Está enamorada Adriana de Emilio? ¿Ejercerá de guitarrista Emilio?

 

LIBROS LUIS LANDERO COMENTADOS ANTERIORMENTE EN ESTE BLOG

24 oct 2018

Caballeros de fortuna


Por Ángel E. Lejarriaga



Esta novela fue la segunda de Luis Landero (1948) después de la genial Juegos de la edad tardía (1989), tardó cinco años en aparecer pero desde luego siguió la estela de la anterior y en absoluto decepcionó, más bien el contrario pues consiguió sorprender aún más si cabe a propios y a extraños. Muchos lectores y lectoras se preguntaron asombrados quién era ese tal Landero que había encadenado dos novelas magníficas sin darse demasiada importancia. Pues nuestro querido escritor tardío estaba ahí, presente con su nueva obra, presentando unos personajes admirables y por momentos sobrecogedores, que podían haber compartido párrafos y universo con el gran Faroni.

Si tengo que halagar a Landero lo puedo hacer primero por su talento a la hora de escribir pero es que además construye unas historias entre el humor y el drama que te atrapan desde la primera hasta la última página. No creo que nadie le pueda acusar de hacer concesiones al «gran público», que es como decir la tabula rasa que presume de cultura en este ignorante país que es el nuestro y en el que vivimos y convivimos como buenamente podemos.


El título Caballeros de fortuna (1994) le viene al pelo pues en realidad es lo que cuenta. Unos cuantos personajes aspiran a trascender de una manera o de otra la mediocridad de sus vidas, y no lo hacen como Augusto Faroni, a través de la imaginación, pero lo rozan mucho. Es indiscutible que el inefable Faroni sentó escuela en los hijos literarios de Luis Landero. Cada personaje tiene su historia: Luciano Obispo, Amalia Guzmán, Julio Martin Aguado más conocido como El pacificador, Belmiro Ventura, Esteban Tejedor (el lechero) y los padres de este, Manuel y Leonor. Cada uno de ellos es un prodigio de ingenio pero cuando se entrecruzan sus vidas conforman un tejido que es una mezcla de esperpento, anhelo de fortuna, de pasiones humanas elementales, de frustración, de soledad y de amor.

En la primera parte de la novela los personajes son presentados de manera detallada, cada uno en un capítulo. Luego van apareciendo y desapareciendo hasta la apoteosis final. El deambular de todos ellos es observado diariamente por un grupo de vecinos laxos que miran sin intervenir, sin juzgar, como piedras milenarias a las que nada puede sorprender. Son estos observadores singulares los que cuentan lo que ven. Como un narrador más, las historias son completadas por documentos que toman forma según la necesidad de la narración para aportarle intensidad. También algunos conocedores de los actores principales con los que se relacionaron en su momento, cuentan lo que vivieron y compartieron con ellos.

La novela sería poco más que un cuento de individuos anodinos y sombríos si no fuera por la vitalidad de su determinación y sus sueños, sobre todo sus sueños. Son individuos arrojados al mundo en busca de sentido, cada uno peculiar e intransferible, asumiendo lo que les rodea con un cierto escepticismo. Los cuatro varones citados quieren superar su presente, ser reconocidos como lo que no son pero podrían llegar a ser si su voluntad y el azar se pusieran de acuerdo y les favorecieran.

Julio Martín a pesar de su mediocre empleo de comerciante de tejidos, después de leer La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, concibe la idea de que posee una capacidad innata para dirigir a las masas porque no hay otra opción: dirigir o ser dirigido. Con sus colaboraciones periodísticas en La Voz de Gévora pretende influir en el pensamiento de los ignorantes para abrirles los ojos hacia una nueva Arcadia. Julio no desea ser un cronista influyente más, quiere llegar lejos: funda un partido, la Unión Moderada Independiente, se convierte en alcalde y avanza inexorable en su fantasía hacia un puesto en el parlamento y, por qué no, hasta la misma presidencia del gobierno.

Belmiro Ventura es un individuo oscuro, taciturno, apartado, que no ha vivido nunca en el pueblo y que se incorpora a su vecindario tras su jubilación. Se le presupone descendiente directo del Conquistador, don Quintín de Vargas y Ventura, muy presente en toda la novela, al que la leyenda adjudica una ingente fortuna enterrada precisamente en un lugar ignoto del pueblo. Su único interés en el mundo es el conocimiento, la erudición, hasta que conoce a Amalia Guzmán. Hasta ese momento sus mejores amigos han sido sus libros y eso a pesar de haberse dedicado a la enseñanza de la historia durante toda su vida y haber estado siempre rodeados de muchas personas.

Esteban Tejedor desciende también del Conquistador y gracias a su padre conoce la historia y se llena de esperanza porque la fortuna de su antepasado puede cambiar su vida radicalmente. Antes ha vislumbrado la opulencia en la que viven los ricos, y la belleza que les rodea; él también quiere participar de esa gloria material y pretende casarse con la hija del latifundista del pueblo, Celestino Sánchez. Pero Sofía Sánchez no es para él. A partir de ahí el tesoro del Conquistador se convierte en el objetivo más halagüeño que le hará grande, entre otras cosas porque ha descubierto que trabajando nunca se hará rico.

Luciano Obispo es otro de los personajes centrales de la obra. Su origen es misterioso. En el pueblo se dice —cosa que su madre le ha confirmado— que es el hijo de San Luciano. Hay también quien comenta que es el hijo de un viajante de comercio. Luciano tiene muchas virtudes: guapo, inteligente, cara angelical y unos atributos sexuales de un tamaño digno de admiración, que según la mayoría de las opiniones son la herencia de su padre. Cuando Amalia, la maestra, llega a ejercer al colegio del pueblo, Luciano se queda deslumbrado por ella primero de una manera platónica, después la pasión abre puertas que ninguno de los dos quiere cerrar.

Por último, en lo que respecta a Amalia Guzmán, una atractiva mujer de mediana edad, es maestra y toca el piano. Nada se sabe de ella. El pueblo tiene poco que ofrecerle salvo una paz deseada o indeseada, en cualquier caso, la que puede tener en ese momento. Mientras interpreta Mirando al mar sueña con estremecimientos sensuales que parece le están negados por la vida.

El contexto histórico está situado en la Transición española aunque se hacen muchas referencias a la Guerra Civil.

El amor es un eje transformador en la novela, capaz de movilizar lo que parece inmovilizable. Está imbuido, en un principio, de un romanticismo cortés, sin buscar el contacto de la carne. Pero claro, una cosa es proponerse conductas en base a ideas abstractas, y otra muy diferente es encontrarse con la tensión sexual que produce la experiencia real. El azar está presente también —no podía ser de otro modo—, unas veces tiene un signo y otras el contrario por lo que poner demasiadas expectativas en él no deja de ser algo ilusorio. La mesa está servida.


24 nov 2016

Sobre esos juegos que nadie cuenta

Por Ángel E. Lejarriaga



Todas las personas tenemos secretos, más o menos inconfesables, que permanecen ocultos hasta que son descubiertos o manifestados abiertamente, en un vano intento por darles forma en la realidad. La aventura equinoccial que narra Luis Landero en Juegos de la edad tardía expone, casi de un modo obsceno, el interior tragicómico de un sujeto de vida insustancial, un individuo que podemos ser cualquiera.

Luis Landero (1948) es un extremeño nacido en un pueblecito de Badajoz, Alburquerque, que ha sido galardonado en numerosas ocasiones con premios literarios de renombre, entre ellos el de la Crítica y el Nacional de Literatura. Estos galardones los recibió por su primera novela: Juegos de la edad tardía (1989). Estamos ante otro genio que triunfa con su primera obra, este ya iniciada la cuarentena.

La historia de Luis Landero es admirable. Pertenece a una familia de agricultores que para progresar tuvo que emigrar a Madrid en 1960. Sus recursos eran más bien escasos por lo que tuvo que ponerse a trabajar muy joven, no solo para pagarse los estudios sino para aportar dinero a la economía familiar. Los oficios que desempeñó fueron variados, es decir, se ocupaba en lo que le salía. Mientras escribía poemas, trabajaba en un taller mecánico o hacía repartos para una tienda de ultramarinos (tenía quince años). A pesar de las penurias, y realizando un gran esfuerzo, logró licenciarse en Filología Hispánica en la Universidad Complutense, en Madrid. Después de finalizar sus estudios, la vida le fue benigna, al menos en lo que se refiere a los empleos que desempeñó: Profesor ayudante de Filología Francesa, profesor de Lengua y Literatura en un instituto de enseñanza media, profesor de la Escuela de Arte Dramático de Madrid y profesor invitado en la Universidad de Yale (EEUU). Aunque Juegos de la edad tardía es la novela que más fama le ha dado, ha escrito otras de singular importancia: Caballeros de fortuna (1994), El mágico aprendiz (1998), El guitarrista (2002), Hoy, Júpiter (2007), Retrato de un hombre inmaduro (2009), Absolución (2012) y El balcón en invierno (2014).

Como el mismo Luis Landero ha reconocido, la base inspiradora de Juegos de la edad tardía es autobiográfica. Piensa en su padre cuando escribe la novela. Bebe directamente de su infancia y adolescencia, «con razón se dice que a veces uno no elige los temas, los temas le eligen a uno». Gil representa al padre de Landero y Gregorio a él mismo. El padre, hasta el momento de su muerte, estuvo dominado por un «profundo sentimiento de fracaso», según palabras del propio Landero. «¿Qué quieres ser de mayor, Luis?», le preguntaba de vez en cuando. La misma pregunta la recibía Gregorio de niño. ¿Qué respuesta dar? Solo la que nace de ese caldo primigenio en el que se gestan los grandes hombres: la imaginación. El padre de Luis Landero muere cuatro años después de llegar a Madrid, en 1964. La madre, antes de su fallecimiento le hace una confidencia a Luis: «Tu padre dice que no le importaría morirse porque no tiene nada que hacer en la vida». El padre quería que Luis lograra lo que él no había logrado, que llegara a ser algo. Ante su féretro, Luis Landero prometió que iba a ser un hombre de provecho. Esta promesa y un verso de Antonio Machado hicieron el resto: «Yo voy soñando caminos de la tarde». Desde ese momento asumió convertirse en un mago de la existencia y realizar sus sueños cada día.

Juegos de la edad tardía contiene elementos de la vida cotidiana nada excepcionales, con personajes que están a nuestro alrededor, que no destacan especialmente, al hombre y a la mujer común, que ocultan ensoñaciones, miedos, naufragios, fantasías que les transportan a realidades gratificantes, en contraste con un mundo real castrador. En cuanto empecé a leer la novela el personaje central, Gregorio Olías, me cayó mal, me pareció aburrido, egoísta, taciturno; un sujeto triste, que hace tristes a los que le rodean, entre ellos a su mujer, sumisa y resignada a su suerte. ¿Qué me podía enseñar un personaje tan mediocre, un oficinista gris, un huérfano sin oficio ni beneficio; acogido por su tío Félix, un individuo ausente y sombrío, que lo educó como pudo, y lo empujó a descubrir los «secretos del afán»? «“―¿Qué es el afán?” “―El afán es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas […]”»). El personaje me enseñó mucho. Me mostró su interior, su dolor, su tedio, sus escasas ganas de vivir como Gregorio Olías; su asco por una vida en blanco y negro, cuando él sueña con otra en tecnicolor.

Gregorio desea experimentar una vida amorosa intensa así como desarrollar su intelecto hasta el límite de sus posibilidades; incluyendo su lucimiento. Estamos ante un primo hermano de Don Alonso Quijano, inmerso en un afán irrefrenable de trascender. Quizá a Don Alonso se le fue la cabeza —es lo que tiene leer mucho—, pero a Gregorio no, él quiere ser otro, le urge ser otro para poder seguir respirando. Así nace Augusto Faroni. Gregorio desea ardientemente el advenimiento de Faroni, y su fiel admirador Gil también, sin él no son nada. Qué pequeño se le queda a Gregorio su trabajo, gestionando pedidos de vinos y aceitunas, por muy buena calidad que ambos productos tengan. Es que a Gregorio y a Gil, como a casi todos nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, de cualquier tiempo, la existencia no les ha salido como esperaban.

De pequeños abrigábamos ser por lo menos Spiderman, y luego no pasamos de mecánico, albañil, comercial, enfermera, administrativa o psicóloga; lo cual no está mal si fuera lo que andábamos buscando; pero claro, no es lo mismo subir por paredes verticales sin paracaídas, es decir, ser un superhéroe, que cumplir una jornada de ocho horas día tras día, siempre igual, sin alicientes. No, no es lo mismo recorrer los mares del sur, o descubrir islas desiertas repletas de caníbales y vivencias indescriptibles, que madrugar para calentar una silla, y ver pasar los años sin pena ni gloria. Por eso a Gregorio le es imprescindible inventarse a Augusto Faroni, como a un golem personal que nace dentro de él mismo, que no se conforma con acaparar su imaginación, sino que poco a poco afirma su intención de manifestarse en el mundo exterior, generando una anomalía espacio temporal en propios y extraños.

Cuando llega el momento apropiado, la metamorfosis se produce y de las entrañas del soñador surge un ser especial, irrepetible: ingeniero, poeta, políglota, audaz en el amor, arriesgado militante político, elegante, educado, delicado, atrevido, atractivo, culto, intenso, interesante: ni más ni menos que el inefable y nunca suficientemente bien ponderado Augusto Faroni. Alguien tan alejado de Gregorio que ni se reconocerían ambos si se cruzaran por la calle. Gregorio regresa a su adolescencia para recuperar sus deseos abandonados en una caja oculta en un rincón del que no hubiera debido volver a salir, porque los sueños marchitos duelen. Indefectiblemente, la terrible caja se abre y un halo onírico envuelve la escena para desfigurar a Gregorio, para transfigurarlo en el otro, en un héroe irrepetible. El mismo que contaminará a Gil con su emocionante esencia, hasta tal punto que hará que éste se vista igual, que visite los mismos sitios, que encuentre en la invención de su ídolo su propia identidad.

Es que nada es como lo soñamos, ni en el amor, ni en el trabajo, ni en las relaciones interpersonales. Ese desengaño asfixiante no es que sea contagioso, es que es usual. Por eso Gil, sin saberlo, participa del juego de Faroni a tumba abierta, porque él también exige vivir sus sueños, creer que otro mundo es posible. Así las cosas, por qué no hacer algo. Lo que sea. Mejor morir en el empeño si es necesario, antes que esa hibernación permanente que los caracteriza a los dos.

Gregorio y Gil se conocen a través del teléfono, se vislumbran distantes y a la vez muy próximos; se retroalimentan en una locura literaria que transgrede su cotidianidad. No se han visto en persona pero su relación es íntima y comprometida. Gil, sobre todo, recurre a Gregorio como referente, hasta que aparece Faroni, entonces Gil, renacido Dacio, le admira aún más, se adhiere a su presencia. La suerte está echada, con todas sus consecuencias. Como un Mr. Hyde cualquiera Faroni quiere acabar con la vida de Gregorio. Los dos no pueden cohabitar en el mismo tiempo, ya no. De ese modo, las mentiras se van volviendo realidades, alimentadas por la fe ciega de Gil, que necesita creer por encima de todo, porque está muerto en vida y quiere vivir, con Faroni o sin Faroni, si bien prefiere tener a éste de compañero de viaje.

¡Ay, Augusto!, qué genial eres. Tus mentiras son una droga que te alimenta, y que genera tolerancia, van a más, exigen nuevas capas de invenciones, en una huida hacia adelante en la que no se ve un final que no pase por la muerte del héroe. La construcción de tus fantasías son coherentes, ingeniosas, minuciosas; no dejas al albur ningún detalle; todo tiene que encajar y poseer visos de veracidad. De ese modo la historia que te cuentas cada día nunca tendrá final mientras estés vivo y puedas sostenerla.