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21 jun 2023

Miserias de la modernidad

LOS MISTERIOS DE MADRID (1992)

Antonio Muñoz Molina


Por Ángel E. Lejarriaga


Esta novela se publicó en 1992 pero tiene unos antecedentes peculiares porque los lectores tuvieron conocimiento de ella o pudieron gozar de sus páginas a través de la serie de episodios que el diario El País publicó ese mismo año entre agosto y septiembre.

La obra narra las aventuras y desventuras que Lorencito Quesada, un personaje muy especial, casi épico cual Don Quijote pero sin Sancho, que se ve obligado a recorrer un Madrid poco acogedor, en pro de averiguar el paradero de la imagen del Santo Cristo de la Greña, sustraída alevosamente en la inefable Iglesia del Salvador en Mágina. En este pueblo situado en Andalucía, ha nacido Lorencito, un triste trabajador de los almacenes El Sistema Métrico, que simultanea esta actividad laboral con sus colaboraciones periodísticas en el periódico de la provincia Singladura. Lorencito es un hombre sencillo, poco experimentado en el oficio de vivir mundano, que con cuarenta años comparte vivienda con su anciana madre. El viaje iniciático que emprende a Madrid solo dura tres días; pero, ¡qué tres días! Muñoz Molina le somete a todo tipo de lances, por momentos a cual más disparatado, poniéndole en contacto con la vorágine humana y urbana de la capital del reino de España, que los socialistas, dirigidos por el gran Felipe González, han intentado modernizar sin acierto, de cara a la galería, pues se han olvidado de sus habitantes, sobre todos los más desfavorecidos.

Esta novela, de corta extensión, se podría encuadrar dentro del ciclo de “Magina”, esa ciudad que presentó por primera vez el autor en Beatus Ille (1986). La narración se inicia y acaba en Magina. Su lectura recuerda mucho a los memorables folletines de finales del siglo XIX, y a pesar de encuadrarse dentro de la “novela negra” tiene momentos esperpénticos y desde luego cargados de humor.

Lorencito ya ha visitado antes Madrid, hace veinte años. Lo que descubre a cada paso que da le deslumbra y al mismo tiempo le aterra; no sabe bien cómo interpretar los usos y costumbres en los que necesariamente debe sumergirse, tiene que utilizar simbología asociada tanto a libros que ha leído como a películas que ha visto, para poder lograr algún tipo de explicación a la transformación sociológica que observa. Es indudable que el personaje sabe poco de los tiempos que corren en Madrid pero tampoco conoce demasiado, en general, el transcurrir de su tiempo. Su existencia en Magina hasta ese momento ha circulado por una senda vivencial en la que el ritmo de los acontecimientos es manejable y asumible; algo que es difícil en la capital.

En cualquier caso, Muñoz Molina utiliza el esqueleto narrativo para transmitir su visión sobre lo que ha acontecido en el país en los años transcurridos desde la denominada Transición hasta los fastos del 92. Lo cierto es que el resultado que nos presenta es poco halagüeño, con mucha diversidad, casi extrema,  en todos los aspectos. La ciudad se ha lavado la cara con vistas a la sacrosanta Unión Europea y al turismo creciente, la industria por excelencia de nuestro país; sin embargo, aunque existe una preciosista y pulcra alfombra que se vende bien en el extranjero, debajo de ella se oculta otra realidad diferente: chabolismo, inmigración, pobreza extrema, precariedad laboral, graves problemas con las drogas. Se podría decir que la ciudad es una moneda con dos caras, dos realidades que no se tocan, o dos universos paralelos que ni se conocen ni se quieren conocer, opulencia y miseria; la sociedad del espectáculo en todo su esplendor. Cualquier cosa parece posible en ese Madrid esplendoroso; no obstante, Lorencito Quesada sólo vive el horror del que está perdido y no se identifica con los nuevos tiempos, porque no los conoce ni sabe cómo digerirlos. Lo que ve le es extraño; él es también un extraño en aquel lugar; Madrid tampoco se reconoce a sí mismo, es un escenario maniqueo propio de nuevos ricos y de la cultura del pelotazo. Aclararé que el contexto histórico está situado en 1992

Otras entradas sobre Muñoz Molina en este blog:

9 jun 2022

Carlota Fainberg

CARLOTA FAINBERG
Antonio Muñoz Molina (1999)



Por Ángel E. Lejarriaga




En esta novela corta de Antonio Muñoz Molina (Úbeda,1956) nos encontramos con un hombre de mundo, con un hombre perdido en su ostracismo interior, con un canto lírico a la figura de Borges, con una broma, quizá también con una pasión fugaz, con un Buenos Aires en ruinas después de la dictadura militar de Videla y, finalmente, con una derrota.

Por supuesto, todas estas variables estás gobernadas por el azar qué provoca un encuentro no deseado; puras y simples veleidades de la diosa fortuna.

También hay que tener muy presente que en un momento dado de la narración, lo real y lo imaginario se entremezclan generando un marco de espanto gótico, aunque la historia en ningún momento genere esa sensación de terror.

Originalmente el texto se publicó por entregas en el diario El País, en 1994, tras la sugerencia de Juan Cruz de que Muñoz Molina escribiera para el periódico un texto que tuviera algo que ver con La isla del tesoro, pues ese año se celebraba el centenario de su publicación, pero cinco años más tarde retomó el texto y se decidió a reescribirlo, sumando algunas notas adicionales que le habían ido surgiendo, el resultado fue esta novela.

El planteamiento inicial del relato es atrayente: dos viajeros españoles se encuentran circunstancialmente en un aeropuerto norteamericano, con sus vuelos respectivos suspendidos debido a un temporal de nieve que azota la zona. Ellos son Marcelino y Claudio. Marcelino es un ejecutivo sin demasiados escrúpulos profesionales, que olfatea hoteles que pasan por un mal momento económico, que su empresa compra a bajo coste para reflotarlos. Su abanico de intereses se divide entre las mujeres hermosas, la buena comida, el alcohol y su esposa Mariluz, a la que idolatra, pero a la que es infiel siempre que tiene ocasión.

El segundo individuo en cuestión es Claudio, un individuo cetrino, ensimismado profesor de literatura, que al menos en el aeropuerto solo pretende ser invisible y centrarse en lo que más le gusta que es la lectura: es especialista en Borges y tiene que viajar a Buenos Aires para un encuentro académico precisamente sobre el tema.

En la sala de espera del aeropuerto transcurren parsimoniosas las horas mientras Marcelo divaga sobre su vida, sus recuerdos y su trabajo; y Claudio no ve el momento de escaparse de su sombra; sin embargo, Marcelo no le deja el más mínimo resquicio de fuga, y le cuenta una aventura que tuvo en Buenos Aires, en un viejo hotel, con una exuberante mujer llamada Carlota Fainberg. La historia que le describe es turbulenta, desbocada, sin tregua, le roba el aire. Claudio, precisamente, lleva una vida bastante alejada de este tipo de devaneos voluptuosos. Hasta tal punto es impresionado por la narración que cuando su compañero ocasional se marcha, llega a sentir, por unos instantes, una cierta añoranza, precisamente por alguien que no volverá a ver nunca más.

El malestar le dura poco, pronto se consuela con su querido e insustituible Borges, que le conduce inexorablemente hacia una derrota; no siempre se gana.


Blind Pew

Lejos del mar y de la hermosa guerra,
Que así el amor lo que ya ha perdido alaba,
El bucanero ciego fatigaba
Los terrosos caminos de Inglaterra.

Ladrado por los perros de las granjas,
Pifia de los muchachos del poblado,
Dormía un achacoso y agrietado
Sueño en el negro polvo de las zanjas.

Sabía que en remotas playas de oro
Era suyo un recóndito tesoro
Y esto aliviaba su contraria suerte;

A ti también, en otras playas de oro,
Te aguarda incorruptible tu tesoro:
La vasta y vaga y necesaria muerte.

JORGE LUIS BORGES, El hacedor

La narración confluye vertiginosamente hacia un final que pretende sorprender, que como he dicho al principio, está entretejido entre lo real y lo imaginario, sin que pese demasiado esto último. Tal vez hubieran hecho falta más páginas para desarrollar esta última parte de la historia.

Hay algo que me ha asombrado en el texto, muy poco común o prácticamente inexistente en lo que he leído de Muñoz Molina, y es el uso desmesurado de anglicismos, varios por página, hasta el punto de hacer incómoda la lectura.

Es de suponer, como hipótesis, que el autor ha hecho al lector algún tipo de broma, o incluso ha ironizado sobre el mal uso del inglés que hacemos los españoles que no sabemos inglés, y que a pesar de ello introducimos en nuestro lenguaje cotidiano palabras en este idioma sin venir más o menos a cuánto.

5 mar 2020

Beatus Ille



Por Ángel E. Lejarriaga



Publicada en el año 1986, Beatus Ille es la primera novela de Antonio Muñoz Molina (1956). Para empezar hay que decir que estamos ante una gran novela, en todos los aspectos. Una auténtica exhibición de maestría; desde luego con una estructura compleja y un cierto grado de dificultad en su lectura, pero al final compensa con creces el hipotético esfuerzo que puede suponer sumergirse en ella. Los saltos en el tiempo y los distintos narradores van a marcar la pauta de la obra.

La novela, como no podía ser de otro modo, nos cuenta varias historias encadenadas que forman un tejido común. Por un lado está Minaya que parece el protagonista -pero es que protagonistas puede haber muchos como comprobará el lector-, un joven que ha sufrido la represión de la policía política de la dictadura franquista en los últimos años de la misma. Este joven conoce de oídas la existencia de un poeta de la generación del 27 bastante intrigante y desconocido de nombre Jacinto Solana, sobre el que decide realizar su tesis universitaria. La indagación sobre este poeta le conduce inexorablemente a su pueblo de nacimiento, a Mágina. Allí vive Manuel, un primo de su padre, herido de guerra en el bando republicano, que proviene de rancio abolengo. Acude a él, aparte de por ser su familiar y vivir en una vieja mansión, porque en esa casa estuvo acogido el célebre Solana, Manuel y él eran amigos de la infancia. En esa casa llega a instalarse Minaya, para escribir y para ordenar la biblioteca de Manuel.

Lo que encuentra en ese palacete Minaya es un drama rodeado de misterios, pasiones entrecruzadas, miedos, frustraciones, venganzas y mentiras. Minaya va a realizar una investigación detectivesca sobre Solana sin saber bien lo que está buscando y lo que está encontrando, preguntando a unos y a otros, atando cabos, y solazándose con la bella y libre Inés, sirvienta en la casa. En esos pasillos, en ocasiones tenebrosos, Solana deambuló en el pasado para escribir un libro al que iba a llamar Beatusille.
"Decía Beatusille en el inicio de la primera cuartilla, pero no era, o no lo parecía, una novela, sino una especie de diario escrito entre febrero y abril de 1947 y cruzado de largas rememoraciones de las cosas que habían sucedido diez años atrás..."
Minaya va a contactar con otros personajes importantes en la novela, vivos y muertos. Entre ellos, muy viva, Doña Elvira, la madre de Manuel, guardiana siniestra de las sombras que buscan consuelo entre los muros de la casona. Pero está también Utrera, el escultor, Medina, el médico al que Muñoz Molina califica de “libertino, adicto a la higiene y a lo que él llamaba la fisiología del amor”. No me olvido del fantasma del pintor Orlando y de su querido Santiago. Ninguno de estos protagonistas puede hacer sombra a la exuberante Mariana, esposa de Manuel por pocas horas. En la casa se la siente, se la huele, se la desea, a pesar del tiempo transcurrido.
"Tenía catalogados no sólo todos sus recuerdos, sino también las fotografías de Mariana y de Jacinto Solana, y las había distribuido por la casa según un orden privado y muy estricto, lo cual le permitía convertir su paso por las habitaciones en una reiterada conmemoración."
Mariana fue deseada hasta la locura por Manuel, y no solo por él, pero el infortunio la hizo desaparecer pronto, cuando la ventura de un viaje para ambos, les presentaba un horizonte esperanzador en tiempos sanguinarios. Su muerte fue fortuita pero cómo superarla, incluso cuarenta años después.

Hay muertes fatídicas que lo alteran todo en un ecosistema, y la de Mariana lo fue para esa casa y sus habitantes. Nada volvió a ser lo mismo que cuando estaba ella.

La historia se desarrolla próxima a la Transición española aunque constantemente vuelve atrás, a la guerra civil, a las milicias proletarias que luchaban por defender la libertad, a los señoritos falangistas, a las sangrantes venganzas, a una negrura siniestra que proporciona un tinte triste a la narración. No obstante, nos queda Minaya e Inés; ellos dos van a proporcionar un toque de alegría y esperanza a los tiempos que viven y a los que están por venir.

Antes de terminar quiero mencionar a Mágina, la ciudad ficticia de Antonio Muñoz Molina que utiliza en algunas de sus novelas y que en esta inicia su andadura magistral.
"Anchas torres coronadas de maleza, agigantadas por la soledad y la sombra, como cíclopes cuyo único ojo es el reloj que nunca duerme, vigía que avisa a todos los condenados a la lucidez sin tregua y los une en una oscura fraternidad. "


8 nov 2019

El invierno en Lisboa


Por Ángel E. Lejarriaga



Esta novela de Antonio Muñoz Molina (1956) fue la segunda en su ya larga producción, aparecida en 1987 y con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica. Es fundamentalmente una historia de amor que me recuerda en algunos aspectos a esa otra novela de Mario Vargas Llosa “Travesuras de la niña mala”. Digamos que Muñoz Molina es mucho más caritativo con Santiago Biralbo, el protagonista. Aunque por lo demás, sufre tanto como el Ricardito de Vargas Llosa. 

En líneas generales, narra las peripecias de un pianista de jazz que se enamora perdidamente de una mujer compleja, Lucrecia, que está casada con un americano siniestro con amistades, evidentemente, siniestras. La búsqueda de un millonario cuadro de Cézanne va a generar muchos problemas a nuestro pianista.
  
Esta es la historia general pero pasan muchas cosas. Un crítico al leer la novela comentó que tenía un gran parecido con la forma en que se hace jazz. Tenemos una actuación, en ella hay varios músicos, cada uno toca un instrumento, en un principio interpretan la melodía y en un momento dado empiezan a improvisar, cada uno hace un solo, para recuperar la melodía de nuevo, como una especie de vuelta a empezar. La pieza podría ser eterna según la riqueza de los intérpretes para no repetirse. Tengamos presente que no hay dos piezas que se toquen igual, salvo en la parte melódica. Pues algo así es esta historia “loca” o mejor dicho, de “amor loco”, que por momentos parece imposible, que toma forma y envuelve a los amantes para separarlos de nuevo y dejarlos ante su propia existencia individual, colmada de conflictos oscuros.
"hay en mi novela una especie de invocación a los bares, a los lugares no legitimados como patria".
La novela te dosifica la información, te proporciona lo esencial en cada momento, para que pases la página y sigas leyendo, pero en realidad parece un pozo sin fondo en el que esperas que aparezcan nuevos personajes tenebrosos para poner patas arriba todo el entramado dramático.

Se la podría considerar como una novela negra repleta de lluvia, sombras, alcohol, horas tardías, individuos solitarios, individuos buenos y otros muy malos, mujeres exuberantes y seductoras que te atraen como la miel a las moscas. Muñoz Molina dijo en una entrevista que no había escrito una novela negra; sin embargo, es lo que parece. Falta, desde luego, un detective perdido y maldito, que deambula por las noches como un espectro, que nunca parece encontrar lo que busca. El pianista es un poco el que desempeña ese papel, persiguiendo la figura de Lucrecia e intentando comprender lo que sucede a su alrededor.
"Hay en él un paralelismo entre el discurso amoroso y el discurso artístico. Mi protagonista busca en la música y en el amor, en ese amor magnético que le fue dado en plena inocencia y que sólo puede recuperar cuando ya ha renunciado a conservarlo, una justificación absoluta".
Los protagonistas viven intensamente cada momento de su existencia, siempre al borde del precipicio, que les atrae como una maldición y en el que parece van a caer en cualquier momento.
"Un escritor es como el niño que está jugando y dice convencido que está en el castillo de irás y no volverás. Porque cuando uno escribe sabe que tras una puerta cerrada caben todos los prodigios..."
Indudablemente las ciudades ocupan un papel importante en la narración, son un personaje más, sobre todo Lisboa.
"Había imaginado una ciudad brumosa como San Sebastián o París. Le sorprendió la transparencia del aire, la exactitud del rosa y el ocre en las fachadas de las casas, el unánime color rojizo de los tejados, la estática luz dorada que perdura en las colinas de la ciudad con su resplandor como de lluvia reciente... Como algo que me dijo una vez... que Lisboa es la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros, también de quienes eligen vivir o morir como renegados..."
Aunque también está presente de manera significativa San Sebastián y Madrid.
"Supongo que hay ciudades a las que se vuelve siempre igual que hay otras en las que todo termina y que San Sebastián es de las primeras... Tengo un recuerdo de fachadas con balcones de piedra oscurecidos por la lluvia, de un paseo marítimo ceñido a una ladera boscosa, de una avenida que imita al bulevar de París y tiene una doble fila de tamarindos desnudos en invierno, coronados en mayo por extraños racimos e flores de un rosa pálido muy semejante al de las espumas de las olas en los atardeceres de verano. Recuerdo las Quintas abandonadas frente al mar, la isla y el faro en mitad de la bahía y las luces declinantes que la circundan de noche y se reflejan en el agua con un parpadeo como de estrellas marinas, lejos, al fondo estará el rotulo azul y rosa del Lady Bird, con su caligrafía de neón, los veleros anclados que tenían nombres de mujeres o países, los barcos de pesca que despedían un intenso olor a madera empapada y a gasolina y a algas..."
Todo esto que estoy diciendo está siempre impregnado de música, de mucha música, de Santiago Biralbo, pianista, o de Billy Swan, trompetista; personaje inspirado en la figura de Dizzie Gillespie. Sin la música no habría novela, es inimaginable.

Para el que desee sumergirse en las páginas de Invierno en Lisboa, sugiero que lo haga cuando nadie pueda molestarle, por la noche, quizá después de las doce, que ponga un buen disco de bebop, por ejemplo de Gillespie, Parker, Roach, Powell o Monk, y se arroje en la charca oscura de la narración donde le esperan la magnética Lucrecia y el seductor pianista Santiago Biralbo.

Hay película de la novela de fecha 1991, con el mismo nombre, y dirigida por José A. Zorrilla, con la deslumbrante participación del trompetista afroamericano Dizzie Gillespie.

22 ene 2019

Las apariencias


Por Ángel E. Lejarriaga



A estas alturas nadie discutirá que Antonio Muñoz Molina (1956) es un escritor que se ha formado y crecido a través de un periodismo de columna semanal que ha marcado su posterior escritura, pasando de la narración exquisita, yo diría que poética, a la más crítica y contundente con la sociedad de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Las colecciones de sus artículos publicados son variadas: El Robinson urbano (1984), recopilación de escritos editados en el periódico Ideal; Diario del Nautilus (1986); Las apariencias (1995); La huerta del Edén (1996); Unas gafas de Pla (2000); La vida por delante (2002); Travesías (2007), que contiene un buena colección de sus columnas publicadas en el diario El País entre los años 1993 y 1997.

Las apariencias se presentó en Madrid por el filósofo Emilio Lledó, en el Museo Thyssen. Contiene una selección de artículos publicados entre los años 1988 y 1991, en el diario ABC bajo el título La cueva de Montesinos y en el diario El País en la columna de nombre Las apariencias. Los artículos están ordenados cronológicamente por fecha de publicación en los diarios que les acogieron, salvo el primero que sirve de presentación: La manera de mirar.

En estos artículos, Muñoz Molina trasciende el mero ejercicio de observador del mundo, desde su atalaya inaprensible, para tomar partido sobre lo que ocurre a su alrededor, es decir, toma partido, da su opinión, su visión de los acontecimientos.

El prólogo lo escribe Elvira Lindo con maestría y agudeza analítica. Sabe bien dónde hacer hincapié a la hora de revisar el contenido de los textos que presenta. En dicho prólogo cuenta muchas cosas sobre Muñoz Molina entre ellas que para él los artículos son ensayos rápidos sobre lo que vendrá después, las narraciones más largas y elaboradas; eso, por supuesto, no les resta mérito, más bien al contrario, son una especie de aperitivos que presentan procesos de indagación del autor que tomarán forma más adelante. Ella dice que las columnas periodísticas so su “laboratorio” y, obviamente, su contacto más cercano con el público que le sigue. Además, Elvira Lindo matiza y destaca que Muñoz Molina recupera la tradición corrosiva y crítica que la mayor parte de los escritores han abandonado para no afear al establishment. Él no se corta y se manifiesta abiertamente como laico, republicano y de izquierdas. Antonio Muñoz Molina alaba la existencia del periodismo y de los periódicos, en ese momento ni siquiera intuía en lo que se iban a convertir veinte años después.

A modo de reflexión personal, resulta doloroso constatar, una vez más, que los temas y las críticas que realiza el autor permanecen vigentes hoy día si no han empeorado.

Muñoz Molina es uno de los representantes más eminentes del gremio de columnistas y se sitúa en esa escuela en decadencia del periodismo literario; para entender el alcance de su narrativa hay que tener en cuenta su labor periodística, sin lugar a dudas.

Quiero destacar uno de los textos del libro, aunque todos son igual de buenos, porque define muy bien la idiosincrasia cultural española:
A los cráneos privilegiados del Consejo de Universidades no les gusta nada la literatura española. Están en su derecho. La literatura española tampoco le gusta al Ministerio de Educación, que la expulsa gradualmente de sus exiguos reductos en el bachillerato, ni a la mayoría de los españoles, que en esto, como en tantas otras cosas, secundan la convicción ejemplar de sus dirigentes políticos, herederos de aquella célebre consigna lanzada a principios de los setenta por un hombre injustamente postergado hoy día de nuestras instituciones educativas. Hablo, claro, de don José Solís Ruiz, la sonrisa del régimen -el otro, el que nunca existió-, y de unas palabras que hoy deberían estar inscritas en bronce, o en metacrilato, en el frontispicio del gran templo de nuestra ignorancia: "Más deporte y menos latín". Con el latín, y con el griego, ya se ocuparon de acabar los penúltimos educadores franquistas. La tarea animosamente emprendida por nuestros gobernantes actuales es acabar con el español. Por el modo en que ellos hablan se diría que ya lo han conseguido. Si uno se para a pensarlo, un idioma con tantos miles de palabras es tan arcaico como una fábrica con varios miles de obreros: gastos innecesarios, dificultades de gestión, falta de eficacia. Así que del mismo modo que para modernizarnos han cerrado tantas fábricas y despedido a tal número de trabajadores, también han resuelto clausurar capítulos enteros del diccionario y de la historia de la literatura y arrojar al desempleo de la inexistencia la mayor parte de las palabras del idioma. Y dando un ejemplo de austeridad que felizmente cunde entre la población, ellos han logrado hablar con una soltura y una riqueza de vocabulario dignas de los boxeadores sonados y de los cronistas de fútbol. Al Consejo de Universidades y al Ministerio de Educación lo que les gusta es la lingüística, que al fin y al cabo es una ciencia, si no tan noble como la informática, la pedagogía o la animación sociocultural, sí mucho más respetable que la literatura., que como es sabido trata de gente que no existe y más de una vez ha enloquecido a lectores incautos transmitiéndoles sentimientos de concupiscencia y rebeldía. Gracias a los nuevos planes de estudio, los alumnos obtendrán un conocimiento exhaustivo de las leyes del idioma sin el menor peligro de contagio. No sabrán poner correctamente un acento ni articular una frase de más de cinco palabras, ni tendrán por qué haberse molestado en leer una novela, pero el fonema no guardará ningún secreto para ellos. Si el ejemplo se extiende, muy pronto la medicina no servirá para curar, sino para explicarles a los enfermos los pormenores de su dolencia, y la gastronomía podrá estudiarse en ayunas, y los capitanes de barco se jubilarán después de largos años de aprenderlo todo sobre la didáctica de la navegación y las mareas sin haber tenido necesidad de embarcarse nunca. La tarea es larga y difícil, pero por lo pronto ya se ha conseguido que un número creciente de españoles pase por la escuela, el instituto y la universidad como pasaron Daniel y sus amigos por el foso de fuego, milagrosamente indemnes, libres de todo rastro de daño y de conocimiento, y sobre todo de esa funesta manía de pensar que tan heroicamente combatió otro insigne reformador de nuestro sistema educativo, el rey don Fernando VII, el cual, por carecer en su tiempo de inteligencias pedagógicas como las que actualmente nos rigen, no tuvo más remedio que cerrar las universidades y sustituirlas por escuelas de tauromaquia.
Que el Ministerio de Educación se ocupe de fomentar la ignorancia y que a los futuros profesores de literatura se les exima de la tediosa obligación de conocerla pueden parecer decisiones paradójicas, pero en el fondo obedecen a un cierto modelo de conducta que ha mostrado su indudable eficacia en los últimos quince años de la vida española, desde que se comprobó, primero con desconcierto, y luego con un poco de babosa gratitud, que los más berroqueños franquistas se convertían en sonrientes demócratas de traje azul marino, y los republicanos de siempre, en monárquicos leales hasta las lágrimas. Inaugurada así la lógica de los imposibles, el paso de los años la ha ido mejorando: una de las tareas de ciertos servicios antiterroristas consistía en organizar actos terroristas; los mayores beneficiarios del socialismo en el poder son los banqueros y los especuladores; la política de repoblación forestal sirve para extender el desierto; los directivos de la Agencia del Medio Ambiente andaluza dedican sus ocios a cazar ciervas preñadas; dos hombres que abusan de una muchacha oligofrénica salen en libertad porque en el fondo se dejaron llevar por una comprensible explosión amorosa; cuando el tráfico ha vuelto inevitable una ciudad, se abren zanjas estratégicamente calculadas para perfeccionar el desastre; a un pirómano contumaz se le prescribe como terapia que trabaje de bombero, y el hombre, para no ser indigno de la confianza recibida, provoca en cuanto puede un incendio capaz de colmar las más ambiciosas expectativas de sus benefactores.
En su trato con la literatura, el poder siempre ha tenido la tentación de la piromanía, y no lo digo por esa concejala de Cultura que el año pasado se hizo momentáneamente célebre al quemar algunos libracos de hace dos o tres siglos con objeto de ampliar el espacio de su biblioteca pública. La literatura es la gran memoria universal de los hombres, el archivo viviente de sus mejores rebeldías, de su desasosiego, de su instinto de felicidad y de razón, el testimonio amargo o exaltado pero casi siempre ejemplar de su rabia contra la mansedumbre y de su ironía frente a lo indiscutible. La existencia de la literatura implica una doble soberanía de conciencia, la de quien escribe y la de quien lee, la licitud de la imaginación y la solidaridad inviolable de los desconocidos. La literatura nos explica la parte de lucidez que hay en la locura y de compañía íntima en la soledad, y porque nos permite viajar a lugares donde nunca hemos estado y compartir las palabras y las sensaciones de hombres que vivieron mucho antes de que naciéramos nosotros dilata nuestra conciencia más allá de los límites obligatorios del espacio y del tiempo. Gracias a la literatura aprendemos a no descartar lo imposible y a desconfiar de lo evidente, a venerar las palabras que pueden contamos la verdad y a saber que con frecuencia son armas de la mentira. Entendiendo a los héroes de la literatura nos entendemos a nosotros mismos: viajando por su mediación al pasado aprendemos a descifrar las raíces que constituyen el presente.
La literatura, pues, es un saber inútil. Tan inútil que ni una sola tiranía se ha olvidado de someterla al tribunal de los inquisidores y al celo de los pirómanos. En un entremés de Cervantes, un candidato a alcalde protesta airadamente cuando le preguntan si sabe leer. Tan orgulloso de su analfabetismo como de su condición de cristiano viejo, declara que los libros llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana. Quién sabe si lo que el bombero incendiario se proponía al prender fuego a un bosque era evitar que la madera de sus árboles acabara en el futuro convertida en papel, en hojas olorosas de libros. Quién sabe si gracias a las sabias medidas pedagógicas del Ministerio de Educación y del Consejo de Universidades los posibles incendiarios del porvenir no lograrán satisfacer su vocación de oscurantismo sin necesidad de prohibir los libros o de condenarlos al fuego. La más hermosa y necesaria utopía de aquella izquierda española exterminada para siempre en la guerra civil fue la democratización del saber. Pero los tiempos cambian y el viejo sueño de la Instrucción Pública, como el de la decencia pública, se ha vuelto un anacronismo que ya sólo parece conmover a unos pocos sentimentales incurables. Yo no sé si en el futuro todos los bomberos serán incendiarios convictos, y los violadores, rodeados del afecto de sus convecinos, dirigirán cursillos de convivencia marital. Por lo pronto, la incompetencia, la demagogia, el cinismo, con la ayuda de esas buenas intenciones de las que según dicen está empedrado el infierno, van implantando entre nosotros la obligatoriedad de la ignorancia.
Los bomberos pirómanos (El País, 31 de mayo de 1990)
FUENTE: El País



7 jun 2018

Beltenebros


Por Ángel E. Lejarriaga



Esta es la tercera novela del laureado escritor Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) aparecida en 1989. El autor es académico de la Real Academia Española desde 1996 y recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013. En total posee una veintena de premios o reconocimientos honoríficos por su trabajo literario. Su obra es muy extensa y conocida en nuestro país y fuera de él.

La historia que nos cuenta Muñoz Molina es oscura, un thriller que se desarrolla en el más tenebroso franquismo, donde lo real y lo imaginario se encuentran en un espacio común definido por la tragedia que viven los personajes.

El protagonista es Darman un ex combatiente de la Guerra Civil que lleva una vida aparentemente tranquila en Brighton, regentando un modesto comercio de libros. Pero como en un juego de sombras, nada es lo que parece, y al invisible comerciante, inesperadamente, le explota el pasado entre las manos. Darman es británico y luchó del lado republicano, pertenece al Partido Comunista de España y en su día formó parte del Servicio de Inteligencia Militar. En sus horas libres hace trabajos de sicario sin sueldo para el «partido». Veinte años antes del tiempo narrativo participó en la ejecución de un supuesto traidor de nombre Walter. Pues bien, de nuevo el partido le pide que actúe, le encomienda la tarea de eliminar a un individuo al que también se le acusa de traidor, Andrade.

Ya he mencionado a las sombras, esas que nos acechan siempre, provenientes de nuestros miedos, de los cadáveres que dejamos atrás, de nuestros amores frustrados, en sí, de nuestras continuas derrotas, pues a él, a Darman, como no podía ser de otra manera, también se le presentan bajo la forma carnal de Rebeca Osorio, hija de un fantasma del pasado.

En este viaje que parece transcurrir por el corazón de las tinieblas está presente una figura siniestra, el comisario Ugarte, un torturador sádico al estilo del condecorado Billy el niño, todavía muy vivo en la sociedad española.

La trama está muy bien montada y aunque en algunos momentos el lenguaje es tan exquisito que hay que releer, te atrapa y no puedes parar de seguir leyendo para ver qué pasa a continuación. Es fácil, mientras lees, cerrar los ojos y ver la novela en tu imaginación, como si se tratara de una película.
"Tú apagas la lámpara de la mesa de noche y todas las cosas se borran automáticamente. Pero yo sigo viéndolas, Darman, con una luz que ni tú ni nadie conoce, como si la luna estuviera siempre delante de una ventana abierta. [...] Yo nunca he vivido en el mismo mundo que tú porque sólo puedo ver con claridad cuando vosotros estáis ciegos. Yo oigo lo que vosotros no podéis oír y sé lo que ignoráis. Yo oigo el pensamiento, Darman, reconozco el miedo de un hombre cuando entro en una celda con la luz apagada y lo veo que se mueve y que empieza a sospechar que ya no está solo. Se arrodillan, Darman, les da terror la oscuridad y me suplican que encienda la luz, no me hace falta amenazarlos para que dicten una confesión."
A pesar de ser una novela de miedo, de intenso miedo —no solo por el hecho de que alguien tenga que matar a una persona a sangre fría, en base a una supuesta traición, sino también por el franquismo presente que lo emponzoña todo—, el amor está ahí entre las líneas dolorosas de sus páginas, como una posible esperanza de redención que temes que desaparezca en el pozo de mierda en el que quiere despuntar; también se encuentra la amistad, el compañerismo, la dignidad a pesar de los pesares y, sobre todo, una búsqueda de justicia que parece imposible, dadas las circunstancias.

El personaje que más me ha gustado es Darman, el insignificante librero que bajo su careta anodina y respetable, esconde a un asesino despiadado. Los demás: Rebeca, Valdivia, Andrade, Luque, Uriarte, poseen un espacio importante dentro de la novela pero no tienen la imagen impactante del matarife que no cuestiona las ordenes y que pretende cumplirlas, pasando por encima de quien sea. El pasado y el presente se acumulan en su memoria y le exigen respuestas, muchas respuestas a tantos interrogantes como la vida le ha planteado en los años recorridos.

9 ene 2017

En ausencia de Blanca

Por Ángel E. Lejarriaga



Antonio Muñoz Molina nos sorprende con esta novela corta, aparecida en 1999, con una narración intimista y tremendamente psicológica. La trama es sencilla, el amor como artífice de universos posibles e imposibles. Deleite de propios y extraños. Abismo que aterra incluso a las personas más aventureras y ansiosas de sensaciones fuertes. Mario así lo vive, con la intensidad del adolescente de muchos años, que conoce esa tensión que sube desde las tripas y te estrangula la garganta, generando un impulso suicida hacia la inmersión en los brazos del otro, de Blanca.

Él es un «triste» funcionario de la Diputación de Jaén. Digo que es triste porque no tiene mayores aspiraciones; quizá podría haber deseado ser otra cosa, y hasta pelearlo, pero se conforma con lo que es. Franz Kafka también era un oscuro funcionario, sin embargo su mente se rebelaba contra esa condición que él reprobaba, pero que le servía para cubrir gastos, y desde su cubículo sombrío escribía sus historias, huyendo con ellas hacia un universo literario que le convirtió en un personaje diferente. Qué decir de Julio Verne, eterno aspirante a explorador, que solo salió una vez de su país, que se refugiaba entre libros y se rodeaba de sabios para escribir los viajes que nunca realizaría. Pues Mario no tiene ni ese interés liberador. Se limita a soñar con el amor. De hecho tiene una novia pero la relación es tan vacía como sus horas laborales. Entonces aparece Blanca. Su sueño de carne se materializa en forma de un ser hermoso, culto, sofisticado, inquieto, adorable, refinado, autodestructivo. Su objeto de deseo imaginado —material y espiritual—, el más perfecto, el único. A partir de ese hallazgo inverosímil, que termina en boda, se confina en el culto a Blanca, en un exclusivo ecosistema en el que habitar por siempre.

Él es un hombre sencillo, rutinario, sin ambiciones que vayan más allá de Blanca. Ella es el aire que le permite respirar, el agua que corre por sus venas, el alimento que le nutre; aparte de Blanca no existe nada en el mundo que pueda captar su atención. Blanca representa a otra clase social, lejana de la de Mario; su distinción no le intimida, al contrario, le admira aunque sea incapaz de participar de él. Ella aporta a su vida en común el Sol, él la Luna.
«A punto de cumplir los 30 años, Blanca, a diferencia de la mayor parte de la gente, no había renunciado a nada: quería pintar, quería escribir, quería saberlo todo sobre la ópera italiana o sobre el teatro Kabuki o sobre el cine clásico de Hollywood, quería viajar a las ciudades más exóticas, a los países más imaginarios, se le humedecían los ojos viendo La dama de Shanghái o escuchando a Jessye Norman, la voz le vibraba cuando leía en el suplemento dominical de El País las delicias gastronómicas que servían los mejores restaurantes de Madrid o de San Sebastián, delicias que por tener nombres italianos o franceses, cuando no vascos, Mario no era capaz de imaginar.»
 Ambos, su unión, conforman las veinticuatro horas de unos días irrepetibles. Ella sueña con excitantes horizontes, él roba los minutos a otras actividades para estar al lado de su adorada. Mario ha proporcionado a Blanca paz y orden en su vida pero ella no tiene suficiente. No es culpa de él, no es culpa de nadie. Quizá la insatisfacción derivada del continuo anhelo creativo genera un malestar difícil de erradicar. Mario siente sus ausencias, sus vacíos, sus silencios, y la idea de pérdida le desgarra por dentro, le tortura. ¿Qué es sin Blanca?

El laberinto interior de Blanca y Mario, de Mario y Blanca, supera las caricias, las miradas y el deseo, y se convierte en un sendero fatal que corre por un cable de funambulista, que presagia la inminente caída. El amor es así. Idealizamos al amado, lo revestimos de valores, de poderosos sentimientos; lo construimos a nuestra medida. Como Pigmalión, creamos una imagen en la que volcamos todo nuestro ser para que esta nos devuelva parte, al menos, de esa entrega. ¿Qué sucede cuando la devolución no cumple la expectativa? Entonces aparecen la confusión, los reproches, la desesperanza. Amamos quimeras y de pronto, el contraste nos conduce hacia la fuga decente o traicionera. El mundo que comparten, entonces, se vuelve pequeño y asfixiante, hasta que ella parte, para volver después. ¿Pero realmente vuelve?

El amor es un misterio, uno más de los muchos con los que elaboramos la realidad para que esta nos sea más llevadera. Una fantasía hecha de enigmas irrealizables. Seducción, deseo, alejamiento y quebranto, componentes ineludibles de un cóctel que embriaga primero y produce una cruel resaca después.

Con tanta elucubración interior, Mario llega a preguntarse, en un momento dado, quién es ella. Quién es esa persona que se sienta en el sofá que comparten. ¿Es la que amó? ¿La que todavía ama? ¿Se está volviendo loco? Tal vez no es ella la que está cambiando. ¿Es él el que está dominado por una obsesión?

Cuántas interrogaciones para Mario, tan familiares por lo cotidianas. Cuando llega el tiempo de detenerse y contar y sumar el querer, sin reinventar ni fabular, en ese instante la tierra desaparece bajo sus pies y el flujo del pensamiento se vuelve caótico, rozando la demencia. Locura de amor, locura de desamor, siempre locura: locura. ¿Podrá volver a empezar?
«Mario sintió que el mundo se estaba acabando para él, y aquel cataclismo definitivo y silencioso, que había imaginado y previsto tantas veces, tenía sin embargo la fuerza horrible de una novedad absoluta: haber sido abandonado por Blanca […]»




19 ene 2016

El Robinson urbano

Por Ángel E. Lejarriaga


Este libro es una sorpresa más entre las muchas que se nos presentan a diario cuando nos introducimos en páginas desconocidas; cada libro en sí lo es: una fuente de asombro inesperada que nos seduce o nos repele. Este, en concreto, procede de la mano de un autor de prestigio de nuestro tiempo: Antonio Muñoz Molina. Sus 144 páginas recopilan 31 artículos aparecidos en el Diario de Granada entre 1982 y 1983; y uno, Todos los fuegos, el fuego publicado en la revista Olvidos, también de Granada. El Robinson urbano fue su primer libro (1984) y pasó inadvertido, siendo reeditado años después, en 1988, y entonces sí, se le situó en la posición que le correspondía, como primera aventura periodística de un escritor que se ha convertido con el paso de los años en uno de los narradores más importantes de nuestro país.

El libro no es un simple ejercicio de escritura de un autor novel que pretende hacer gala de sus cualidades como escritor. Va mucho más lejos, aunque sí, es cierto, que muestra sin ambages el talento que posee y que va a explotar más tarde con obras que han pasado a formar parte de la Historia de la Literatura Española y Universal. Los artículos hablan de Granada, la ciudad que amó como estudiante y a la que debe un tributo poético. Para él, y para otros muchos, Granada es una «ciudad literaria», lo mismo que lo son Alejandría, Estambul, El Cairo o Lisboa. La dimensión creativa del narrador hermana estas ciudades que forman parte del patrimonio cultural de la humanidad.

Antonio Muñoz Molina tiene la excusa, está en el sitio adecuado y posee las herramientas para dibujar escenarios vivos que cualquier mirada curiosa puede descubrir por su cuenta. Tanto él, como yo, como otros vagabundos del pensamiento, obsesionados siempre con la plasmación narrativa de todo escenario hermoso o inverosímil, tenemos nuestro propio disfraz identificable para los demás, en lo que respecta al hecho mismo de ver más allá de las sombras. Necesitamos poseer una «mirada» concreta, un traje especial tras el que ocultar nuestra desnudez miserable y, también, desempeñar un rol, que Antonio Muñoz Molina define a la perfección con la figura soberbia de Robinson, de un «Robinson urbano» que pasa inadvertido, al que no ves aunque te mire de manera directa, porque has despertado su interés. Que sueña y relata y se pierde en las calles milenarias de la ciudad que adora.
«Dicen que si uno pasea tranquilamente y sin objeto por las calles de algunas ciudades americanas, se vuelve sospechoso para la policía; nadie más sospechoso que un hombre que no va a ninguna parte.»
Como bien dice Muñoz Molina, todos los Robinsones se parecen mucho al Ulises de Homero con una diferencia abismal, Ulises sabe a dónde va, tiene una Ítaca que marca su destino y una Penélope que le espera ansiosa. Aunque también existe ese otro Ulises que dibujó Joyce, más perdido que encontrado, que camina como un sonámbulo y que merodea por el mundo con rumbo pero sin destino. Desde luego hay parecidos y similitudes con uno y otro, si bien no sé qué pensar.

Cuando ejercemos de Robinson nos volvemos perezosos, quizá porque el tiempo ha dejado de tener utilidad, de cumplir su función medidora, y pasamos a transgredirlo a ignorarlo; además, nuestra actitud es plácidamente demencial o enfebrecida porque no respetamos horarios ni protocolos ni nos movemos en lo parámetros definidos por lo correcto. A partir de este deambular existencial ilógico, socialmente hablando, exploramos la ciudad que nos embelesa y echamos un vistazo con intención aviesa, hambrientos de sensaciones sencillas y fuertes, aproximándonos a lo morboso con una naturalidad que asombra y es temida, desde luego.

¡Ay, Robinson! ¡Qué extraño es tu viaje y a la vez, qué vivo!
«Robinson desea un instante a una mujer que no verá nunca más.»
¿Eso es suficiente? Sí y no, mas ese es otro cantar. Desde luego, existen más sensaciones. Una rodilla femenina puede convertirse en una experiencia tórrida si la imaginación ayuda, que lo hace. El ensueño trasnochador del vagabundo que no pide limosna, pero que sí roba imágenes, convierte esa parte de la anatomía femenina —también podría ser masculina pero en este texto no toca— en una escalada sensual de dedos que ascienden lentos y sinuosos hacia cotas ardientes. Metido ya en harina, Robinson recuerda los años veinte y todas aquellas rodillas saltarinas que se acompañaban de flequillos a lo Cleopatra, seductoras y alegres.

Robinson mira rodillas y muslos y manos y ojos y espaldas y movimientos de caderas que hablan y sugieren; pero llega más lejos, por supuesto, visita parques en los que se narran historias de otros tiempos, parques como islas donde se refugia unos minutos para empezar de nuevo su deambular. Pero claro, el Robinson de este texto, aunque es universal, se encuentra en Granada, y esta ciudad, a pesar de los arquitectos posmodernos, tiene una atemporalidad que hace que las dimensiones se entremezclen y ocurran fenómenos extraños como que de pronto descubras lugares que son recuerdos ficticios o que están ahí, tapados por la inconsistente mano del hombre: «Sobre el plano visible de la ciudad se impone una segunda ciudad imaginaria y el solo gesto de subir una escalera o entreabrir una puerta del Albaicín puede conducirnos a una estancia imaginada por Washington Irving». Así es,  «[…] cada gesto es una sublevación contra el olvido».

Pero bueno, Robinson no es solo ni un mirón de rodillas magnéticas, ni un escudriñador de recuerdos grabados en la piedra y la tierra, también es crítico con su mundo y no le gusta nada ni la mendacidad, ni la superstición por eso habla de cosas que no son del todo de interés para el gran público. Que guste o no lo que rumia le es indiferente porque él va a lo suyo que es mirar y sentir con plenitud.
«Desde las calles seguras y conocidas, las gentes de bien temen, calculan, imaginan una gran región sin nombre ni leyes escritas de la que vienen heraldos de cuero negro y navaja, gitanos, chorizos, delincuentes, mendigos que esconden bajo los harapos la daga […] y terribles adolescentes que roban y violan en las esquinas de la noche y antes del amanecer regresan al otro lado de sus fronteras.»
A lo mejor estas visualizaciones de Robinson pueden escandalizar pero es lo que hay, no se puede hacer nada porque él es así, libre y algo anárquico, y le da igual lamer un arco de dos mil años que un muslo parlante en sus movimientos; o bien fijar en su retina las expresiones de miedo reflejadas en los rostros bien pensantes de una sociedad que casi siempre mira para otro lado cuando se cruza con la pobreza.

En fin, Robinson sale de un portal disfrazado de lo que le apetece, se mueve, cruza una calle, llega a algún lugar y se va; él es así. Cuando amanezca, Robinson volverá a su cubil y entrará en otra fase de su vida diaria, disfrutando de una soledad que le es propia, participando de un mundo que construye desde sí mismo. Pocas horas después se pondrá de pie y se colocará la careta que le corresponde para ese día porque así debe ser.
«Por un portillo de su palacio, el califa Harun Al Raschid, disfrazado de mendigo, escapa a su nombre para atreverse a ser otro o a ser nadie entre la muchedumbre y los callejones de Bagdad.»
Por eso, cuando caminemos por las calles, cuando miremos a través de una ventana, al ver nuestro reflejo en un escaparate, si observamos atentamente quizá podamos ver a una figura difusa que se escurre a nuestra vista como si en realidad nunca hubiera estado ahí; tal vez incluso sintamos una mirada de deseo clavada en nuestro cuerpo, con insistencia, y cuando la busquemos con curiosidad descubramos que ha estado pero ya no está. En esos momentos no debemos temer nada, se trata solo de Robinson, de un Robinson en su viaje diario, en su eterno retorno al principio de seguir viviendo alimentado con los elementos que le son propios y ajenos: la existencia.