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30 ene 2017

Morir en Madrid

Por Ángel E. Lejarriaga


Glosar la figura de José Buenaventura Durruti Dumange (1896-1936) a estas alturas es un acto baladí. Numerosos libros y artículos se extienden en infinitas páginas, analizando sus hechos y su tiempo. La figura de este ser singular ―semejante a otras muchas personas de su época con menor renombre―, representa un ideal como ser humano ejemplar y como modelo a seguir. Se puede considerar como excepcional su arrojo, su carácter firme, su entrega a una lucha sin cuartel difícil de ganar desde el principio; todo eso es encomiable y, desde luego, digno de admiración; sin embargo, lo que más atrae de él es su talante generoso, escrupuloso con sus conductas, con las que pretendía servir de ejemplo; desapegado de cualquier afán de posesión y con una incomparable voluntad de sacrificio por sus iguales.

Recordarle y quererle, sin haberle conocido, me ha llevado, en estos días mendaces e indignos, a escribir esta ficción en cuatro actos. El encuentro entre dos hombres muy diferentes; un suceso arduo de imaginar, pero cierto. Durruti el guerrillero, el atracador, el obrero metalúrgico, el comandante de una columna de milicianos libertarios dispuestos a morir por La Idea, frente a un cura rural de treinta y dos años, Jesús Arnal Pena, natural de Candasnos, provincia de Huesca, al que salva la vida y acoge con respeto bajo su protección.

Permanecieron juntos hasta días antes de la muerte de Durruti, acaecida un 20 de noviembre de 1936. Incluso después, Jesús Arnal Pena se mantuvo fiel a su misión de escribiente dentro de la Columna Durruti, ya convertida en la 26ª División del ejército republicano, a la que acompañó hasta que atravesó la frontera francesa en 1939.

Imaginar a los dos juntos, a solas, en una humilde casilla de peón caminero donde se había montado la oficina que gestionaba el papeleo de la Columna, genera todo un universo de escenas de convivencia, de diálogos y, por supuesto, de contrastes. Porque tenía que haberlos por necesidad; Durruti, el militante anarquista intransigente, el ateo irredento, y el sacerdote conservador, temeroso de Dios y de los hombres (en ese momento más de los hombres), defensor del orden y las buenas costumbres burguesas, que temía el nuevo mundo que la revolución social estaba poniendo en marcha. Jesús Arnal Pena no era un converso a las ideas anarquistas, estaba protegido por alguien casi incuestionable como era Durruti. Eso le hacía desdibujar su figura eclesiástica, sin convertirle en un miliciano, aproximándole a algo intermedio de definición compleja, quizá huidizo, tal vez camaleónico; por sus hechos, ético, pues pudiendo haber escapado cuando tuvo ocasión no lo hizo.

En base a esa convivencia atípica se construye esta obra en la que se describen un conjunto de sucesos documentados por el propio Jesús Arnal Pena en su libro Yo fui el secretario de Durruti (1996), por Abel Paz en Durruti en la revolución española (2004) y por Hans Magnus Enzensberge en El corto verano de la Anarquía (2006).



12 ene 2017

Lluvia de agosto

Por Ángel E. Lejarriaga



El libro ha venido como anillo al dedo para participar como un actor más en los diversos eventos que se han celebrado durante 2016, en el ochenta aniversario de la muerte de José Buenaventura Durruti Dumange, acaecida el 20 de noviembre de 1936.

La historia de Durruti trasciende lo meramente histórico, para convertirse en un mito con una importante carga épica y romántica, algo que a él hubiera desagradado bastante, de poder ser conocedor de ello. Lluvia de agosto es una novela que cuenta muchas historias sobre él y sobre el momento histórico en que vivió.

Parte de la investigación de una periodista francesa hija de exiliados republicanos, Libertad Casal, sobre la muerte de la carismática e indomable figura de Durruti. Por sus páginas se van a suceder episodios conocidos de los años más dorados y turbulentos del anarquismo ibérico. Las escenas se superponen a lo largo del repaso histórico, guardando una coherencia narrativa digna de reseñar.

Una parte de la novela que me ha resultado emocionante en especial, es cuando el cuerpo de Durruti, ya cadáver, yace en el Hotel Ritz de Madrid, aquel noviembre de 1936; todas sus posesiones se concentraban en una pobre maleta que contenía un par de pistolas, una muda de ropa interior, unos prismáticos, unas gafas de sol y poco más. Algo bastante increíble en alguien por cuyas manos habían pasado millones de pesetas de la época. Pero Durruti era así. Al llegar su cuerpo a Barcelona, la ciudad se colapsó, era imposible dar un paso, a pesar de la lluvia y el frío. El entierro no se pudo realizar el día previsto porque no se pudo atravesar el gentío. El acto se tuvo que celebrar al día siguiente.

Para algunas personas, Buenaventura Durruti fue un delincuente común: atracador de bancos y pistolero de gatillo fácil; para otras, un terrorista al uso, según la concepción actual (ya entonces era definido como tal); y para muchas fue, simplemente, un hombre coherente con sus ideas, que tomó decisiones en función de la coyuntura social que le tocó vivir. Podía haber elegido seguir otro camino, cursar estudios superiores, o participar en un sindicalismo moderado (UGT); sin embargo, eligió el sacrificio, la persecución, el exilio, la lucha sin cuartel y la revolución como único camino para superar las desigualdades sociales, y conseguir para las clases desposeídas la dignidad que les corresponde por derecho propio. La CNT fue el sindicato que eligió para perseguir su idea, y los grupos de acción su instrumento de combate. Cuando Giuseppe Fanelli llegó a Madrid en 1868, enviado por Bakunin, para reunirse en una taberna con algunos tipógrafos de ideas renovadoras, nadie podía imaginar que La Idea pregonada por el italiano iba a convertirse en el horizonte revolucionario de varias generaciones de campesinos y obreros de la península Ibérica, fundamentalmente de Andalucía y Catalunya.

La novela cuenta todas estas cosas, y se lee con fluidez. No puedes parar una vez que la inicias, te absorbe. Si eres conocedor del tema, lo que el autor cuenta ya te es familiar, pero, a pesar de ello, quieres más. Existen pocas obras noveladas sobre la historia del anarquismo y del anarcosindicalismo por lo que Lluvia de agosto es una magnífica contribución a uno de los movimientos sociales más combativos y creativos de la historia de la humanidad, y, por supuesto, a una de sus figuras memorables, una entre muchas otras que también se merecen sus respectivas novelas. Generalmente, al movimiento anarquista, a pesar de su trascendencia, se le silencia, cuando no se le ningunea. Esta novela trata con respeto su memoria, que no está muerta, más bien al contrario, está más viva que nunca, sobre todo en esta época de decadencia moral y de pérdida de derechos.

El autor, Francisco Álvarez, bien documentado, recrea escenarios en los que se desenvolvieron los protagonistas. Por las páginas de la novela pasan Francisco Ascaso, Escartín, Gregorio Jover, Mimi (compañera de Durruti), Colette (hija de Durruti y Mimi), Ángel Pestaña, Juan Peiró, Juan García Oliver, el grupo Los Solidarios, reconvertido en el grupo Los errantes, y finalmente en el grupo Nosotros, el propio Durruti y muchos más. Hay tantas cosas que contar, de vidas tan intensas, que la novela se queda corta; necesitaría el autor bastante más páginas para lograr aproximarse equitativamente a la grandeza de los personajes citados.

Aunque el aparente motivo de la novela es la investigación sobre la muerte de Durruti, herido por una bala de origen desconocido en el frente de la Ciudad Universitaria, este tema se diluye en los avatares narrados que viven los protagonistas directos de la Revolución Española de 1936.
«Si me preguntas como periodista, aunque no se trate de hechos contrastados, yo dejaría caer que los indicios apuntan a que pudo tratarse de un disparo accidental. En cualquier caso, han pasado ochenta años y creo que ya nunca se llegará a saber.»
Francisco Álvarez (Xixón, 1970) es un periodista que combina el oficio con la traducción y la literatura. En su haber posee diversas obras tanto en bable como en castellano: En poques pallabres (1998), Rumbo a la Historia. Navíos emblemáticos de todos los tiempos (2011), La tierra de la libertad. Crónica de los derechos humanos y civiles en el mundo (2012). Lluvia de agosto (2016), es su primera novela que ya ha sido laureada con el Premio Xosefa Xovellanos de novela.

Franciscos Ascaso, Buenaventura Durruti, Gregorio Jover

Juan García Oliver

Emilienne Morin y Buenaventura Durruti

Buenaventura Durruti






14 ene 2013

Durruti en nuestro tiempo


Por Ángel E. Lejarriaga



Durruti es uno de esos individuos que es querido y admirado por los que le conocieron y le conocen hoy en día, debido a su espíritu indómito y sacrificado, siempre en lucha contra la injusticia social. Aunque murió joven, el 20 de noviembre de 1936, a la edad de 40 años, sus vivencias y aportaciones al movimiento anarquista han sido tan ricas que sobre su praxis se han escrito numerosos libros y artículos que no solo muestran el carisma del personaje sino la dimensión de su labor revolucionaria.

Nació en León en 1896, en el seno de una familia numerosa compuesta por ocho hermanos. Su padre era ferroviario y el sueldo que ganaba a duras penas proporcionaba sustento a su prole. A la edad de catorce años, José Buenaventura Durruti abandonó los estudios y comenzó a trabajar como aprendiz de mecánico con Melchor Martínez, un socialista muy popular en León. Hasta los 16 años Durruti aprendió los rudimentos del oficio y se zambulló en la ideología socialista. De ahí pasó a trabajar en otro taller especializado en el montaje de máquinas lavadoras de mineral. Hacia 1912 se afilió al sindicato UGT aunque no estaba convencido de que a través del socialismo moderado que pregonaba se pudiera lograr la emancipación de la clase obrera.

En ese período de formación profesional participó en un conflicto laboral en Matallana y por primera vez llamó la atención de la policía por su radicalismo. Pero no sería hasta la Huelga general revolucionara de 1917 en la que explotaría su genio combativo con la práctica de sabotajes dirigidos a paralizar el transporte ferroviario. Como consecuencia de estas acciones sería expulsado de la UGT.


En 1920, a la edad de 24 años, se instaló en Barcelona y pasó a formar parte de las filas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Su ideología anarquista había tomado forma; su impulso incontenible, sumado a la situación represiva a la que estaba sometido en ese momento histórico el movimiento obrero, le empujó a la acción armada.

Dos años después formó con García Oliver, Francisco Ascaso y Ricardo Sanz el grupo de acción «Los Solidarios». Este grupo, con la colaboración de otros militantes libertarios, perpetró numerosos atentados y expropiaciones dirigidas a nutrir a la CNT de fondos y a apoyar a los presos de la organización. Una de sus acciones más memorables fue la ejecución del cardenal Juan Soldevilla, uno de los principales financiadores en Aragón de los pistoleros de la patronal, que se dedicaban a asesinar a trabajadores que destacaban en su militancia sindical. Como consecuencia de estas actividades Durruti y otros compañeros tuvieron que escapar a Francia en donde planearon la ejecución del rey Alfonso XIII. Incluso se dice que Errico Malatesta, célebre anarquista italiano, les propuso que viajaran a Italia a eliminar a Mussolini. Evidentemente, ninguno de los dos presumibles objetivos fue logrado. De Francia viajó a Latinoamérica en donde ocupó en numerosas ocasiones la primera plana de los periódicos por sus acciones expropiadoras.

De vuelta a Europa, tras pasar por distintos países del continente, fue apresado por las autoridades francesas junto a Francisco Ascaso y Gregorio Jover. Finalmente fueron liberados gracias a una campaña internacional a su favor.

En el año 1931 regresaron a España y Durruti se unió a la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Desde el primer momento de la proclamación de la II República fue muy crítico con ella; para él solo suponía un cambio de gestores del capital. Aunque auspiciada por una ampulosa declaración de buenas intenciones no dejaba de ser una forma de gobierno burgués que difícilmente iba a hacer justicia con la clase trabajadora, aunque, indudablemente, en algunos aspectos pudiera beneficiarla.

«Ningún gobierno lucha en contra del fascismo para destruirlo. Cuando la burguesía ve que el poder se les escapa de sus manos, alzan el fascismo para mantener sus privilegios.» (Durruti)

Defendiendo el insurreccionalismo, participó en las sucesivas revueltas de Figols de 1932 y 1933. Del fracaso de las mismas se derivó su deportación a Guinea Ecuatorial y a Canarias conjuntamente con otros compañeros libertarios.

A partir del levantamiento militar del 18 de julio de 1936 Durruti formó parte del comité revolucionario encargado de la defensa de Barcelona. Reducidos los facciosos, Durruti contribuyó a la formación del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, en el que estaban incluidos representantes de diversas fuerzas progresistas y de izquierdas. Este comité, durante un tiempo, tuvo en sus manos la revolución social que se estaba gestando en Cataluña.

«Existen sólo dos caminos, victoria para la clase trabajadora, libertad, o victoria para los fascistas lo cual significa tiranía. Ambos combatientes saben lo que le espera al perdedor. Nosotros estamos listos para dar fin al fascismo de una vez por todas, incluso a pesar del gobierno Republicano.» (Durruti)

Un hecho constatado es que entre los propios anarquistas había dos puntos de vista diferentes a la hora de enfocar la guerra contra el fascismo. Para unos era prioritario ganarla, para otros hacer la revolución simultáneamente. Durruti era partidario de esta última postura y tenía numerosas disputas con los máximos representantes de la CNT. Así las cosas, organizó la Columna Durruti y se marchó al frente de Aragón, con el máximo objetivo de liberar Zaragoza. El paso de la columna por aquellas tierras supuso de manera inmediata la proclamación del comunismo libertario, la colectivización de los campos, la autogestión y la eliminación de la propiedad privada.

«¿Habéis organizado ya vuestra colectividad? No esperéis más. ¡Ocupad las tierras! Organizaos de manera que no haya jefes ni parásitos entre vosotros. Si no realizáis eso, es inútil que continuemos hacia adelante. Tenemos que crear un mundo nuevo, diferente al que estamos destruyendo.» (Durruti)

Las vicisitudes por las que pasó la columna fueron incontables. Se le negó o escamoteó tanto avituallamiento como armas de grueso y pequeño calibre. Había muchas fuerzas interesadas en el fracaso de Durruti: el gobierno republicano, cabezas visibles de la CNT y, por supuesto, los comunistas instigados por Moscú para boicotear todo logro revolucionario que se alejara de su línea táctica.

Unos meses después, en noviembre del mismo año, Durruti y parte de la columna que llevaba su nombre, viajó a Madrid para contener a los fascistas en el frente de la Ciudad Universitaria. El 19 de noviembre de 1936, mientras visitaba las posiciones de dicho frente, una bala, cuyo origen hasta el día de hoy se desconoce, segó su vida.

Albert Boadella en el inicio de la película Buenaventura Durruti. Anarquista, dirigida por Jean-Louis Comolli cita lo siguiente:

«Durruti no poseía nada, absolutamente nada. Tras su muerte su amigo Ricardo Rionda tuvo que encontrarle ropa para poder enterrarle. Solo tenía una vieja maleta en la habitación de su hotel en Madrid. Su amigo abrió la maleta y encontró: unas gafas, una vieja gorra de cuero, una camiseta, unos prismáticos, un par de zapatos agujereados y dos pistolas.»

Ha pasado mucho tiempo desde que un día, siendo niño, mientras hurgaba en un viejo arcón cubierto de polvo y telarañas que había en una cámara en la casa de un familiar, descubrí un página de periódico amarillenta que contenía la imagen de un hombre y un titular: «Durruti ha muerto». La hoja era antigua, de 1936. De esas mismas fechas eran algunos periódicos de izquierdas que también encontré y que en su tiempo bañaron a sus lectores con consignas de esperanza, en un momento dramático en el que el pueblo español resistía con las armas en la mano el empuje del fascismo: «¡No pasarán!».

Unos años después, en mi adolescencia, también por azar, volví a reencontrarme con aquel nombre misterioso y con su imagen impresa en la portada de un libro cuyo autor no recuerdo. Mi curiosidad me llevó a profundizar más allá de las pupilas del hombre rudo que me miraba con una cierta fiereza no exenta de candor. Lo que ocurrió después es difícil de explicar. Devoré las páginas que hablaban de su vida con un ansia enfermiza. Tras el colapso final del último párrafo, descubrí un universo de héroes y villanos que hasta ese instante solo había podido intuir entre los susurros de mis allegados mayores. Los villanos continuaban viviendo pero los héroes habían sido enterrados en un afán de olvido de una lucha épica de hombres y mujeres valientes en pos de una libertad que no llegaron a degustar con plenitud. Entonces no comprendí el porqué de esa desmemoria interesada. Ahora lo sé. La experiencia y el conocimiento acumulado me ha proporcionado la respuesta. Vivimos en un sistema social y económico basado en la explotación de unos seres humanos sobre otros. Aquellas condiciones de vida que padecieron nuestros abuelos vuelven a instaurarse, como si hubiéramos estado dando vueltas alrededor de un círculo en el que siempre se llega al mismo sitio: a la precariedad y a la miseria de los desposeídos. A aquellos que se encuentran en el punto más alto de la pirámide del reparto de poder, no les interesa que se recuerde que una vez en la historia de las revoluciones de los sometidos a la esclavitud del trabajo asalariado, se construyó un mundo sin Estado. Todo un hito en el desarrollo de la Humanidad.

Indudablemente, el superhéroe de mi adolescencia no fue «Spiderman» sino un leonés de origen humilde llamado Buenaventura Durruti. No quiero ensalzar más su figura —a él no le hubiera gustado— pero sí su lucha y las ideas que defendió hasta el momento de su muerte. Unas ideas que a pesar de los silencios cómplices siguen vivas y ahora mismo con más sentido que nunca.

La palabra «anarquismo» infunde pánico a ricos y a plebeyos. A los primeros porque el objetivo libertario es suprimir la acumulación de riqueza y por tanto a aquellos que hacen de dicha acumulación su motivo esencial de existencia.

«Con el capitalismo no se discute, se le destruye.» (Durruti)

A los plebeyos porque les exige autodisciplina, responsabilidad, voluntad de poder, es decir, la autodeterminación de sus vidas. Es más fácil ser esclavo que un individuo libre. La Iglesia también la teme, sabe lo que significa su fuerza moral y su acción. Dios es incompatible con la idea de libertad individual. La religión es un atentado contra la razón. El anarquismo combate todas las miserias materiales e intelectuales que envilecen al ser humano y lo reducen a la condición de siervo, sea de amos o de creencias irracionales.

«La única iglesia que ilumina es la que arde.»
(Durruti)

Conceptos como dios, patria, Estado, reyes o ejército, tienen que ser necesariamente sustituidos por otros edificantes y definitorios de un nuevo orden social: razón, internacionalismo, municipios libres, federalismo, autogestión social, antimilitarismo o coacción moral.

«Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones.»
(Durruti)

Es obvio que el anarquismo y con él los millares de hombres y mujeres como Durruti que han luchado por unas ideas de cambio universal, debe permanecer tapado por mil insidias y descréditos de los que le temen. La derecha política y económica sabe que su esencia es la lucha sin cuartel contra las desigualdades sociales y la injusticia, y mira sus brotes con recelo. Por otro lado, a las izquierdas institucionalizadas, mojigatas y posibilistas tampoco les beneficia su existencia puesto que la utopía ácrata atenta contra el centro neurálgico del poder, el autoritarismo, y por tanto contra ellos mismos por su propia forma de concebir la organización de la vida.

En resumen, Durruti ha sido y es un representante fiel, en sus principios y en su práctica, del ideario anarquista, imbuido desde su juventud por un espíritu de lucha indomable, donde la derrota o el sometimiento no eran una opción.

«La solidaridad entre los seres humanos es el mejor incentivo para despertar la responsabilidad individual.»
(Durruti)

Material de consulta adicional:




5 abr 2011

Abril, mes de flores y utopías


Por Ángel E. Lejarriaga


Estamos en abril, un mes de flores y de luz. La poesía acaricia las calles remisas a escuchar las voces de las megafonías estridentes, de los que nos invitan a votar porque quieren ser nuestros guardianes, en esta jaula sin barrotes que es la sociedad de nuestro tiempo.
A pesar de ellos me siento libre para respirar, para decir «salud» al compañero o compañera con el que me cruzo y abrazarles con una sonrisa cálida. Ellos son miembros de mi comunidad y con ellos comparto mis horas, impotentes ante las guerras y miserias provocadas por aquellos cuyo único destino es ser más ricos.
Quizá he perdido la esperanza de que el mundo evolucione positivamente de una manera global, al menos yo no lo veré; la Historia es demasiado larga y la vida humana corta. A pesar de ello sueño y creo en que puedo hacer cambios en mi vida: ser solidario con los que me rodean, compartir no solo mi tiempo con otros sino desde la práctica modificar mi universo cotidiano.
Mi realismo optimista no me impide ser consciente de que estamos más desarmados que nunca ante el capitalismo, no me engaño. Los escenarios se repiten década tras década y los explotadores (multinacionales, mundo financiero y organizaciones económicas internacionales) siguen bien pertrechados en sus trincheras, reduciendo nuestra calidad de vida conseguida con tanto esfuerzo y sacrificio.
Estamos desarmados ante ellos porque no tenemos ideas transformadoras, porque no creemos que podamos autogestionar nuestras vidas. Queremos negociar con el capitalismo, le concedemos un margen de confianza para que nos devuelva el bienestar perdido y no es posible, ese es el más grande de los errores. Buenaventura Durruti dijo en una ocasión: «Con el capitalismo no se habla, no se negocia, se le combate y se le destruye.» Evidentemente el planteamiento es revolucionario y radical pero ¿qué tenemos que perder?, poco. Sin embargo sí tenemos mucho que ganar: nuestra dignidad como individuos libres. Einstein decía que «lo más absurdo es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes.»
No podemos hacer una revolución sin transformar previamente las conciencias. Parece una obviedad y lo es, lo escribió Tolstoi, los perros guardianes del dinero —policía y ejército— se encargarían de convencernos de lo equivocados que estamos al insistir en esa actitud. Entonces veríamos la verdadera cara de la democracia burguesa: el fascismo.
Sí podemos revolucionar nuestras mentes y armarnos de ideología para a partir de ahí ir transmutando nuestra forma de vida y organización social, al margen de las estructuras del estado y sus mensajes envenenados de demagogia.
Es exigible, además, prescindir directamente de sus medios de comunicación, de sus discursos falaces, de sus consignas moralistas e irracionales. El auténtico mal del mundo es la existencia de un poder absoluto, tenga forma humana o divina, da igual, ambos limitan la libertad y provocan la injusticia.
La vida en el planeta Tierra puede ser diferente si rompemos con las cadenas de la explotación del hombre por el hombre. Los seres humanos de un modo cooperativo y autogestionario somos capaces de vivir en paz. Con creatividad y auto responsabilidad tenemos en nuestras manos la posibilidad de construir, desde las cenizas del antiguo régimen autoritario, ese nuevo mundo, que según dijo un compañero hace muchos años, todos llevamos en nuestros corazones.

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