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2 jul 2013

Los entresijos de la escritura


Por Ángel E. Lejarriaga



El acto creativo comunica los procesos inconscientes con el mundo exterior a través de diversas formas. Desde que nacemos acumulamos experiencias, emociones gratificantes o desoladoras, frustraciones, delirios de grandeza, complejos y datos y más datos. Todo ese almacenaje extraño, en ocasiones extravagante, y casi siempre caótico, es regurgitado y expulsado al mundo a través de diversas manifestaciones que en ocasiones no explican bien los procesos interiores de los que han partido. Así, al escribir, contamos una historia, ficticia o no, que no es más que el armazón de una emanación que sale de nuestras tripas. A veces no es ni cierto lo que pensamos que nos ha ocurrido en tiempos pretéritos, meras fabulaciones que la mente construye para cubrir huecos existenciales, y que habría que contrastar con datos fehacientes. En otros instantes se trata de sueños o deseos que se expanden a través del tiempo y que colocamos en un contexto artificioso como es la escritura. La emoción así expresada es viva pero el contenido no se sabe muy bien lo que es. En mi primera novela El sueño de Iris, el esqueleto de la misma lo componía mi relación terapéutica con una paciente. Sus capítulos estaban basados en documentos indiscutibles sobre ella. Ahora bien, en algunas páginas, no era mi ex paciente quien se debatía ante la decisión de vivir o morir, la que soñaba con otro tipo de existencia, la que añoraba su infancia, sino yo y mis recuerdos personales.
El que escribe lo hace así, utiliza un galimatías coherente para el lector pero solo comprensible en lo más profundo de su significado para él mismo, para el autor. Hacemos digresiones, divagamos, abusamos de una verborrea que puede convertir el texto en un suplicio, pero ¿qué sabe el lector de nosotros? Poco o nada. ¿Qué hay detrás de cada opinión, de cada grito apaciguado por las letras? Los estudiosos intentan hurgar debajo de las líneas y los párrafos, para saber qué parte de las vísceras del escritor ha manchado las níveas páginas. Muchas veces, solo se trata de ficción sin más, de un juego de luces y sombras voluntarias o azarosas que el oficio del que escribe elabora para dejar huella o, simplemente, para ganarse la vida. En sí, difícil de saber. Y aunque se lo preguntáramos al autor, ¿cómo tendríamos la certeza de que su respuesta es verdadera y no un eslogan mediático o una impostura? Ahí está la grandeza de la creación, de la voluntad de extraer de la nada formas, colores, imágenes y fantasías, que regalamos y vendemos, o ambas cosas al unísono.
Después de toda esta disquisición llego a la conclusión de que lo transcendental del proceso de escribir es la obra acabada y el gozo o el dolor que pueda producir en aquellas personas que se sumerjan en su lectura; el placer como último horizonte, cuando la esperanza se ha perdido en las contrariedades de la barbarie cotidiana.
Las líneas anteriores me sirven para comentar un libro que acabo de leer, El lamento de Portnoy, de Philip Roth. Esta emblemática novela del escritor norteamericano es una extensa declaración sin ambages de sentimientos encontrados, de frustraciones, que Roth pone en boca del protagonista, Alexander Portnoy, durante las citas que este mantiene con su psicólogo. En ellas describe la vida de una familia judía de clase media en los años cuarenta, y lo hace con un tono agresivo, cruel, despectivo, obsceno, provocador e insultante para los personajes que en la novela se reflejan. Esta obra le sirvió a Roth para alcanzar el éxito pero desde luego, por lo que sabemos, no agradó en absoluto ni a sus padres ni a su comunidad.
En este caso si no todo lo escrito es veraz, el relato está inspirado —no sabemos en qué porcentaje— en su propia biografía, regada con un aliento fétido que le sirvió para ser catalogado de «desequilibrado sexual». Roth tal vez quiso hacer algo original y puesto que no se le ocurría, en ese momento, nada sobre lo que escribir, se acordó de sí mismo y de sus miserias personales. Con ese material incomparable elaboró una obra en la que poco se salva de su ira.
Roth se ríe cuando recuerda la novela. Sabe que hizo daño a familiares y a amigos. No puede negar que ejerció su voluntad sobre la pluma; nada en ella es casual. Las frases descarnadas y obscenas fueron puestas para hacer una declaración de estilo y supusieron una reafirmación decisiva en el propósito de Roth de escribir lo que le viniera en gana, molestara a quien molestara. Quizá exageró en algunas descripciones y convirtió escenas típicas de la adolescencia en grotescas representaciones de sí mismo y los suyos. No cabe la menor duda de que tenía una cuenta pendiente con su pasado y no le importó vomitarse encima. Es posible que pensara que siempre le cabría la excusa de argumentar que la trama se desarrollaba en el diván de un psicoanalista y que parte de lo que contaba, incluso todo, podía ser pura enajenación.
La obra divide la vida de Alexander en las porciones de una tarta que son geniales o grotescas según su libre albedrío. Las madres pueden ser perfectas o no, dependiendo de la rapidez con que tiendan la ropa. Está hablando de su madre. Él era su niño, su querido niño, al que protegía por encima de todo. ¿Qué decir del padre estreñido cuya vida se define por el hecho de evacuar el intestino o no? El acto genial en sí mismo es desalojar sus tripas de la «mierda» que las ocupa con la misma veneración que si estuviera pariendo al mismo Jesucristo en persona. ¿Roth está obsesionado con el sexo? Perdón. ¿Alex está obsesionado con el sexo? Muy probablemente solo se trata de un divertimento para el lector, con el que puede entretenerse, en tanto le introduce por donde le quepa la repugnancia que siente por todo el canibalismo formal «judío» que le rodea, en contraste con una sociedad de rubias inalcanzables, de piel blanca, medio estúpidas y consumistas, que le atraen porque acostarse con ellas significa, entre otras cosas, transgresión cruda y dura. Roth golpea y provoca y se ríe de la cara que imagina pone el lector ante sus exabruptos. Le da igual, estoy seguro, lo que pensemos de él. No ha llegado hasta ahí para agradarnos sino para poner un espejo delante de nuestras narices y hacer ver a los norteamericanos su paupérrima cultura, atrapada en valores insustanciales y decadentes.
Y aquí me quedo, agotado por tanta masturbación compulsiva, privada y pública, del adolescente Alexander Portnoy. Ahora nos falta saber qué hay del verdadero Roth en esas páginas malolientes. Humberto Eco dijo, en general, sobre este tema, que «el lector tiene la tendencia a atribuir al autor lo que piensa el personaje». Sea autobiográfico o no lo que cuenta un autor, está perdido, pues no se va a librar del acoso del lector, de su afán de desnudarle más allá de las páginas del libro.
A Philip Roth, después de su éxito con El lamento de Portnoy, un entrevistador le pregunto por si la novela tenía carácter autobiográfico y él, con una sonrisa inteligente y cínica le dejó con la duda, recreándose con su estupor: «La palabra “autobiográfica” constituye un obstáculo más entre el lector y la obra, fortalece la tentación de trivializar la ficción, transformándola en chismorreo».

22 mar 2013

Mickey Sabbath, un pobre Sade jubilado

Por Ángel E. Lejarriaga



Sade hizo lo que pudo, como todos, vivió y fantaseó y quizá imaginó más que vivió. Después de muerto eso ya no importa. En todo caso, la reflexión o la disyuntiva hubiera sido trascendente de plantearse cuando todavía conseguía erecciones duras, capaces de hacerle sentir el giro del planeta con una mujer cabalgándole. El personaje del Philip Roth, Mickey Sabbath, indudablemente no es el insuperable Marqués de Sade pero por momentos juega a suplantarle en la delirante novela El teatro de Sabbath. El autor transgrede e impacta en el lector a través de un hombre al borde de la jubilación, lascivo por excelencia y, según los cerebros bien pensantes, un pervertido. 
Me gusta Sabbath, lo mismo que me gusta Henry Hank Chinasky, alter ego de Charles Bukowski. A los dos se les podría calificar amigablemente de «hijos de puta» por méritos propios, sin embargo, aunque parecidos en sus expresiones groseras y sexuales, poseen modos de enfrentarse al mundo diferentes. Es obvio que los universos de ambos escritores, Roth y Bukowski, son distantes. El primero es un triunfador y el segundo un perdedor, borracho, putero y descarnadamente crítico con el modo de vida norteamericano.
A pesar de las provocaciones de Roth, quizá su puesta en escena no sea más que una impostura de libertino frustrado. Me es indiferente, la verdad. Me resulta más interesante el ir y venir de sus creaciones. En este caso, mi favorito, a día de hoy, es Mickey Sabbath; aunque no olvido a David Kepesh, el glamuroso profesor universitario, perseguidor impenitente de sus jóvenes y agraciadas estudiantes (El animal moribundo, Philip Roth), que también me hizo pasar buenos y lujuriosos momentos. Pero recuperando el hilo del discurso, Sabbath es un eterno adolescente con las hormonas alteradas y una imaginación rica en iconografía que convierte lo oculto de la práctica sexual en un escaparate de normalidad y placer en el que todo es posible. El viejo golfo ha tenido sus oportunidades a lo largo de su existencia y no las ha desperdiciado. Ha manejado su «polla» con la habilidad que ha hecho representar a sus títeres obras que han emocionado al público —es titiritero . Ha tenido admiradoras, y, por supuesto, detractoras, y ha disfrutado mucho. Ha follado como un desesperado de manera insaciable pero algo no ha ido bien porque cuando su amante por excelencia, Drenka —un ángel que provoca orgasmos en la misma medida que los goza, con el único límite del agotamiento— muere, su mundo se desmorona. Los recuerdos, entonces, le torturan, le hieren y le conducen por un camino destemplado y cómico cuyo fin es la autodestrucción. Ella se ha muerto y él extraña su sensualidad, sus gritos de placer cuando la tiene encima, la llaneza con la que le cuenta al detalle cómo en un día se ha acostado con cuatro hombres, uno su marido, y lo que ha hecho con cada uno de ellos. Sabbath necesita a Drenka porque sin ella se ha quedado vacío, no es más que un espasmo húmedo y viscoso en un sórdido cementerio de pueblo, una noche fría y solitaria. Deseaba a Drenka, se deleitaba con ella, dentro de ella o con solo mirarla desenvolverse, incluso le aburría por momentos. Pero ahora muerta la cosa ha cambiado, ha descubierto que no tiene nada, que necesita los maduros pechos ausentes de su amante por encima de todas las cosas. No posee demasiadas opciones. La puede buscar una y otra vez entre las sombras de las lápidas desgastadas que acompañan a la de Drenka. Puede intentar descubrir otros acogedores muslos que le reciban con amor de madre, de amante, de diosa sensual. Siempre tiene la elección de morirse sin más o abrir la puerta de la locura y quedarse ahí, acurrucado en un rincón, encontrando un cobijo gélido en los fantasmas que le amaron y que no volverán.
En Sabbath no se sabe qué parte de sus emociones es deseo, qué un amor desquiciado y qué un desvarío mental fruto de una vida hueca, de corcho a la deriva, que de pronto se detiene, adentrándose en un estado consciente que no es capaz de digerir ni superar.
Cuando gime mientras se masturba, arrodillado en la tierra que cubre el féretro de la imposible Drenka, le observas desde arriba, desde la distancia del omnipotente lector, y te ríes con la suficiencia de quien cree que lo ha visto todo y nada le puede afectar; pero, ¿nos hemos reído también al sufrir esas otras ausencias que a lo largo de los años tenemos que soportar?
Desde luego no somos Mickey Sabbath, no queremos sentir ni vivir como él; sin embargo, después de leer el libro, ¿no habríamos acudido a una cita con Drenka, aunque fuera solo para conocerla?

Lecturas recomendadas:
  • El animal moribundo. Philip Roth 
  • El teatro de Sabbath. Philip Roth