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7 jul 2025

Nuevos estudios sobre la salud mental en España


Por Ángel E. Lejarriaga


Este año se ha publicado un Estudio Internacional del Grupo AXA sobre Salud y Bienestar Mental, presentado por la Fundación AXA, que se ha realizado en 8 países de Europa, con muestras representativas de población con edades comprendidas entre los 18 y los 75 años. Los países estudiados han sido España, Reino Unido, Francia, Italia, Bélgica, Suiza, Alemania e Irlanda.

En la presentación del estudio estuvo el presidente del Consejo General de la Psicología en España, Francisco Santolaya, quien destacó la gravedad de la situación en nuestro país, haciendo hincapié en el hecho de que la salud mental en los últimos años no hace más que empeorar, a pesar de la palabrería de los voceros políticos que dicen estar estudiando el tema y mejorando los recursos: el porcentaje de personas que manifestaron tener problemas psicológicos en 2022 fue del 26% mientras que en 2023 el porcentaje ascendió al 34%.

El estudio que se cita pone el acento en la depresión, el trastorno por estrés postraumático y los problemas de ansiedad en general; estos trastornos serían los que más afectan a la población española, estadísticamente hablando.

Cuando se pregunta a las personas encuestadas en España por el estrés que padecen en su vida cotidiana, el 62% responde que está bastante estresada, frente al 54% de los franceses, por ejemplo. Cuando se las pregunta por las causas de su malestar, también a la población española, el 34% lo achacan al sufrimiento psicológico, el 28% a problemas económicos y el 25% al aislamiento social (soledad).

Este malestar emocional supone directamente un aumento significativo del consumo de antidepresivos, somníferos y ansiolíticos, que ahora el Gobierno quiere reducir a toda costa sin intervenir sobre las causas que lo provocan. El consumo de estos fármacos no es continuo, si exceptuamos los antidepresivos. Sobre este tema, un 16% responde que consume los psicofármacos una vez a la semana, el 27% afirma que los consume una vez al mes. En cualquier caso, lo que constata el estudio es que los datos que ofrece España, en lo que se refiere al consumo de psicofármacos, son los más elevados de los países encuestados.

Otro dato relevante es que los españoles (hombres y mujeres) acudimos al especialista con más frecuencia que el resto de los países participantes en el estudio. Un 65% afirma haber visitado a un médico en el último año para describirle su malestar emocional; y un 32% haber acudido a asistencia psiquiátrica o psicológica.

Las recomendaciones para afrontar el malestar social que ofrece Francisco Santolaya no tienen desperdicio: dormir bien, una alimentación saludable, hacer ejercicio físico, realizar actividades gratificantes, compartir nuestras emociones, pensar de manera optimista, mantener relaciones positivas, condiciones saludables en el trabajo y reforzamiento de recursos en salud mental en el sistema sanitario público. Para lograr esto en la hostil sociedad en la que vivimos habrá que darle la vuelta a la “tortilla”, es decir, realizar una transformación radical de la vida cotidiana. Si no es así, las recetas no sirven.

La depresión llega a causar el 20% de las bajas laborales (España); y lo que es más trascendente, 3.900 personas, también en España, se suicidaron en 2020, 4.003 en 2021, 4097 en 2022; todavía no hay datos oficiales del año 2023, pero por la secuencia descrita observamos que las cifras de muerte autoinducida aumentan año tras año.

Las personas entrevistadas consideran que en la mayoría de las áreas de su vida falta bienestar, no llegan a alcanzar unos mínimos de calidad, lo cual conlleva un predecible deterioro psicosocial. También expresan que se sienten estancadas, que ven pocos aspectos positivos en sus vidas, lo que las desmotiva significativamente.

Mucho me temo que Santolaya no se ha enterado en qué sistema socio-económico vivimos. Enfermamos porque nuestra calidad de vida se va empobreciendo año tras año. Estamos sometidos a condiciones opresivas a nivel de vivienda, de acceso a la sanidad, a la enseñanza, a una alimentación sana debido a la subida desproporcionada de los productos de primera necesidad. Nos expulsan de las ciudades a las periferias, nos desarraigan. Nuestros puestos de trabajo son precarios, de duración incierta, con salarios insuficientes para afrontar los costes básicos de subsistencia. A esto se suman la desconexión familiar, la carencia de redes de apoyo en las que sustentar y desahogar nuestro dolor, relaciones superficiales e insatisfactorias. En sí, vidas precarias que correlacionan con una salud física y mental precaria. Y lo que es peor, sin un horizonte de cambio en perspectiva, sin esperanza. Quizá, en gran parte, ésta sea la clave del profundo malestar que nos domina: estamos enfermos de desesperanza, desconsolados porque no poseemos una perspectiva novedosa que nos induzca a ilusionarnos con un futuro mejor a corto plazo.

El estudio presenta, finalmente, una pirámide que de cumplirse nos conduciría a la estabilidad emocional. Dicha pirámide posee un problema de partida, en su base se encuentran la “seguridad laboral y las relaciones sociales”. Ambos aspectos son nuestros puntos débiles en estos momentos históricos. Les suceden la seguridad financiera y un trabajo satisfactorio, habilidades de adaptación, salud física, el autoconocimiento; de cumplir todo lo anterior alcanzaríamos la autoaceptación. Esta última parte no es más que un discurso falaz, retórico, que nos presenta un bienestar ambiguo que no sabemos qué significa. Sí, sabemos que el punto de partida de su proyección es fallido, ni tenemos seguridad financiera, ni un trabajo decente, ni condiciones de vida con un mínimo exigible de calidad. Como siempre, la psicología oficial analiza bien los datos pero se pierde en las soluciones, que necesariamente pasarían por el compromiso crítico con las víctimas de una sociedad injusta y decadente.

Publicado en el periódico Rojo y Negro, número 391, de Julio de 2024

15 ene 2025

Drogas y adolescencia



Por Ángel E. Lejarriaga



Sin el deseo de ser alarmista, las cifras de consumo de alcohol y drogas que se publican en los distintos estudios epidemiológicos no dejan de llamar la atención sobre la magnitud del problema. En este artículo se hace referencia a la relación existente entre la adolescencia —etapa de la vida considerada por algunos especialistas como patológica en sí misma— y el inicio en el contacto con el alcohol, el tabaco y otras drogas. En el caso del alcohol se afirma que el 73.9 % de las adolescentes lo han consumido y en lo que se refiere al tabaco, el 38.2% ―sobre el cannabis se da la cifra de un 28.6%, éxtasis 3.1%, cocaína 2.7% y alucinógenos 1.7%―; si consideramos que el alcohol y el tabaco suelen consumirse al comienzo de una hipotética escalada hacia las drogas denominadas duras, no queda más remedio que detenernos a reflexionar sobre las consecuencias de este uso poco saludable y peligroso.

En estudios recientes se ha tratado de averiguar la influencia que pudiera existir entre el estrés y el consumo de drogas en esta importante etapa del desarrollo. Desde los años sesenta se ha reconocido al estrés como un factor presente en conductas de riesgo relacionadas con el abuso de sustancias. Ni que decir tiene que la adolescencia está cargada de vivencias de alta intensidad que provocan ansiedad: cambios corporales de origen hormonal, despertar de la sexualidad, desarrollo de la identidad individual y, por supuesto, el aumento de la exigencia académica y social, en cuanto a responsabilidad se refiere. En este contexto autoevaluativo, una visión poco halagüeña sobre el futuro a corto y medio plazo, fracaso escolar y expectativas laborales incluidas, ponen en dificultades el desarrollo de una autonomía material y psicológica imprescindible.

¿Estos cambios mencionados pueden conducir al consumo de drogas? La respuesta no es concluyente, pero sí podemos afirmar que generan una vulnerabilidad propicia para su tolerancia. El uso de sustancias peligrosas para la salud puede aliviar la presencia de ansiedad y depresión; y facilitar la adaptación en el grupo de edad. Desde luego, es una forma inadecuada de manejar los eventos estresantes pero asequible, y a corto plazo satisfactoria. En cualquier caso, en la adolescencia, sus protagonistas, hombres y mujeres, tienen que aprender a vivir con la posibilidad de las drogas en sus espacios de ocio; esto quiere decir que tendrían que tener clara una posición sobre la utilización o no de tal opción. Adquirir estas habilidades tendría que ser prioritario durante su proceso de socialización, fundamentalmente dentro del grupo familiar y del ámbito escolar; teniendo siempre presente la baja percepción que tiene la sociedad sobre el riesgo para la salud que suponen las drogas legales (alcohol y tabaco) y las denominadas blandas. De hecho, el consumo de estas sustancias está asumido por gran parte de la población. La facilidad de acceder a ellas, asociada a los factores de riesgo, acrecienta su uso y abuso.

Ante tal hecho, resulta evidente que la prevención tendría que ir encaminada a capacitar a las adolescentes para afrontar estos factores de riesgo de una manera solvente —en un sentido constructivo—, protegiendo su salud y evitando de paso las consecuencias que el contacto con sustancias adictivas, sean legales o ilegales, le acarreará a medio plazo. También, debería detectar a las personas más vulnerables, psicológicamente hablando, para intervenir sobre ellas antes de que se produzca el contacto con «sustancias» paliativas de su malestar.

A este nivel sería interesante, por no decir imprescindible, empezar a trabajar con los niños y niñas, preparándolas no sólo para los cambios biológicos que les esperan en breve, sino también para rechazar los consumos dominantes en la sociedad: alimentación basura, exceso de horas ante las pantallas, compras compulsivas y consumo de alcohol, tabaco y otras drogas. Estos planteamientos parecen obvios pero en muchas ocasiones suelen entrar en contradicción con las conductas que se observan en los adultos. Con atrevimiento se podría decir que vivimos en una sociedad «adicta», y que la gente más joven no hace más que imitar los comportamientos de sus mayores.

¿Qué estrategias concretas habría que poner en marcha? Como ya se ha dicho, primero habría que explicar a las personas adolescentes lo que significa la etapa por la que están pasando, su causalidad biológica y la metamorfosis psicológica que en ella se produce. En ese contexto psicoeducativo, les reforzaríamos la autoestima, les entrenaríamos en el desarrollo de un pensamiento crítico que les capacitara para decir «no» cuando llegara el momento, a las ofertas «lúdicas» poco saludables que les van a salir al paso. Hay que enseñarles, además, que esa sensación de «grandiosidad» personal que les va a dominar durante un tiempo es provisional, que no son inmunes, ni inmortales, que sus acciones tienen consecuencias y en gran parte son responsables de las mismas. Podríamos hacerles ver, también, que el hecho de ser adolescente no es una categoría especial que merezca privilegios especiales: es simplemente una edad, un período evolutivo temporal que pasa sin más.

A los padres y educadores tendríamos que explicarles esto paralelamente. Habría que decirles que los chicos y chicas actúan así en parte porque su biología les impulsa a ello, pero también porque son el resultado de una sociedad cuyos valores se fundamentan en el «consumo» y en la satisfacción inmediata de los deseos.

En resumen, hacer prevención sobre el consumo de drogas en una etapa tan difícil como lo es la adolescencia; supone preparar a nuestros hijos e hijas para una edad que no van a comprender hasta que haya pasado y, sobre todo, para afrontar un modelo de vida que a los adultos nos hace enfermar debido al estrés y a la falta de realización personal a que nos somete.

Publicado en el periódico Rojo y Negro nº 389 en mayo de 2024

16 dic 2024

Conciencia de clase, psicología y anarquismo

Por Ángel E. Lejarriaga



Hemos partido de una definición de la «conciencia» como un conocimiento que un ser tiene de sí mismo y del medio en que se desarrolla; en sí, la relación entre el sujeto y el objeto. Se ha complementado esta definición con la afirmación de que la conciencia realiza un examen de los conceptos de bien y mal, lo que la situaría ―como hipótesis― en una posición moral. Esto nos permite introducir un importante concepto como es el de «conciencia social». A partir de esta introducción, se ha realizado una aproximación a la Psicología cognitiva a la que se ha definido como la disciplina que estudia los procesos mentales implicados en el conocimiento. Su pretensión es explicar cómo los seres humanos interpretan el mundo en el que se desenvuelven; defiende que la conducta se produce en función del procesamiento humano (pensamiento); es decir, los sistemas de creencias, los deseos y las motivaciones impulsarían la conducta; partiendo siempre de la premisa de que dicho sistema de creencias es aprendido. 

A continuación se ha definido el concepto de conciencia de clase como una capacidad para entender las relaciones de explotación y la posición que el individuo ocupa dentro de ellas. Esta toma de conciencia sería clave para la resolución o afrontamiento de los antagonismos de clase. Además, se ha afirmado que la conciencia de clase sería un paradigma fundamental para interpretar el mundo, modificar nuestra estructura de procesamiento psicológico y elicitar conductas transformadoras. 

Y hemos llegado a la conclusión de que necesitamos una filosofía que estructure la revuelta, el pensamiento crítico, el malestar social, que posea la capacidad de tocar todos los aspectos de la sociedad y ofrezca a su vez soluciones que partan de la libertad y el bien común. Esa filosofía, para nosotras, es el anarquismo. Kropotkin dijo que la clave de la evolución humana era el apoyo mutuo. Precisamente este es el principio básico que hay que incorporar a nuestro sistema de creencias. Podemos despertar nuestra conciencia de explotados; pero para que la sociedad progrese es necesario que se cumplan unas condiciones psicológicas mínimas, basadas en el impulso que inspira la libertad, el apoyo mutuo, una educación liberadora, la creatividad, la racionalidad, la ciencia y el amor.

9 dic 2024

Cómo ayudar a un enfermo mental grave


Por Ángel E. Lejarriaga



Es un hecho demostrado y publicado que la salud mental de la población europea ha ido empeorando progresivamente en los últimos cincuenta años. Los tratamientos asistenciales, sobre todo los patrocinados por la protección social de los diferentes estados, se fundamentan en el uso de fármacos. Nadie habla de la “sociedad del malestar”; es decir, de la etiología del problema. Se atiende a los síntomas pero no se buscan las causas.

La salud mental es uno de los muchos retos que la sociedad moderna tiene que resolver en el siglo XXI, no solo en España sino en el mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial los problemas mentales se han duplicado; a pesar de ello, los recursos que se han empleado en su tratamiento han ido disminuyendo progresivamente hasta llegar a casos como el del estado español en el que prácticamente sólo existe presupuesto para recetar fármacos a los pacientes, que pocas veces ayudan aunque palien en alguna medida su malestar. Esta forma de actuar no hace más que cronificar el sufrimiento de las personas afectadas. Es de suponer que la presión de las multinacionales farmacéuticas tendrá algo que ver en el problema.

Aunque son muchos los trastornos psicológicos que pueden aquejarnos, se suele considerar como enfermedad mental grave a aquella que produce alteraciones incapacitantes a nivel cognitivo, afectivo y social. Quizá los trastornos más asociados a esta descripción sean la esquizofrenia y el trastorno bipolar. En ambos casos la persona afectada no tiene un contacto racional con la realidad y puede padecer distorsiones perceptivas lo suficientemente graves como para impedir su desarrollo individual e integración social. Estas personas, a su vez, pueden perder gran parte de su autonomía por lo que suelen depender en gran medida de las familias.

Desde los años 70 se viene trabajando en modelos de apoyo familiar que contribuyan a mejorar tal situación y faciliten la incorporación activa de las afectadas a la sociedad. Dichos modelos pretenden que los allegados posean conocimientos sobre el trastorno en cuestión y entiendan las consecuencias que éste tiene en la vida cotidiana; también pretenden enseñarles a resolver los problemas diarios de un modo no estresante.

Existen varios modelos de intervención que han demostrado experimentalmente su eficacia: el Modelo de Anderson, el Modelo de Leff, el Modelo de Fallon y el Modelo de Tarrier. Todos enfocan el trato con las familias con una actitud positiva, centrada en no culpabilizar y reconocer el esfuerzo que realizan; establecen un vínculo de apoyo sólido con las mismas, haciéndoles ver que los profesionales van a estar siempre disponibles en los momentos difíciles. La relación con ellas se centra en problemas concretos que van surgiendo en cada caso, tratando de favorecer expectativas racionales sobre la evolución del paciente en el futuro.

Los objetivos a conseguir en todos estos modelos son: a) Informar sobre el problema de la persona enferma: etiología, evolución y posibles tratamientos; b) Enseñar a manejar el estrés que genera el contacto diario con ella y especialmente en las fases agudas del trastorno y c) Establecer metas razonables.

Los estudios que se han desarrollado sobre la eficacia de estos modelos de intervención sugieren que el tiempo que necesitan las familias para estar preparadas para afrontar la situación de convivencia con una enferma mental grave es largo: alrededor de dos años. También se ha constatado experimentalmente, que tras este tipo de tratamientos las pacientes tienen menos recaídas y son capaces de mantener la medicación por sí mismas. Además, mejoran su calidad de vida en todos los aspectos —desde la higiene hasta las relaciones interpersonales—, así como la de las personas que conviven con ellas, y facilitan su rehabilitación psicosocial.

En España se han aplicando puntualmente varios programas en esta línea de actuación con buenos resultados pero por desgracia no se han generalizado a toda la población afectada porque las distintas administraciones, como ya se ha mencionado, no destinan recursos económicos para este fin.

Las claves de actuación con una persona afectada por un trastorno mental son las siguientes:

a) Es relevante tener presente las peculiaridades de cada individuo y los contextos en los que la relación se produce. No existe un patrón igual para todas las personas, sólo líneas de actuación.

b) Hay que intentar establecer un diálogo cómodo con la afectada. En ocasiones resulta complejo iniciar una simple conversación sobre el problema que la aqueja.

c) Empezaremos por expresar nuestro malestar ante lo que le está sucediendo y nuestra disposición a escuchar sus quejas y necesidades. Le manifestaremos nuestro apoyo incondicional sin presuponer sus necesidades. Para obtener esta información lo mejor es preguntarle.

d) Obtener datos sobre el trastorno que aqueja a la persona que intentamos ayudar. Cuanta más información poseamos más fácil resultará la intervención.

e) Debemos tener presente que el trastorno que afecta a nuestro ser querido puede ser de larga duración por lo que cuidaremos mucho mostrar impaciencia y hacer recriminaciones o culpabilizar.

f) Hay que establecer objetivos factibles de lograr, expectativas realistas. Cualquier tipo de recuperación o rehabilitación difícilmente va a ser sencilla, sobre todo en casos más incapacitantes como esquizofrenia, trastorno bipolar o trastornos ansioso depresivos cronificados.

g) En ocasiones la persona cuidadora tendrá la impresión de que el apoyo que presta no ofrece un resultado palpable. No hay que desanimarse, tal vez la persona que cuidamos aunque no entienda claramente lo que estamos haciendo, sí entienda que estamos presentes en su vida de manera incondicional y que puede contar con nosotras para afrontar sus crisis y malestares.

h) Es obvio decir que hay que buscar ayuda externa, tanto para la persona que padece el trastorno como, en ocasiones, para nosotras mismas. Cuidar a alguien, independientemente de su gravedad, es un estresor que afecta a nuestro sistema nervioso y a nuestra calidad de vida en general. En ocasiones será necesario que establezcamos límites puntuales para poder resistir la totalidad del viaje que suponen los cuidados que estamos proporcionando.

 Publicado en el periódico Rojo y Negro nº 388 en abril de 2024


7 oct 2024

Psicología de la servidumbre voluntaria

Por Ángel E. Lejarriaga


“Con duro trabajo la harás producir tu alimento durante toda tu vida. La tierra te dará espinos y cardos, y tendrás que comer plantas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”. (Génesis 3:19)

Así sentenció dios al hombre y a la mujer al expulsarles del Paraíso por comer del árbol del bien y del mal. Muy piadoso, obviamente, no fue con las debilidades de nuestros “primeros padres”, inexpertos a la hora de lidiar con la “autoridad”. El caso es que esa frase lapidaria “te ganarás el pan con el sudor de tu frente” es una especie de maldición. Y de ahí parte esta reflexión sobre el “trabajo” y las bondades que sobre éste predica un empresariado entusiasta con la “psicología positiva”; es decir, psicología del autoengaño, de la alienación y de mentiras interesadas.

Hace tiempo que los departamentos de recursos humanos descubrieron los beneficios de tener a las plantillas contentas. Para ello borran de su inconsciente colectivo la mentada maldición bíblica; luego, sin proporcionar a dichas plantillas buenos salarios, aumentos en sus vacaciones o una disminución de su jornada laboral, las gratifican “emocionalmente”, absorben el discurso ecologista, antirracista, antihomofóbico o feminista, con un toque contestatario, y lo convierten en su discurso; así lo transmiten en la publicidad y lo venden a sus empleadas como beneficio intrínseco. Además, les proporcionan algunos descuentos en la compra de sus productos; eso si han cumplido con los planes de producción previstos. De este modo, son felices; tienen trabajos embrutecedores, precarios, sin perspectiva de progreso, pero sonríen satisfechas porque la empresa sintoniza con los valores de su tiempo. ¿Y la conciencia de ser explotadas dónde queda? 

El discurso contra el trabajo no es de ahora, Paul Lafargue defendió el “derecho a la pereza” en contraposición al “amor al trabajo” que una parte del proletariado manifestaba, como si la empresa fuera suya, como si supusiera riqueza para la sociedad; en realidad lo es pero para las juntas directivas, para las accionistas, no para la clase trabajadora. El discurso del trabajo bien hecho, del amor al trabajo, es una cadena más que nos impone el “sistema”, con la que nos estrangula más si cabe. El trabajo es una desgracia. ¿Cuántas horas empleamos al día en acudir a nuestro puesto de trabajo, en la jornada laboral y en recuperarnos del esfuerzo empleado? ¿Tal vez 18 horas? ¿Cuántas nos quedan entonces para disfrutar de nosotras mismas? Tenemos que comer, abastecernos de alimentos, asear nuestras casas y a nosotras. El resultado de este cálculo es aterrador. Nacemos para ser mano de obra, más cara o más barata, pero en última instancia simples herramientas que se compran y se venden al mejor postor. Cada vez que alabamos nuestro empleo —obviando el hecho de que somos meros explotados—, reproducimos la ideología dominante. Necesitamos pagar facturas pero no necesitamos trabajar, digamos que lo hacemos porque no nos queda otra alternativa. Claro, podríamos hacer una revolución y cambiar el curso de la historia, pero eso da miedo y no lo vemos factible, no nos lo da tanto emplear el ochenta por ciento de nuestro tiempo de vida en la mera supervivencia.

El empresariado no es nuestro amigo, una empresa no es un club social, no somos unas privilegiadas por tener empleo, sólo cerramos el círculo trazado por el orden vigente. Unas personas descargan camiones, otras los conducen, otras ordenan el reparto, luego está quien mueve la documentación. Unas pasan la jornada laboral de manera más cómoda, otras menos, pero todas, sin lugar a dudas, malgastamos nuestro tiempo de existencia en “ganar el pan con el sudor de la frente”. No nos equivoquemos, no confundamos vender nuestra fuerza e inteligencia con la satisfacción de nuestros anhelos, no es cierto. Despilfarramos tiempo y éste es irrecuperable. Nuestro valor fundamental no es simplemente subsistir, éste se encuentra en el tiempo libre, en crear, en adquirir conocimientos, en gozar en comunidad de la amistad, del amor, justamente lo que no hacemos. Las empresas pretenden hacernos creer que ellas son nuestra familia, nuestro lugar de encuentro, la posibilidad de satisfacer nuestros deseos más íntimos. “La servidumbre voluntaria” de La Boétie se manifiesta en todo su esplendor. Alguien ha dicho que en nuestros empleos nos “roban el alma”, es un metáfora, desde luego, pero cargada de razón, “amar el trabajo es abrazar nuestro sometimiento” (Valls, 2024).

El trabajo asalariado no puede ser una fuente de satisfacción, es pura niebla que oculta la precariedad de nuestra vida cotidiana, todo lo que nos perdemos durante el proceso productivo. El trabajo “no dignifica”, sea cual sea éste, se disfraza de privilegio pero no es más que explotación, dedicación absoluta a las empresas, dependencia del rendimiento, de los objetivos cumplidos, miedo a decepcionar a nuestro entorno; nos hemos convertido en simples productores acríticos incapaces de ver más allá de la jornada laboral.

El mundo está así en estos momentos, pero como ha dicho alguien hace poco, tenemos que tener claro en qué lado de la barricada queremos estar, quiénes son nuestros enemigos, dónde deseamos desarrollar nuestras emociones. El trabajo no nos hace más felices, más bien al contrario. Cuando a una persona le preguntas qué haría si le tocara la lotería, lo primero que responde es "dejar de trabajar". Da igual que sea ingeniera, funcionaria, carpintera o lavacoches. ¿Por qué será? A pesar de las mentiras, en nuestro fuero interno somos conscientes de que se nos escapa el tiempo de vida entre los dedos.

No hay que ser pesimistas o distópicas al respecto, existen otras formas de vida. Lo importante es que recuperemos la conciencia sobre nuestra condición y posición en el mundo, a partir de ahí también repasaremos la historia y veremos que muchos logros humanos parecían imposibles antes de ser alcanzados y, sin embargo, se materializaron a través de las luchas. Seamos utópicos y pidamos lo imposible, algo parecido dijo Bakunin. Por favor, dejemos de enaltecer el trabajo y considerémosle como lo que es, un medio para pagar las facturas; cuanto menos facturas paguemos menos trabajaremos. Nuestro tiempo de vida debe estar en nuestras manos y en este aspecto tendríamos que ser intransigentes.

Publicado en el periódico Rojo y Negro nº 387 en marzo de 2024

16 sept 2024

Caminando


Por Ángel E. Lejarriaga



A pesar de jactarnos del conocimiento acumulado desde hace varios miles de años, a pesar de nuestro impresionante desarrollo tecnológico, a pesar de todo esto y mucho más, sabemos poco de nosotras mismas, de la especie humana, de su esencia ―si es que tal cosa existe―. De hecho, se podría decir que no sólo no sabemos sino que tampoco queremos saber.

Sustituimos ese posible autoconocimiento por una existencia volcada en emociones banales, en aspectos superficiales de la vida cotidiana, continuamente hambrientos de consumo y de una felicidad ilusoria que tal vez sólo podremos conseguir a través del consumo de drogas.

Bien, entonces, ¿qué somos? Lo que hacemos, nuestras conductas, nuestras manifestaciones. ¿Existen factores innatos que impulsan dichas conductas? Tal vez. La ciencia todavía no lo ha determinado, aunque en ocasiones hablemos de ello como si fuera un hecho. Mencionamos los impulsos, las tendencias, las sendas trazadas por aspectos de nuestro “ser” que van más allá de la razón. Obviamente, pisamos un terreno inestable que desconocemos hacia dónde nos puede llevar.

¿Nos estamos refiriendo a una intuición, a algo no medible ni cuantificable, hablamos de pensamiento mágico? Resulta difícil responder a estas preguntas. Precisamente, como no podemos hacerlo hipotetizamos que esos impulsos o tendencias plantean horizontes de posibilidades, opciones sobre las que tenemos que reflexionar y tomar una decisión en un momento dado.

¿Qué hacemos entonces? Ver las ventajas e inconvenientes de cada opción y elegir sin miedo, asumiendo las posibles consecuencias de ese acto. Es decir, "apostar", en la mayoría de las ocasiones sin los suficientes datos como para pronosticar un acierto seguro. Sólamente existe un suceso inequívoco: la muerte; todo lo demás es probable. Pero entonces, cuando nos planteamos un objetivo lejano, ¿cómo saber si estamos haciendo lo correcto?, ¿cómo saber si vamos a alcanzarlo? No podemos saberlo. Corremos riesgos, aceptamos la posibilidad de no tener éxito, mas crecemos durante el viaje. Un viaje que no va a ser fácil porque va a estar compuesto por una cadena de decisiones cuyas consecuencias continuamente hay que analizar.

Aunque la educación ―nuestros padres, el colegio, el “sistema”― nos pretende hacer creer que nuestras vidas están determinadas, dirigidas al hecho inapelable de tener que "ganarnos la vida" del modo que sea ―nacer no supone tener derechos ni garantías para la subsistencia―, si pensamos de una manera racional y crítica nos daremos cuenta que es imprescindible cuestionar los valores impuestos, revisarlos, ponerlos sobre la mesa y estudiarlos con detenimiento. A partir de ese instante nuestro trabajo personal consistiría en decidir si nos convienen o no, si se encuentran dentro del “bien común” o no. Alcanzada esa resolución, iniciaremos una andadura en la que no hay caminos, como dijo el poeta Antonio Machado “se hace camino al andar”. Eso es la existencia, ni más ni menos, una tierra sin caminos, un proceso experimental continuo, que es más fácil recorrer en compañía; con un horizonte que toma forma según nos aproximamos a él.

Durante ese recorrido pueden suceder variados acontecimientos, estamos rodeados de variables incontroladas que nos hostigan y acechan, de obstáculos dificultosos que inevitablemente tenemos que superar de una manera o de otra. Nuestro propio pensamiento puede cambiar o incluso reafirmarse en dicho recorrido. A veces, incluso, el horizonte se desdibuja, se torna secundario durante un tiempo, y vuelve a renacer con fuerza más adelante, no podemos saberlo. Es la experiencia la que nos va a ir enseñando. Nuestros miedos viajan en nuestra mochila, en ocasiones generándonos angustia e incertidumbre, lo que nos hace tambalear y que nos tengamos que tomar un respiro para poder pensar con calma.

Decía más arriba que somos lo que hacemos, y así parece. Aunque el horizonte esté lejano, el viaje es valioso en sí mismo, y lo conseguiremos alcanzar o no, pero nuestra fuerza reside en el propio intento, en el recorrido, en la vivencia percibida e incorporada a esa inmensa base de datos que somos, en la que acumulamos saber y que ojalá fuéramos capaces de transmitir.

Sabemos tan poco, la vida es tan corta, sufrimos y nos frustramos tanto, da pánico pensar en estos términos pero una vez que somos conscientes de nuestra existencia, que nos identificamos como seres únicos con capacidad volitiva, y hemos decidido vivir de manera cosnciente, entonces aparecen los horizontes creativos que nos pueden conducir a la autorrealización y a una autentica revolución interior, siempre dentro de nuestra esfera de posibilidades, analizada ésta desde una perspectiva empírica.

Todavía hoy no estamos programados, necesariamente no tenemos que cumplir lo predispuesto por la sociedad, podemos rebelarnos, individual y colectivamente, y perseguir nuestros sueños, pasando por encima de donde tengamos que pasar; cueste lo que cueste. No hay que tener miedo al error sino a no intentar conseguir nuestros objetivos. Si tropezamos seguiremos adelante, si nos caemos nos levantaremos, y seguiremos adelante. Ese es el camino. No hay dioses, ni mesías, ni líderes, ni partidos, ni amos, ni autoridades infalibles que nos guíen. Todos ellos sólo buscan nuestra obediencia, y precisamente será la desobediencia nuestra mejor consejera. Si conseguimos ser conscientes de lo que no queremos, ya hemos avanzado mucho, si además sabemos lo que queremos, seremos libres, al menos de pensamiento, y nos regocijaremos en la lucha diaria por perseguir nuestra visión particular y colectiva.

La vida en sí misma está plagada de misterios que tal vez nunca logremos explicar, no importa, en nuestras manos reside la posibilidad de transformar la realidad. Somos vulnerables y falibles, pero el compromiso con nuestros sueños, la voluntad y la buena compañía nos ayudarán en el proceso. Nos dará miedo la responsabilidad pero como contrapartida podemos forjarnos un destino que no esté escrito.

Cuando después de muchos años las fuerzas se nos agoten y haya llegado el momento de partir, es posible que tengamos tiempo de transmitir a las generaciones más jóvenes lo que hemos aprendido durante nuestro viaje; no será una verdad universal, sólo nuestra verdad; quizá ellas la puedan asimilar y utilizar como método para realizar su propio viaje.

Publicado en Rojo y Negro, número 386 de febrero de 2024

24 jun 2024

Salud mental y gentrificación


Por Ángel E. Lejarriaga



No puede sorprender a nadie saber que lo que ocurre a nuestro alrededor desequilibra y afecta a nuestro sistema nervioso, en consecuencia directa enfermamos de diversas maneras. Con la gentrificación en primer lugar enfermamos de precariedad y en segundo lugar de “desarraigo”.

En los últimos años han aparecido estudios que denuncian las consecuencias de la gentrificación sobre la salud en las personas afectadas. El crecimiento exponencial del fenómeno está generando cientos de miles de nómadas. En un estudio realizado en la ciudad de Nueva York se ha denunciado expresamente que la “gentrificación puede dañar la salud”, no lo afirma taxativamente sino como posibilidad. En dicho estudio se “concluye que los índices de hospitalización [por temas de salud mental] son dos veces más altos en personas desplazadas que en aquellas que permanecen en sus barrios”. Este es un estudio pionero que apareció en 2017 y que, evidentemente, no se ha difundido más que en círculos académicos (“Impact of residential displacement on healthcare access and mental health among original residents of gentrifying neighborhoods in New York City”, Sungwoo Lim, Pui Ying Chan, Sarah Walters, Gretchen Culp, Mary Huynh, L. Hannah Gould. December 22, 2017). El estudio añade que: “cerca de un millón de personas, tan solo en Nueva York, están en riesgo de tener que abandonar sus vecindarios debido al encarecimiento de los alquileres”. Las causas del empeoramiento de la salud mental de los desplazados fue: consumo excesivo de alcohol y drogas, la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos, depresión y ansiedad. El mismo estudio dice que antes de ser expulsadas de sus barrios estas personas presentaban índices de enfermedad mental similares a las que se mantuvieron viviendo en ellos.

Es difícil asociar una relación directa entre gentrificación y el empeoramiento de la salud mental, pero no lo es tanto si partimos de la realidad de que la gente expulsada vive de manera precaria, la gentrificación no hace más que empeorar la situación asociada al desarraigo.
Un estudio más reciente concluye: “la incapacidad para mantener el lugar de residencia ligada a los procesos de gentrificación da lugar a desarraigos con importantes consecuencias en cada una de las esferas de la vida cotidiana”. (Elliot-Cooper et al., “Moving beyond Marcuse: Gentrification, displacement and the violence of un-homing”, 2020).

Otra investigación (Franquesa, J. “Vaciar y llenar, o la lógica espacial de la neoliberalización”, 2007) sostiene que la gentrificación es una estrategia clara del “urbanismo neoliberal” consistente en vaciar un territorio de sus habitantes originales por considerarlos fuente de degradación, para sustituirlos por nuevos usuarios de mayor poder adquisitivo. Estos movimientos especulativos no solo expulsan a las vecinas de baja renta sino que modifican toda la estructura relacional (ocio, esparcimiento, cultura y servicios en general) para hacer los barrios más atractivos al turismo. Estas mejoras interesadas no sólo no las pueden pagar las rentas bajas, incluso las rentas medias se ven desplazadas debido al encarecimiento desenfrenado que supone el acceso a esos mismos servicios.

La población desplazada en cada lugar es diferente pero con elementos comunes; por ejemplo: hogares compuestos por personas mayores que viven de alquiler o que han perdido sus referentes en el barrio; hogares unipersonales; hogares monoparentales y, por supuesto, hogares compuestos por inmigrantes de otras naciones. En los últimos años el alquiler privado se ha disparado, sin que el alquiler social haya crecido en compensación para establecer un cierto equilibrio.

Después de lo dicho, ¿qué supone esta expulsión para las personas afectadas? Pues fundamentalmente vulneración de derechos sociales, hacinamiento en territorios cada vez más lejanos, sobrecarga de los servicios públicos sin que se incrementen los presupuestos para su mejora, disminución de la calidad de vida en sí, y desarraigo. Por desarraigo entendemos “Ausencia o privación de vínculos con un lugar o un grupo de personas” (Diccionario Panhispánico). En otras palabras, sentimientos que experimentan quienes deben abandonar bien su tierra de origen, bien los barrios en los que han echado raíces; es decir, en los que han establecido relaciones sólidas y duraderas que les hacen sentirse seguros y les sirven de seña de identidad.

En el momento que un “expulsado” o “desplazado” pierde el contacto con vínculos que durante años le transmitieron esa sensación de seguridad —sean estos familiares, sociales o culturales—, se produce un desequilibrio interior que podríamos denominar de extrañamiento, un auténtico duelo que le va a afectar con distinta gravedad según los casos. Esta pérdida, sin lugar a dudas, va a tener un impacto sobre su estado de ánimo, sobre sus relaciones sociales y por tanto sobre su integración en el medio al que se incorpora.

En muchas ocasiones la decisión de cambiar de zona de residencia se ha tomado de forma voluntaria, pero la mayoría de las veces no es así y el cambio ha sido forzoso. En cualquier de las dos circunstancias se produce una ruptura, una herida emocional que hay que subsanar a nivel social, familiar, de servicios y de ocio. El sujeto afectado tiene que realizar un esfuerzo extraordinario de adaptación a ese nuevo medio.

¿Qué sintomatología psicopatológica puede producir el desarraigo que sufre la persona expulsada? Primero mucha frustración e impotencia, cuando no indefensión (la sensación de que no puede hacer nada para influir sobre el curso de los acontecimientos); esto conduce, en segundo lugar, a una caída de la autoestima, el sujeto se culpabiliza, se considera responsable de su situación y se siente incapaz de afrontarla; en tercer lugar, la persona expulsada se siente “extrañada” como si no entendiera lo que le está sucediendo, como si lo que vive le fuera ajeno, entonces aparece el miedo, sobre todo si es responsable de la supervivencia directa de otras personas, sean niñas o mayores; en cuarto lugar, se manifiesta una abrumadora soledad puesto que el posible enfoque de la solución al problema casi siempre es individual; a ésta se asocia una profunda tristeza y una especie de sensación de “paraíso perdido”, de añoranza del contexto vivencial anterior, que le impide centrarse en el horizonte que tiene delante. El cuadro mencionado conduce inexorablemente a la ansiedad, a la angustia y a la depresión.

Publicado en el nº 385 de enero 2024 de Rojo y Negro

15 abr 2024

Abuso del teléfono móvil en la infancia y la adolescencia



Por Ángel E. Lejarriaga




El teléfono móvil penetra con fuerza en la infancia y en la adolescencia, no sólo como un fenómeno más de consumo, sino inducido por los propios progenitores. Con esta acción pretenden lograr una cierta sensación de control sobre las actividades de sus hijos e hijas.

Resulta obvio decir que el teléfono móvil es muy atrayente para la población en general pero en especial en la infancia y en la adolescencia: les proporciona un contacto fácil y rápido en sus relaciones sociales, dotándolas de independencia de los padres. Para estos grupos de edad es un producto tecnológico preferente sobre otros que están en el mercado. Los padres, además, suelen reforzar su utilización porque tienen la idea —en alguna medida real— de que pueden ejercer una supervisión a distancia de la vida de sus hijos e hijas. A todo esto hay que sumar que los teléfonos móviles no valen todos por igual, por lo que poseer uno de mayor coste supone un estatus privilegiado, lo mismo que vestir ciertas prendas de marca o calzar unas zapatillas deportivas caras. Diversas investigaciones han llegado a afirmar que el adolescente dota de símbolo de identidad a su móvil. Incluso sugieren que muchos jóvenes consideran al teléfono móvil como un mediador a la hora de organizar su tiempo libre, cuando no un instrumento de ocio en sí mismo.

A continuación se exponen algunos datos sobre el uso del móvil en la población infantil y adolescente. Para empezar, el 66% de la población entre 10 y 15 años poseen un teléfono móvil. Hay una diferencia de dos puntos entre hombres y mujeres (65-67). A los 15 años lo tienen el 93.8%. A la edad de 10 años lo tienen el 22.3% y a partir de ahí sube todos los años. Hay una minoría que ronda el 5-6% que lo han comprado con sus ahorros, al resto se lo han regalado. Ni que decir tiene que el teléfono móvil suele estar siempre conectado, y que el número de horas que se hace uso de él se dispara los fines de semana. En general, tanto chicos como chicas consideran el móvil como un objeto placentero.

A partir de aquí surge la discusión. Tenemos un instrumento reforzado socialmente que es objeto de deseo y fuente de placer por parte de una población vulnerable como es la de niños, niñas y adolescentes. Si esa fuente de satisfacción sustituye a otras propias de la edad nos encontraremos con una dependencia emocional y por tanto con un riesgo de "adicción" en el sentido estricto de la palabra; es decir, se generará malestar al prescindir del móvil, que desaparecería con su recuperación. De este modo, se pueden observar en muchos casos clínicos síntomas propios de los trastornos adictivos: ansiedad cuando se restringe el acceso al móvil, abandono de actividades diarias, consumo del mismo en aumento y su empleo para satisfacer necesidades emocionales, como ya se ha mencionado.

¿Cuándo existiría dependencia del teléfono móvil? Cuando el sujeto lo necesita de manera perentoria para desarrollar con plenitud emocional su vida cotidiana. ¿Cuándo habría adicción? Cuando la persona afecta cumpla uno o varios de los síntomas de malestar mencionados en el párrafo anterior. Estos datos son una primera aproximación al problema que vamos a denominar de las “pantallas” porque no sólo el teléfono es fuente de conflicto.

Hay más datos preocupantes que se correlacionan con el uso del teléfono móvil. Según el psicólogo clínico del hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, Francisco Villar, en las urgencias de dicho centro sanitario han pasado de atender 250 casos de conducta suicida en menores en 2014 a 1.000 en 2022. El escenario a primera vista es aterrador. Habría que responder a la pregunta: ¿Cómo hemos llegado a esto? Según sus estudios estas conductas correlacionan en gran parte con el uso de pantallas: tabletas, teléfonos y ordenadores. Es obvio que estas máquinas no son las responsables de las conductas suicidas; mas lo cierto es que en edades de máxima vulnerabilidad psicológica parecen ser un factor influyente. ¿Por qué? En primer lugar, por la violencia con la que tienen contacto y que normalizan; en segundo lugar, por la suspensión del desarrollo de habilidades que generan las pantallas al convertirles en sujetos pasivos. ¿Qué casos acuden a clínica?: “ciberacoso, agresiones sexuales empeoradas con la humillación de ser grabadas y compartidas, la influencia que ejercen en ellos y ellas la infinidad de perfiles en las redes sociales que alientan al suicidio, ideas de éxito sin el empleo de esfuerzo”. ¿A dónde les conduce esto? A una profunda sensación de vacío, a mirar al mundo desde lejos como si fuera un juego que se puede reiniciar si se pierde la partida; a una búsqueda de soluciones mágicas para los problemas, como si los logros más elementales pudieran caer del cielo. Digamos que están tan expuestos a sensaciones motivantes, “a fuegos artificiales”, que hacen que el afrontamiento de la vida cotidiana, con todos sus inconvenientes, se les vuelva cuesta arriba. Un estudio realizado en los EEUU por Jean M. Twenge concluye “que las adolescentes que pasan más tiempo ante pantallas tienen más probabilidad de desarrollar problemas de salud mental”. ¿Qué sucede con las menores de diez años? En estos casos la situación es peor. Según un estudio de la asociación más importante de guarderías privadas de Cataluña, el 80% de los centros consultados detectaron una correlación entre un nivel de retraso global y la sobreexposición a las pantallas. La buena noticia es que estos déficits se corrigen en cuanto se les quita el acceso a las mismas. Según Francisco Villar “la pantalla no es un recurso para que el niño o la niña coma, tampoco para usar durante un viaje, ni para que no se aburran”. Las pantallas interfieren el desarrollo de habilidades cognitivas básicas. Con el acceso a las pantallas permitimos que nuestros niños y niñas entren en contacto con expectativas irrealizables, con arbitrariedades normalizadas, con crueldades inadmisibles, con escenas impropias para su edad.

Hay pocas alternativas entre las que elegir al respecto, lo estudiosos del tema sugieren que “todo el tiempo que se pasa mirando una pantalla es tiempo perdido en el desarrollo de habilidades sociales y de empatía”. La sugerencia del psicólogo clínico Francisco Villar es clara: “Un niño antes de los seis años no debería tener contacto con una pantalla. Hasta los dieciséis años debería estar prohibido el uso de las mismas, y regulado después entre los dieciséis y los dieciocho”. Sabido esto, a ver quién pone el cascabel al gato.

Publicado en Rojo y Negro, número 384 de diciembre de 2023.

11 mar 2024

Deconstruyendo la psiquiatría y la psicología



Por Ángel E. Lejarriaga



¿Hasta dónde podemos llegar en psiquiatría y psicología clínica en nuestra relación con la sociedad? La historia de ambas disciplinas es una y la experiencia personal directa de las profesionales otra. ¿Por qué, cómo, bajo qué supuestos hemos decidido en un momento dado de nuestras vidas iniciar el estudio de estas tecnologías? Quizá, en principio, por simple curiosidad; también por una cierta sensibilidad ante los males del individuo. La aproximación, desde luego, ha tenido que ser filosófica y antropológica, pues difícilmente llegamos a comprender el interior humano por el mero estudio; es en el compartir diario donde atisbamos al sufrimiento de ese ser arrojado a la vida que somos. Pero sólo se trata de una aproximación, rozamos el universo interior del individuo sin comprenderlo en su totalidad, porque cada ser humano es un mundo en sí mismo, con su propio procesamiento de la existencia. Además, yendo más allá, cada cultura tiene sus peculiaridades que las diferencian unas de otras, con sus reglas y su simbología particular. Por ello no podemos erigir un saber único y acabado, porque lo que llegamos a conocer es escaso.

Desde esta reflexión de partida, ¿cómo podemos enfocar una intervención clínica sobre una persona que sufre sin convertirnos en una herramienta de opresión? ¿Acaso la psiquiatría y la psicología, situadas al margen del interés común, no se vuelven instrumentos represivos o cuando menos alienantes? La sociedad se desenvuelve en continuas relaciones de dominación, no hace falta indagar lejos de nosotras para constatarlo: el hombre ejerce dominación sobre la mujer, el propietario sobre el desposeído, los padres y madres sobre sus vástagos, los hermanos entre sí, las amistades en sus interacciones intragrupo, en el ejército, en la escuela, en el trabajo. Las relaciones de dominación empapan nuestra vida; esta es una realidad tangible que hay que subvertir. El sostenimiento del orden actual está directamente relacionado con estas relaciones opresivas. Para transformarlas en igualitarias hay que realizar un esfuerzo titánico que trasciende lo material y alcanza a nuestro cerebro, a las formas en las que éste comprende e interviene en la realidad social. Si precisamente el sufrimiento psicológico está derivado de las relaciones de explotación-dominación, el papel de la psiquiatría y de la psicología, como agentes que contribuyen a un cierto alivio de ese malestar generalizado, deben formar parte de ese ariete insurrecto que golpea el muro de la alienación.

Así, esos bloques hegemónicos, que no homogéneos, que conforman las profesionales de la Salud Mentad, tendrían que posicionarse sobre cómo desean intervenir en el mundo de hoy, en este siglo XXI estresante y bárbaro, si como parte del Sistema o como un grupo facilitador de una nueva conciencia transformadora. Entre otras cosas, podríamos empezar por llamar al sufrimiento por su nombre; es decir, definiéndolo desde su etiología, generalmente social; planteando que “sanar las mentes” pasa por cambiar nuestra forma de vida, en sí la sociedad entera.

Es verdad que dentro de las diferentes manifestaciones del cerebro humano, existen algunas que pueden chocar con el análisis racional, por ejemplo la persona que tiene una experiencia en la que ve a la Virgen de Guadalupe. Este tipo de conductas nos sitúan en otro plano analítico. No sabemos por qué se producen tal tipo de fenómenos; tal vez existan mecanismos neurológicos que todavía la ciencia no ha alcanzado a comprender, que los provocan. ¿Cómo actuamos con ellos? Con comprensión, afecto y acompañamiento. Sin basar todo el tratamiento en la represión de la persona que los manifiesta, en última instancia en su enclaustramiento en un centro que antes denominábamos como “manicomio”. En cualquier caso, el contacto con esa persona que vive y sufre una experiencia especial, forma parte de nuestra sociedad, de una comunidad concreta, y debe ser tratada como una más, con sus necesidades específicas, sin estigmatizarla ni medicalizarla de por vida para librarnos de ella, hasta convertirla en un vegetal.



Para llegar a estos estándares de atención, la psiquiatría y la psicología, de momento, deberían ser absolutamente públicas, esto lo primero; y en segundo lugar, sobre todo la psiquiatría debería desplazar su centro de atención hacia la persona que sufre. Es otro hecho constatado que él o la psiquiatra están ante los pacientes —en realidad clientes, pues pagan vía directa o indirecta por un servicio—, pero, ¿realmente los ven, los escuchan, interiorizan sus quejas, intentan reflexionar sobre su forma de pensar, sobre su sistema de creencias? Es un suceso poco probable, primero por el gran volumen de trabajo que acumulan, y segundo por simple actitud negativa hacia esas personas internadas, incapacitadas o simplemente disminuidas en sus capacidades volitivas. Este es el terrible significado de la institución psiquiátrica. La psicología al ser básicamente privada, da margen al profesional para realizar una labor más próxima y centrada en la persona que reclama su ayuda; eso sí, siempre que pueda pagarla.

Ser una persona enajenada, deprimida, estresada, desquiciada, perdida, desorientada, desesperada, psicótica o bipolar no es algo que inspire solidaridad, comprensión o empatía, al contrario, esos estados se observan en muchos casos como pruebas de debilidad de carácter o de personalidad. Una actitud darwinista social corre por las calles contaminándolo todo. No hay escucha activa, no hay confrontación de sentimientos, solo ocultación, tapar el problema bajo cualquier alfombra, física o cognitiva, para eso están las pastillas, los hospitales y esas habitaciones siniestras que existen en todos los hogares donde se esconde nuestro Gregorio Samsa de turno.

He empezado hablando de psiquiatría y de psicología, y he pasado, sin pretenderlo, a romper esa cuarta pared que nos separa del escenario para incorporar al público espectador. Ahora resulta, así lo pienso, que cuando hablamos de Salud Mental lo hacemos con un cierto desprecio hacia las personas inestables, incómodas, molestas, que al ser diferentes alteran el buen orden de la convivencia. De hecho, considerarlas como iguales, relacionarlos con ellas, se puede considerar como un exceso inapropiado y desconcertante para una parte de los espectadores.

El discurso oficial es que la psiquiatría se ocupa de personas consideradas defectuosas. Comunicarse o establecer lazos con ellas puede verse como una humorada, y en el mejor de los casos como simple labor social; como si cada una de nosotras estuviéramos libres de padecer algún desequilibrio emocional debido a la agresión de un estresor vital, en algún momento de nuestra existencia. Tal vez no sea bueno relacionarnos con las personas que sufren, porque podríamos, a través de ellas, entender los males que aquejan las interacciones sociales y su orden injusto.

¿Qué conclusiones podemos extraer de todo lo dicho? En primer lugar, la psiquiatría y la psicología no son ciencias exactas, sino tecnologías que deberían estar al servicio de la comunidad, y no es así; establecen relaciones de dominación, características en todos los ámbitos de la sociedad. En segundo lugar, la persona diferente, aquella que en un momento dado padece un trastorno emocional de origen físico o psíquico, no es alguien extraño, sino un ser humano que sufre, que atraviesa por un estadio de su vida en el que lo pasa mal. Es obvio que necesita ayuda, tal vez la ayuda de la psicología y de la psiquiatría, no el sometimiento autoritario a unas prerrogativas médico sanitarias en las que no tiene ninguna capacidad de decisión. En tercer lugar, las personas somos vulnerables en cuanto que durante nuestra corta vida siempre estamos aprendiendo, ni somos extremadamente listos o inteligentes, ni tampoco absolutamente estúpidos e incapaces, categorías artificiales e imprecisas que forman parte de un continuo experiencial que tiene su representación según el momento vital biológico por el que circulamos. En cuarto lugar, no sé qué es la locura ni a quién llamar loco; tampoco tengo una buena relación con la cordura ni sé a quién denominar como cuerdo, es de suponer que nuestra posición dentro de la escala va a depender del nivel de poder que acumulemos. Alguien, hace años, en una entrevista sobre este tema puso el ejemplo de Hitler y de Truman, hoy podríamos poner el de Trump. ¿Estaban o están enajenados estos personajes? Pensemos en cada uno de ellos, dirigentes de naciones poderosas, con gran capacidad destructiva. ¿Dónde se encuentra entonces la cordura si ellos son los que gobiernan las sociedades?

Reflexionar sobre la psiquiatría y la psicología clínica actual pasa por poner el foco de análisis en el autoritarismo que caracteriza las relaciones humanas, desde el contexto más pequeño hasta la gestión de las naciones, y por tanto actuar en consecuencia. Luchar por acabar en todos los ámbitos con las relaciones de dominación es un buen cambio en nuestra estructura psicológica que se proyecta en nuestro estar en el mundo.

Publicado en Rojo y Negro, número 379 de Junio de 2023.

15 ene 2024

¿Qué sabemos del estrés térmico?


Por Ángel E. Lejarriaga



Según transcurren las décadas, los cambios sociales, tecnológicos y climáticos han generado desequilibrios en los ecosistemas que empiezan a ser acuciantes por el impacto que tienen sobre la psicofisiología humana. En el caso del estrés térmico nos encontramos en un terreno novedoso por su incidencia —ya estudiado suficientemente en el pasado—, que toma vigencia a pasos agigantados debido al calentamiento global.

Durante este verano han circulado en España comentarios negacionistas en diversos medios y redes sociales sobre el calentamiento global, y por tanto sobre el significativo aumento de las temperaturas. Se ha dicho que el cambio climático no existe porque si se compara el año 1961 con el 2021 ambos tuvieron una temperatura media de 14,2ºC. La Agencia Española de Meteorología (AEMET) afirma todo lo contrario si bien reconoce que en los años citados existieron las mismas temperaturas medias. Según la agencia, la temperatura registrada en el año 2021 forma parte de una tendencia creciente que en el año 2022 ha batido récord.

El informe sobre el clima en España de 2021 realizado por AEMET reconoce que las temperaturas alcanzadas en 1961 fueron inusuales, es decir, fue un año cálido. Los siguientes años no lo fueron tanto. Hay que esperar hasta 1995 para que se vuelva a alcanzar ese nivel medio de temperaturas. Desde entonces los 14,2ºC se han superado en nueve ocasiones, siete a partir de 2011. AEMET explica “que 2022 ha sido el año más cálido desde el comienzo de los registros en España”, en el que se alcanzaron los 15,3ºC de media. A lo que hay que añadir que hubo 41 días de calor extremo y tuvimos un otoño con escasas lluvias. Desde 2010 “todos los otoños han tenido temperaturas superiores a la media”.

Newtral.es entrevistó a un experto en cambio climático, el doctor en Física Rubén Varela, que manifestó: “una cosa es que tengas temperaturas extremas de forma aislada y otra muy distinta es que la frecuencia e intensidad de esos días con temperaturas extremas aumente. […] Siempre ha habido días de calor extremo, pero la recurrencia de estos es mucho más elevada al día de hoy debido al cambio climático, también en forma de olas de calor”. A estos datos habrá que añadir los que genere 2023 que no parecen halagüeños.

Dicho esto, el calor no es necesariamente malo para nuestro organismo, son las temperaturas extremas las que marcan la diferencia. La llegada de la estación cálida le viene bien al cerebro, le aporta beneficios a través de la serotonina y la vitamina D.

Cuando el calor aprieta, el equilibrio de temperaturas se mantiene gracias a la termorregulación, hasta que llegamos a los cuarenta grados centígrados, en ese momento, los efectos del calor son negativos sobre el sistema nervioso. Pero hay que insistir en que el verano es positivo para nuestro cuerpo. Lo primero que acontece en esta estación es que hay más horas de luz, por tanto mayor serotonina en el cerebro, lo que supuestamente hace que nuestro estado de ánimo ascienda y la memoria funcione mejor, entre otras virtudes. Hasta el día de hoy bajos niveles de serotonina se vinculan con aumento de la ansiedad, con insomnio, con aumento de la obsesividad y con la depresión. Además, un mayor contacto con la luz solar potencia la producción de vitamina D, que tiene mucho que ver con la salud de nuestras neuronas. Hay que mencionar también que durante el verano pasamos más tiempo al aire libre, relacionándonos con otras personas, lo cual tiene efectos beneficiosos tangibles tanto a nivel social como individual.

Pasemos a los aspectos negativos del calor extremo. Es hecho conocido que tanto en el plano físico como en el psicológico ciertos niveles de calor provocan reacciones psicosomáticas y emocionales adversas.

El estrés térmico es una sensación de malestar que sufrimos cuando superamos la temperatura que es tolerable para nuestro organismo. Las personas más vulnerables suelen ser los niños y niñas más pequeñas, las personas mayores y las trabajadoras que realizan un esfuerzo físico, precisamente cuando las temperaturas son más altas. En este artículo hablamos de calor, pero el estrés térmico podría producirlo también el frío.

El punto más peligroso para la salud del estrés térmico se encontraría en el denominado “golpe de calor” (si habláramos de frío sería la hipotermia). En el caso de las personas trabajadoras, para llegar al golpe de calor se tienen que dar varias condiciones: temperatura (grados en un momento dado), calor radiante (sensación térmica relacionada con el calor corporal y las superficies que le rodean que emiten calor), humedad relativa (cuando mayor sea la humedad ambiental más dificultades tiene el sudor para enfriar el cuerpo), movimiento del aire (cuando la temperatura del aire es igual o mayor a la que posee la piel, es más difícil que el aire regule la temperatura corporal), actividad física (esta hace subir el calor corporal) y la ropa (generalmente las prendas de trabajo dificultan la evaporación del calor).

Los síntomas más relevantes del estrés térmico serían: intensa sensación de fatiga repentina, mareos e incluso desmayos, abundante sudoración que puede mantenerse varias horas, temperatura interna igual o mayor a los 38ºC, color de la orina oscuro, aceleración cardiaca; además pueden producirse alteraciones de la conducta como desorientación y pérdida de reflejos. Durante su jornada laboral una persona sometida a altas temperaturas puede llegar a perder alrededor del 1,5% de su peso.
La capacidad para desempeñar la actividad laboral se ve disminuida bajo las circunstancias citadas, lo que abre las puertas al posible accidente de trabajo. Este riesgo es real y a tener presente debido a las alteraciones físicas y psicológicas que se producen; la persona se distrae con facilidad por problemas de concentración en su tarea ya que el cansancio aumenta con la temperatura; así mismo, la propia trabajadora puede llegar a descuidar su seguridad personal en el desempeño de sus tareas. A esto se suma irritabilidad y duerme mal, lo que aumenta el malestar e incluso la agresividad.

En conclusión, tenemos a corto plazo un reto a afrontar ―si la tendencia a aumentar las temperaturas se mantiene―, reto que hasta ahora no se ha tenido suficientemente en cuenta salvo de un modo puntual, entre otras cosas porque no estaba presente en nuestra vida cotidiana. Han sido las muertes de personas provocadas por los golpes de calor que hemos sufrido este verano lo que ha puesto sobre la mesa su relevancia.

Publicado en Rojo y Negro, número 382 de octubre de 2023.

26 nov 2023

El síndrome del impostor y de la impostora


Por Ángel E. Lejarriaga



Este “síndrome”, también conocido como “fenómeno del impostor” o “dismorfia productiva”, es un cuadro psicológico en el que la persona afectada se siente incapaz de aceptar sus logros y sufre un miedo intenso a ser descubierta como un fraude.

No está reconocido como un trastorno psicológico en las clasificaciones de enfermedades mentales (DSM-APA y CIE-OMS). Es uno de esos fenómenos mediáticos sobre los que se escribe desde hace décadas sin que haya sido validado por la investigación clínica.

En cualquier caso, su perfil psicopatológico está caracterizado por la distorsión del auto concepto, baja autoestima, inseguridad, ansiedad, miedo a la evaluación negativa, ansiedad social, miedo al rechazo, baja tolerancia a la frustración, obsesión por el control, miedo al fracaso e incertidumbre ante las situaciones nuevas.

Posee diferentes niveles de afectación, uno más leve de carácter temporal y otro más severo, cuyos síntomas se mantienen en el tiempo.

Las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes acuñaron el término en 1978, año en el que publicaron el artículo: “El fenómeno del impostor entre mujeres de alto rendimiento: dinámica e intervención terapéutica”. En dicho artículo analizaban a mujeres con gran éxito profesional. Los resultados constataron que la mayoría de ellas tenía baja confianza en sí misma, pensaban que sus logros eran un fraude y que iban a ser descubiertas.

En 2011 la doctora Valerie Young publicó un libro que popularizó el “síndrome”: “Los pensamientos secretos de las mujeres de éxito: por qué las personas capaces sufren el síndrome del impostor y cómo prosperar a pesar de él”. En el libro expuso cinco grupos típicos de personas que solían estar afectadas por el “fenómeno”: a) Personas perfeccionistas, b) Personas individualistas, c) Personas consideradas expertas, d) Personas con altas capacidades cognitivas y e) Personas que se consideraban a sí mismas como “supoerhombres” o “supermujeres”.

Las posibles causas del fenómeno pueden ser: a) Dinámicas familiares autoritarias o faltas de reforzamientos, b) Educación patriarcal, machista, en la que la mujer es supeditada al hombre, con la expectativa de desarrollar roles en esa línea, c) Orientación hacia el trabajo, hacia el logro y la competitividad como fuente de valoración y reconocimiento, d) Inseguridad; a pesar de sus logros ponen en duda sus habilidades, e) Problemas de ansiedad social. f) Perfeccionismo, g) Miedo a los cambios, h) Ambientes de trabajo opresivos, sobre todo para las mujeres, caracterizados por una dominante masculina, de raza blanca y heterosexual.

No hay estudios generalizables que ofrezcan resultados estadísticamente significativos en cuanto a clase social, edad, raza y género. La mayoría de artículos encontrados están centrados en mujeres de gran éxito social. Todos coinciden en el perfil del “Síndrome de la impostora”, y difieren en cuanto a la representación del problema entre la población: a) El 70 % de las personas lo padecerían en algún momento de su vida. En mujeres la representación alcanzaría el 75 %, b) El 82 % de las personas estarían afectadas, c) Existe igual porcentaje en mujeres que en hombres, d) Casi dos tercios (62 %) de los trabajadores del conocimiento de todo el mundo, hombres y mujeres, habrían experimentado el fenómeno, e) Se produce generalmente en niveles profesionales medio-altos y altos donde prima la incertidumbre sobre la aceptación laboral y el miedo a la evaluación negativa.

Las consecuencias de este perfil psicopatológico una vez que está instaurado son: a) Insatisfacción constante, b) Inseguridad socio-laboral, c) Ansiedad, d) Depresión, e) Baja autoestima, d) Obsesividad, e) Sensación de pérdida de control, f) Incertidumbre, g) Aislamiento social, h) Autoevaluación negativa de las propias competencias, i) Atribución del éxito a factores externos a una misma, j) Sobrecarga de trabajo, k) Miedo al fracaso y, l) Miedo a ser descubierta como una farsante.

La posible intervención psicológica pasa por: a) Reconocer el malestar emocional y su causa; b) Centrar la atención en los hechos y no en los sentimientos, c) Compartir con otras personas estos sentimientos para evitar la vergüenza y el aislamiento, d) Reestructurar el pensamiento de un modo racional y adaptativo, e) Evitar comparaciones, f) Aceptar las situaciones nuevas como parte de la vida, g) Autoreforzamiento, h) Eliminar del sistema de creencias las ideas de productividad, éxito, fracaso y control, i) Aceptar la incertidumbre, el azar y la probabilidad como partes del devenir existencial.

Desde una perspectiva de género, el origen de este fenómeno se encuentra tanto en la educación recibida como en la persistencia de distorsiones cognitivas, creencias adquiridas y en la certeza de tener que realizar un esfuerzo excepcional para mostrar constantemente el valor como mujer de lo que se hace.

En la sociedad actual se magnifica el éxito como principal objetivo vital, algo que está exclusivamente dirigido a acumular bienes materiales. Desde un narcisismo insolidario buscamos el sentido de nuestra existencia en engrandecer el logro y la productividad, con miedo al fracaso y a la frustración de expectativas; en sí, a la incertidumbre que produce mantenerse día a día con estas premisas determinando nuestras vidas.

Las mujeres en este caso lo tienen peor porque se ven obligadas a hacer frente a una presión insoportable para ejecutar sus tareas socio-laborales, algo que acaba socavando su seguridad. La idea constante de tener que demostrar la propia valía genera la sensación de que “nunca es suficiente” lo que se hace y por añadidura un intenso estrés.

Podemos concluir que los rasgos asociados al llamado “Síndrome de la impostora” se presentan con frecuencia en clínica, por separado o en conjunto.

Ya que la frustración ante una expectativa incumplida resulta inevitable a lo largo de la vida de una persona, es esperable que ésta genere distorsiones que contribuyen a una deficiente gestión emocional, que a su vez dificulta la adaptación al evento frustrante. No nos queda otra alternativa que analizar el resultado insatisfactorio de una conducta con la suficiente distancia emocional, como para tomar decisiones de afrontamiento que sirvan de aprendizaje para resolver el malestar y acumular dicho conocimiento como base para futuras ocasiones en que puedan presentarse circunstancias parecidas.

Sería trascendental que la educación muestre la existencia humana como un continuo experimento en el que tanto las agresiones del medio ambiente, como nuestra voluntad y el azar forman parte de él. En cada momento psicológico unos aspectos tienen más peso que otros.

Esta educación debe incidir en la potenciación de la autoestima, que tendría su fundamento en el desarrollo de un pensamiento crítico autónomo. Si nuestro procesamiento interior construye el mundo, es imprescindible que el código a manejar por éste se encuentre basado en valores fundamentales como la solidaridad, la igualdad, la justicia social y el apoyo mutuo.


Publicado en Rojo y Negro, número 379 de Junio de 2023.

20 nov 2023

El sufrimiento psicológico

Por Ángel E. Lejarriaga



Definido de una manera general el sufrimiento es la sensación motivada por experiencias que afectan al sistema nervioso. De este modo, se puede decir que sus causas pueden tener un origen físico o ser emocionales. Dicho sufrimiento siempre es consciente. En este texto nos vamos a referir al «sufrimiento psicológico o emocional».

¿Cuál podría ser su origen?

Podemos citar tres factores: de carácter ambiental, el psicológico y el biológico. Estos tres factores se encuentran entrelazados entre sí y determinan la conducta humana. El dolor emocional nos envía señales de que algo no va bien en cualquiera de los factores citados. Cuando el dolor se manifiesta, alguna estructura orgánica queda afectada. Por ejemplo, si tenemos un dolor de muelas y no tomamos analgésicos nuestro sistema nervioso va a entrar en estado de alerta, lo percibirá como una amenaza, entonces se disparará la ansiedad fisiológica y decaerá el estado de ánimo. Estaremos más irritables y reaccionaremos de manera menos eficiente. La ansiedad sería una manifestación de alarma ante una amenaza real o imaginaria que produciría desgaste del sistema nervioso y malestar emocional.

¿Qué podemos decir sobre la frustración?

Esta no sería más que el resultado del incumplimiento de una expectativa. La conducta humana está motivada por expectativas. Sin embargo, las expectativas no siempre se cumplen, por lo que el organismo suele reaccionar con frustración, a la que se asocia la ansiedad.

La vida es una moneda de dos caras, una está referida al placer y la otra al dolor. El sufrimiento forma parte de la existencia. Es decir, la adaptación al medio que nos rodea genera malestar: la vida social, el grupo de amistades, nuestras relaciones sentimentales, las relaciones laborales, son sucesos dinámicos, que nos producen incertidumbre; a los seres humanos no nos gusta la incertidumbre, nos genera sensación de pérdida de control. Cuanto más «líquida» sea una situación más malestar nos provocará; el cambio lo percibiremos como una agresión a nuestra seguridad. Mantenerse en una permanente sensación de inseguridad agota a nuestro sistema nervioso y provoca inestabilidad emocional. Cuando una rutina es alterada el cuerpo reacciona con estrés, se produce más adrenalina y aumenta la obsesividad por controlar los cambios. En principio, ese aumento de activación favorece la adaptación porque mejora el rendimiento del organismo, pero al mismo tiempo, si se mantiene o se repite en exceso, no solo genera malestar emocional sino que el procesamiento cognitivo elabora pensamientos catastrofistas desadaptativos que incrementan el malestar y nos alejan de un afrontamiento eficiente. El sufrimiento empuja al individuo a restablecer el equilibrio, y lo hace de un modo u otro; si bien no todos los métodos son igual de eficaces.

El sufrimiento psicológico desde la antigüedad ha sido objeto de estudio. En el budismo el sufrimiento depende del procesamiento psicológico: «El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional», se dice que afirmó Buda; para éste el sufrimiento es la inadaptación de la mente a la realidad. Esta desadaptación se produce debido al «apego», que ante un mundo cambiante y plástico intenta mantener estructuras rígidas.

Muchos siglos después de estas palabras de Buda apareció el padre de la Terapia Racional Emotiva, Albert Ellis, que expuso la hipótesis de que «existe una tendencia humana al autosabotaje que denominó: la conducta neurótica. Ésta incluye formas de conducta que nos alejan de lograr nuestros objetivos».

Un buen número de pensadores de nuestro tiempo describen el sufrimiento actual como propio del contexto social en el que vivimos; es decir, sería la consecuencia del materialismo narcisista, del individualismo, de la falta de apoyo mutuo y empatía hacia nuestros congéneres, y de la inexistencia de un pensamiento crítico.

Vivimos en una sociedad donde cada vez es más arduo soportar el día a día y la suma de problemas que esto conlleva. En este contexto, es necesario tener una idea clara sobre cuál es nuestra posición en él y después ver qué hacemos.

Partiendo de la metáfora de la existencia fisiopsicológica como una moneda de dos caras, es lícito afirmar que existen emociones con diferentes funciones para nuestro organismo; unas están relacionadas con el agrado, la satisfacción o el placer, e indudablemente facilitan el equilibrio y la autorregulación emocional, y por tanto un cierto bienestar; y hay otras que nos advierten de que algo no va bien (malestar). Se debe insistir en que todas estas emociones resultan útiles para nuestra adaptación al medio. Ahora bien, puede ocurrir que por diversas circunstancias no afrontemos un reto existencial con la eficacia necesaria, y esas emociones «alarma» persistan en el tiempo, entonces, al no restablecerse el equilibrio entre amenaza y resolución de la misma, se van a desencadenar cuadros psicopatológicos conocidos: crisis de ansiedad, estados depresivos, obsesiones, miedos, y en situaciones extremas deseos de muerte.

Es un suceso prácticamente imposible no verse afectado por eventos frustrantes, dañinos para nuestro equilibrio psicológico. En esos momentos críticos nuestra forma de procesar la información nos boicotea e incide en la profundización del malestar hasta convertirlo en una crisis existencial con diferentes consecuencias.

¿Cómo afrontamos el sufrimiento psicológico?

No existe una receta que sirva para todas las personas, cada individuo es un mundo independiente que posee su propia biografía, su experiencia, su biología y su forma de pensar. A pesar de ello, sí podemos primero entender nuestro sufrimiento, y segundo afrontarlo con una cierta eficacia.

¿Cómo podríamos actuar ante una sensación de malestar que nos agobia?

En un primer momento hay que «identificar el malestar», ser conscientes de que algo no va bien en nuestra vida, sea de raíz biológica, social o psicológica. Esta sugerencia que parece evidente no lo es tanto a la hora de su aplicación, porque tendemos al «autoengaño» y vivimos en un modelo social individualista que nos exige «productividad» a toda costa; entonces el «malestar emocional» no tiene cabida, es considerado como propio de personas débiles, incapaces de enfrentar la vida diaria. En un segundo momento tendríamos que «aceptar nuestra fragilidad», ante un evento que no somos capaces de afrontar.

Por tanto, seremos solidarios con nosotras mismas y con las demás, asumiremos que no siempre vamos a encontrar comprensión y aceptación en las personas que nos rodean. Somos diferentes, con procesamientos diferentes, con culturas diferentes, y, por supuesto, con sensibilidades diferentes. Nos quedaremos con aquellos elementos de nuestra red de apoyo social que nos refuercen e impulsen a salir del «pozo» del miedo, la ansiedad y la depresión. Dicho esto, es obvio que tenemos que cambiar nuestra concepción de la vida social individualista, y sustituirla por otra colectivista en la que la suma de las partes sea superior al sujeto individual. Se ha demostrado en diversos estudios que las personas que participan de una sólida red de apoyo social tienen menos probabilidades de padecer un trastorno psicopatológico.

Con los apoyos adecuados y una conciencia clara del problema habrá que definir las tácticas de afrontamiento de cada situación crítica. Convertiremos cada una de ellas en un experimento conductual, pondremos a prueba las hipótesis y nos quedaremos con las que nos favorecen. No hay que descartar solicitar ayuda a especialistas en «clínica psicológica» para que nos asesoren. Lo ideal sería que dichos clínicos estuvieran imbricados en nuestra comunidad.

Las ideas finales de síntesis para terminar son: «sufrimos porque vivimos» y «juntas somos más fuertes».

Publicado en Rojo y Negro, número 378 de Mayo de 2023.

4 oct 2023

Me matan si no trabajo y si trabajo me matan

Por Ángel E. Lejarriaga


Un genocidio silencioso se está produciendo en el mundo, aunque en este texto citemos a nuestro país, España. Los datos estadísticos provenientes de diversas fuentes, entre ellas el Centro de Investigaciones Sociológicas, dicen que los suicidios aumentan año tras año.

Cuando se proporcionan datos anuales sobre las causas principales de muerte, una de las más significativas es la derivada de los accidentes de tráfico; hace diez años la primera causa de muerte extrema eran estos mismos. Hoy en día es el suicidio. Comparando nuestras cifras con las de la Organización Mundial de la Salud (OMS) constatamos que el promedio nacional de suicidios por cien mil habitantes se encuentra levemente por debajo de la media mundial, pero si analizamos esos mismos datos por provincias se descubre que la mitad de las provincias españolas están situadas por encima.

Un informe titulado Evolución del suicidio en España en este milenio (2000-2021), realizado por Alejandro de la Torre Luque (Universidad Complutense de Madrid), revela cifras aterradoras que se exponen a continuación.
“Desde 2018 observamos una tendencia creciente de mortalidad por suicidio año tras año. La pandemia de COVID ha supuesto un incremento de las tasas de mortalidad por suicidio.”
En 2020 crecieron en España un 3.6% los suicidios. En 2021 el crecimiento ha sido de un 0.8%. Se puede decir que en 2021 fallecieron once personas al día en nuestro país por esta causa. El 75% de estas 2021 eran hombres. El 50% del total (hombres y mujeres) tenían una edad entre 40-64 años; el 31% tenía igual o más de 65 años, y un 13.8% entre 25 y 39 años; un 5% entre 10 y 24 años.

El 87% de las personas fallecidas habían nacido en España y el resto procedían de otras naciones. Con respecto a estas últimas se ha producido un aumento de un año a otro de un 3.1%. Otro dato a considerar es que el 32% de las personas fallecidas vivían en capitales de provincia, un 24% en ciudades pequeñas entre diez mil y cincuenta mil habitantes; el resto residían en ciudades de más de cincuenta mil habitantes, sin ser capitales de provincia.

El informe destaca “un claro aumento de la mortalidad por suicidio en los meses de verano”. Ha sido en el mes de julio donde se produjo el mayor número de fallecidos en el año 2021.
“En relación a distribución geográfica se observan las tasas más altas de mortalidad por suicido (tasas superiores a 10 por cien mil habitantes) en Galicia, en Asturias, Castilla y León (Zamora, León, Palencia, Burgos y Ávila), Aragón (Teruel y Huesca), Cataluña (Gerona y Tarragona) y Andalucía (Córdoba, Jaén, Málaga y Granada). Jaén, Zamora y Lugo tienen las tasas de suicidios más altas. Las provincias de Guadalajara y la Comunidad de Madrid tienen las tasas más bajas del estado.”
En lo que llevamos de sigo XXI han existido dos circunstancias que se han relacionado con un empeoramiento de la “salud mental", y de manera directa con el aumento de la tasa de suicidios: la crisis económica de los años 2008-2014 y la pandemia por COVID-19.

En cuanto al país de origen de las personas fallecidas, se verifica un incremento anual del 6.5% en personas nacidas en España, entre 2018-2021; y del 24.3 % en personas nacidas fuera de España. Es obvio que el grupo social más afectado por la pandemia es el de las personas residentes en España procedentes de otras naciones.

Según el informe consultado “las expectativas no son nada prometedoras, dado que se espera que la tendencia creciente se mantenga también en el año 2022, a juzgar por los datos preliminares que ha liberado el Instituto Nacional de Estadística.”

Todo lo anterior son datos fríos, descarnados, cifras insuficientes que no proporcionan información sobre la clase social de las personas fallecidas ni sobre la situación de precariedad, material e inmaterial, en la que se encontraban en los momentos previos a su fatal decisión. Tampoco se ofrecen referencias sobre los intentos fallidos que se han producido en los años citados. Este último dato nos podría presentar la verdadera magnitud del problema. Hay que tener presente que a finales de los años 90 España tenía una tasa de suicidios del 8% por cien mil habitantes. En veinte años nos hemos aproximado al 10%, a la media europea, existiendo provincias como Lugo que han alcanzado en 2021 una tasa del 15.6% por cien mil habitantes.

Desde nuestro punto de vista, el anarcosindicalista y anarquista, las organizaciones que se manifiestan en estos ámbitos ideológico-filosóficos tienen un trabajo pendiente sobre la masa social depauperada y carente de horizontes transformadores, es decir, sin esperanza de cambio. Decía una canción “me matan si no trabajo y si trabajo me matan, me matan siempre me matan”. Hoy la relevancia del problema se sitúa en que nos estamos matando nosotras, ya no hace falta que el Estado y el Capital nos torturen y ejecuten sumariamente, su labor pedagógica es más sutil: nos alienan y destruyen en nuestras bases psicológicas para convertirnos en seres sumisos y vulnerables, para desecharnos sin escrúpulos cuando ya no le servimos. Esta mecánica genocida degrada necesariamente nuestra “salud mental” y nos conduce inexorablemente a acabar con nuestras vidas para poner punto y final a un sufrimiento emocional que en un momento dado nos llega a resultar insoportable.

El sistema de creencias neoliberal nos ha penetrado hasta lo más profundo de nuestras conciencias. A esa forma de procesamiento, de interpretar y gestionar el mundo, individualista e insolidaria, debemos oponerle nuestra rica forma de vivirlas relaciones, sin dominación, con nuestra moral libertaria. Tenemos que hacer ver a las personas que nos observan y escuchan que el futuro está en nuestras manos, y que dicho futuro se construye en el ahora, a partir de concepciones diferentes de las formas de relacionarnos; nuestro enemigo no es nuestra vecina o nuestra compañera de tajo, sino la clase dominante, el Estado y sus advenedizos colaboradores. Empecemos por sustituir el sistema de creencias del Capital por el nuestro, el de la utopía siempre en movimiento, “La idea”, ese es el camino.
“No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy para el hombre [y la mujer] de acción, no es sino un prólogo del futuro.” (Fernando Pessoa).
Publicado en Rojo y Negro, número 377 de Abril de 2023.

28 mar 2023

Bajo la nube negra. El malestar emocional en nuestros tiempos

Por Ángel E. Lejarriaga



Atropellados por un torrente inextinguible de anhelos imposibles y necesidades artificiales, parecemos incapaces de sacudirnos la pesada insatisfacción que, como una nube negra, se posa en nuestra mente al principio de cada jornada.

Es precisamente bajo el marco que promueve el sistema productivo capitalista, donde la precariedad laboral, la incertidumbre ante el futuro, la carencia de imaginarios utópicos y la sensación de orfandad, labran un estado emocional que apenas si propicia el encuentro con nuestros semejantes, impidiendo construir alternativas colectivas que escapen de las soluciones parciales o resulten dañinas par el sistema que nos consume y agota.

Llegados a este punto, entender cuáles son las claves sociales que hay detrás de nuestro padecimiento psíquico, no solo ayuda a desentrañar el origen de nuestro malestar, sino que permite enraizarnos e las luchas sociales que tienen como objetivo transformar radicalmente la estructura social que origina las causas del sufrimiento de la mayoría. BAJAR LIBRO